Basilio Sánchez


Crítica a El cielo de las cosas

ANTONIO SÁEZ DELGADO, El cielo de las cosas. Ars et Sapientia, diciembre 2001 y Alcántara, Nº 53-54, diciembre 2001

En El cielo de las cosas las palabras habitan el terreno de la emoción contenida, el preferido por este lector: Se tornan elementales, susurrantes, con el recogimiento y la emoción de los grandes poemas sencillos, los que se escriben con la sosegada placidez de quien sabe que los mismos cuchillos que los provocan marcan nuestra piel hasta convertirla en el mapa de los días vividos. Son palabras para habitar el silencio que es el rastro del tiempo, que nos muestra que siempre existe un vacío dentro de otro vacío, que los días son un lento mensaje indescifrable que procura el orden de la luz entre el desorden de la memoria.

El libro es un poemario en prosa. Si como dijo alguien, "escribir es respirar", también podríamos decir nosotros ahora que respirar es vivir y que esa vida es la que alienta la poesía de Basilio y esta muestra de prosas, que habita tan cerca de sus otros libros, que comparte su propio aliento, plenamente simbólico, con una mirada, personal y apacible, que va nombrando las cosas del mundo desde ese silencio que habita, el de no conocer las respuestas a unas preguntas que mudan cada día de rostro y de disfraz pero que siempre, con fidelidad perruna, nos inquieren con las mismas palabras.

La historia, contada así, es simple: En El cielo de las cosas un narrador va relatando la ascensión de un hombre a una cima donde se alza una fortaleza. El hombre vaga, se para a veces, se entretiene en observar cuanto le rodea, enciende una palabra cuando siente frío, observa cómo el agua de cualquier río transporta a otra parte las palabras nunca pronunciadas, sabe, en suma, que no es más que una racha de aire construida con el barro de los días. De este plano real se salta a otro más simbólico, cuando se transforma la ascensión física del personaje en una suerte de descenso hacia dentro de sí mismo, hacia ese pozo que es la memoria, ese "pájaro encerrado bajo un cuenco de vidrio", como dice uno de los poemas. El hombre asciende para descender. La historia no es nueva. Y, sin embargo, en medio de ese enigmático camino, sabe que no está solo. Una primera persona surge, en letra cursiva, para mostrar al lector la otra cara de la misma historia, la que el mismo hombre (o el poeta) protagoniza y que entra en diálogo con el propio narrador.

Asistiendo a esta construcción sutilmente coral el lector se adentra en los entresijos de ese descenso donde realmente se encuentra el cielo, aunque no se trate más que del cielo raso que cubre los objetos y las situaciones cotidianas como una plácida oración que se susurra al oído de la persona amada. Porque de amor se habla también, creo yo, en este libro, y de la memoria de los muertos y de la heredad de los vivos, y de la melancolía del lenguaje y del resplandor de lo perdido, entre una piedra y una nube, en ese lugar sagrado en el que todos los caminos convergen.

Una mano, la que escribe, puede salvar al mundo, es decir, puede transportarnos al cielo de las cosas, ese que intenta camuflarse ante nuestros ojos vistiendo los ropajes de las miserias más cotidianas. Por eso la mano que escribe es también la luz en medio de la ceguera, la lámpara que alumbra el cuarto y la casa y que tiembla como el hombre que la sostiene.

Al final del ascenso, la verdadera revelación del descenso, de la inmersión en el fondo (o en el cielo) de las cosas, doce sillas vacías aguardan al viajero en la fortaleza. El sentido de comunión en la luz, en la poesía, me parece aquí latente. Por eso se dice en el último poema que el personaje "Ya ha encontrado la manera de hablarles". Ese es el lugar donde todas las cosas convergen, donde se puede tocar el cielo sin levantar los pies del suelo, tal vez sin levantar las manos de la mesa. Las cosas emiten un murmullo secreto, la lenta oración de la pesada máquina del mundo, que viaja en El cielo de las cosas, también, del singular inicial personaje al sentimiento plural de su fin. Del yo o él a nosotros.

Los poemas de Basilio Sánchez se alzan en suma, como una revelación que nos eleva por encima de la vida cotidiana, es decir, que nos ayuda, únicamente, a intentar comprenderla. Los versos (sí, en prosa) viajan, ascienden también a través de la oscuridad buscando una luz donde asirse, que encuentra la mayor parte de las veces en una palabra incendiada como una especie de zarza que arde como el tiempo en nuestras manos.

Termino. Los poemas de El cielo de las cosas se hacen depuradamente intimistas hasta marcar nuestra piel, se abren paso, balbuceantes y meditativos, entre los objetos, las personas y los sentimientos que construyen el mundo que nos toca vivir. Ese en el que, casi siempre, es necesario poder subir hasta rozar el cielo para alcanzar a saborear el verdadero placer de las cosas elementales, las que nacen cerca de la tierra. De esa tierra que es también, al final, el mismo cielo de las cosas.

TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO, El cielo de las cosas. Diario HOY, Suplemento Cultural Árrago. 28/03/2001

Nos tiene acostumbrados Basilio Sánchez a sus lectores a sentirnos invitados a un hondo diálogo, personal y fervoroso, que se restituye sin ambages cada vez que el autor extremeño publica un nuevo libro. Partir de esta sintonía profunda parece fundamental para participar totalmente en la poética que acoge una de las dicciones más intensas de la poesía española contemporánea, configurada hasta ahora en una obra que —y esto es lo admirable— no responde tanto a una deliberación literaria como a un estrecho acompasamiento entre existencia y poesía. En la atención recíproca entre ambas se sostienen ciertas palabras constantes —atardecer, pájaro, piedra, nube...— que Basilio Sánchez logra mantener como puentes fulminantes, ya bruñidas en la personal voz de quien escribió en un poema de Al final de la tarde (1998) que "vivir es sólo ya pronunciar varias veces el nombre de las cosas".

Esta comunión con las realidades, en virtud de nombrarlas, para renovarlas ha distinguido desde muy pronto el pensamiento del escritor, quien en los cuatro libros que preceden a El cielo de las cosas ha dejado patente su identidad poética, afiliada a esa poesía de lo interior, de carácter órfico y clave meditativa, que bebe intensamente de esa línea tan hispana que se desarrolla en torno a los ascetas y quietistas del siglo XVI y llega hasta nosotros a través de esa estética lateral del despojamiento en la que reconocemos no sólo a autores cercanos contemporáneos (Valente, Gamoneda, Colinas) sino también a otros, como Jabès o Blake —éste último sobre todo en su idea de la visión interior—, no menos influyentes en los soportes de la obra poética de Basilio Sánchez. Simplemente títulos de libros como Los bosques interiores (1993) o La mirada apacible (1996) ponen al lector fácilmente en la pista de la estirpe a la que el poeta pertenece por actitud más que por voluntad.

Precisamente el último de estos libros, El cielo de las cosas (Editora Regional de Extremadura, 2000), viene a rubricar de manera acaso más visible la poderosa ideología poética del escritor. En él hay, como es su costumbre, una interlocución con los libros anteriores a través de esa voz exterior que el poeta elige para narrar desde unas afueras que, en realidad, emanan de una honda conciencia vigilante ("Estoy hecho, se repite a menudo, del barro de los días, de lo que al universo le queda de raíz; busco en el espesor de una palabra una sílaba blanca"). Una rítmica antifonaria —ahora sometida de otro modo a la estructura "en terrazas" de todo el libro— y un universo en el que lo cercano y lo elemental se desvelan como entorno misterioso y primordial del mundo son también claves sostenidas que renuevan en el lector, como decíamos al principio, su experiencia de seguir compartiendo la propuesta poética de Basilio Sánchez.

La singularidad de El cielo de las cosas proviene, sin embargo, del germen que origina el libro, una visita a un espacio real transformado por el poeta en verdadera experiencia epifánica. El alcance trascendente de un suceso concreto (la subida a una fortaleza cordobesa) parece haber provocado esa visión reveladora que, como ocurre con la mayoría de los escritores de esta estirpe, sorprende al propio poeta y alcanza un rango más allá de lo estrictamente anecdótico ocasional. En este caso, el itinerario adquiere una dimensión espiritual de alcance cognoscitivo, un camino de perfección que recuerda tanto el esfuerzo de los místicos hacia un despojamiento como la aspiración a una unión hierogámica, cielo y tierra vinculados ya desde la propia titulación del libro.

Estructurado en veintitrés asentamientos a modo de etapas, esta "ascensión a lo hondo", para decirlo con palabras de Valente, parte de la aspiración a un centro: "Es el centro, un lugar elevado al que se asciende por un camino oculto, zigzagueante". Esta inicial configuración del espacio —Basilio Sánchez le da primordial importancia a los espacios en su poesía— queda enseguida determinada por las circunstancias de una conciencia donde convergen visión e introspección: el centro y lo ascendente; lo oculto y lo que zigzaguea en rotación envolvente. Todo ello habla de una espacialidad sagrada para ir desde lo accidental (lo histórico, lo vegetativo...) a su resolución definitiva en lo alto, "donde aun antes que el agua está la idea del agua" o donde, tras llegar a ese árbol despojado que ya no arroja ni hojas ni sombras y que "aun en su soledad, le ha parecido hermoso", se halla esa flor inalcanzable de la que se nos da cuenta en "Las manos" y que recuerda la aspiración de aquel viejo poema colmado de vehemencia ("¿Dónde, dónde / la flor sin nombre?").

El lector —el lector silencioso y cautivo de la poesía de Basilio Sánchez— se hace cargo de la delicadeza de esta propuesta, en la que la desfiguración de la realidad ("Poco a poco la tarde se abre paso con un bastón de ciego") y la última y hermosa interpretación de la diversidad inútil ("¿Cuántas reconstrucciones hemos hecho los hombres para seguir viviendo en un mismo lugar?") terminan por conducir a una cima, de confesa filiación judaica, cuya almendra es ese vacío provocado por las doce sillas en círculo "que conforman, en medio del vacío, otro vacío", mandala final y culminación de ese itinerario que funda y explica el bastimento de la poesía de Basilio Sánchez.

Considerar El cielo de las cosas simplemente como una alegoría sería sin duda rebajar con la insolencia de los juegos retóricos una propuesta que exige, más allá de otras explicaciones discursivas, una complicidad intensa en el lector, quien advertirá en sí mismo la sensación que embargó al autor al término de su ascendente periplo: "No hay cansancio esta vez, tampoco hay dicha; sólo un poco de paz".

A. LÓPEZ ANDRADA, Los pies de la montaña (El cielo de las cosas). Diario de Córdoba / Cuadernos del Sur, 1/03/2001

[...] Dividido en 23 textos, lo que cuenta El cielo de las cosas, es la huella que en el autor dejó un viaje que, hace pocos años, hizo a Los Pedroches. Se mezclan las sombras con el vuelo de las aves, el olor de las flores con el silencio de los arbustos, las nubes del cielo con el dolor de las montañas tendidas como diplococos en el atardecer. Las estancias del libro son como peldaños espirituales, escalones que van guiando a Basilio Sánchez a través de un camino polvoriento y serpenteante a la cima de la fortaleza.

[...] Estamos, en fin, ante un libro intensamente lírico, lleno de claves mágicas, misteriosas, un libro de sombras veladas por la luz; pero, a la vez, estamos también ante un libro profundamente humano, abierto, cósmico, donde las miradas se cruzan ante un paisaje redimido por el milagro azul de la soledad: en este sentido, el paisaje del libro es real, existe en los mapas, en una armoniosa encrucijada de Los Pedroches, a los pies serenos y lánguidos de una montaña sobre la que, en el crepúsculo, habla la luz. [...] Así vemos, o mejor sabemos, desde el principio que estamos antes un escritor diferente, auténtico, que hace de la diferencia más verdadera un pedazo de amor que inunda El cielo de las cosas de un pálpito intenso y puro de humanidad. Afortunadamente, Basilio Sánchez ha tirado una piedra al lago de la realidad y ha encontrado el misterio, la honda poesía, la lucidez, una voz que traspasa el límite de las palabras y nos deja un bello rumor de claridad.

SALUSTIANO MARTÍN, De la memoria y de su paisaje. El cielo de las cosas. Revista Reseña, 321, junio 2001.

[...] El cielo de las cosas traza su sendero, otra vez, en medio de una naturaleza que se expresa, con una voz humanizada, a medida que el protagonista poématico (que no es el sujeto de la enunciación, sino sólo el foco desde el cual se ve la realidad poetizada) va poniendo en ella su sabia mirada iluminadora. Como en los anteriores poemarios, el sujeto del enunciado produce, con el sendero que marcan sus pasos ("los bosques interiores") y el vaivén demorado de sus ojos (su "mirada apacible"), una especie de proyección de su intimidad y de las experiencias con conforman su textura. Aquí, la anécdota puede asirse materialmente: se trata de la subida a una fortaleza, una concreta experiencia a la que el poeta dota de un significado trascendente: el camino que lleva hasta el "castillo interior".

El paisaje que descubre la voz que nos hable está afuera: más allá de los ojos que lo contemplan. Sin embargo, lo que el lector recibe parece más bien la imagen simétrica del meollo mismo de la intimidad del "yo" lírico: lo que la voz que aquí habla nos descubre de la naturaleza, a través de la cual camina el sujeto del enunciado (referido en tercera persona), traduce una imagen anímica que brota de su interior. Lo que se ve no es precisamente lo que hay, sino lo que quiere ver: lo que recuerda, lo que intuye que es preciso que haya en el alma del paisaje para que se cumpla el sentido de las cosas. Así, descubre lo que su espíritu lee por detrás (por dentro) de los objetos, los pájaros o la vegetación: el sentido que tienen los seres que parecen no tener sentido. Descubre el cielo que subyace tras la piel de las cosas: descubre "el cielo de las cosas".

[...] Ésta es, pues, según creo, la propuesta vital de este libro: las cosas son sólo una metonimia del poeta que las mira: existen en cuanto que existen para (y según) la experiencia íntima que de ellas tiene. El cielo de las cosas está en su alma: "los bosques interiores". [...] Lo que dice tiene que ver con vidas reales que suceden fuera de su vista: con vivos y muertos reales que viven y mueren detrás de las paredes de las casas iluminadas que lo vemos contemplar. Su voz es grave: acoge en su seno el latido de todo lo que respira: de la memoria de sus ojos brotan las palabras, lúcidas de apacible calor y emoción solidaria, con que nos hace entrega del fructuoso conocimiento a que ha accedido.