Basilio Sánchez


Crítica a Las estaciones lentas

FRANCISCO ONIEVA RAMÍREZ Las estaciones lentas de Basilio Sánchez. Cuadernos del Sur, Diario de Córdoba, 31/01/2010

25 años fiel a su fe en la sugerencia, en el poema que es capaz de emocionar al lector, que lo paladea una vez leído y releído, apreciando la mágica textura que le confiere a sus versos (“Soy el hombre que usa/ para los pensamientos compartidos/ las palabras de la privacidad”). 25 años de un fuerte compromiso con el lenguaje, en los que ha ido trabajando la palabra como un artesano que, con calma, la mima, la pule y la engasta, con oficio, en el poema (“Me he pasado la vida puliendo la madera/ de una silla interior, abandonándome/ al milagro improbable/ de una palabra dócil e indulgente,/ de un pensamiento claro”). 25 años ahondando en una mirada hacia la Naturaleza cada vez más esencial, en la que juegan un papel importantísimo los símbolos: el árbol, la noche, la casa habitada, la luz, el bosque, las ruinas, la piedra, el pájaro, la niebla... 25 años en los que Basilio Sánchez se ha convertido en un auténtico maestro y en referente a la hora de adentrarse en los recovecos más íntimos de nuestra interioridad, con la única lámpara de aceite de la palabra (“he edificado a oscuras esta casa/ sobre la arena suelta de mis incertidumbres,/ no tengo alternativas:/ debajo de la puerta,/ una página en blanco no es un hilo de luz.”). 25 años de verdad; no sólo de verdad poética, sino de honestidad con su trabajo (“Nadie deja en el suelo, bajo los pies de los que pasan,/ lo único que tiene./ Nadie guarda mi fuego, sino yo.”). 25 años desde que un joven poeta cacereño ganara un accésit del Premio Adonáis con un libro encabezado por una cita de Rilke, como en Las estaciones lentas, que le ha valido el XXI Premio Tiflos de Poesía, por unanimidad.

El poeta, recién cruzada la frontera de los 50, y con media vida como escritor, echa la vista atrás y, sin olvidar que la creación poética debe ser un proceso de introspección (“En esta encrucijada de dos ríos,/ sobre este promontorio cimentado/ con tierra de aluvión,/ desde hace treinta años reconstruyo mi casa/ con las piedras que desecharon los arquitectos”), dirige su mirada hacia el ejercicio de la propia escritura y a la necesaria e irrenunciable conexión de ésta con el mundo en que vive el escritor (“la algarabía de los niños/ que golpean con sus manos los cartones del cielo”), ante el que no puede permanecer ajeno (“Podemos no escribir;/ pero, cuando se escribe, ¿podemos resignarnos,/ como en esta mañana, a no mirar?”). Por ello, la obra resultante ha de ser auténtica, debe estar provista de verdad, porque “le grito a la vida como lo haría un hombre/ en el primer minuto de su muerte.”

Dicho proceso de introspección es algo misterioso, intuitivo, que debe hacerse a oscuras, sin más armas que las palabras, con las que choca una y otra vez, como en la creación poética (“Hasta que el ojo se acostumbra a la oscuridad/ todo es andar a tientas, tropezarse,/ golpearse en la frente, el pensamiento,/ con el dintel de la escritura;/ todo, moverse a solas por las habitaciones/ transportando en lo alto,/ como los nadadores invisibles, la lámpara apagada,/ el candil anegado de los pozos”).

EDUARDO MOGA: La trascendencia de la lentitud. Turia, nº 88, Nov 2008 – Feb 2009

En los veinte poemas de Las estaciones lentas, reciente ganador de la última edición del Premio Tiflos, Basilio Sánchez (Cáceres, 1958) articula una sostenida reflexión metapoética y un sobrio alegato moral. La primera se asienta en la convicción de que la poesía ha de ser luz en la oscuridad, un milagro alumbrador, el vehículo o instrumento de una razón compartible. Basilio Sánchez se sitúa, así, en el permanente combate entre clásicos y barrocos, según la canónica distinción de Cernuda, del lado de los primeros. No hay en sus versos desmesura alguna: Basilio Sánchez escribe con naturalidad —con una naturalidad, no obstante, muy elaborada: en toda poesía hay retórica, como en toda casa hay arquitectura—, no es un augur, como él mismo proclama en el primer poema del libro ("no escribo como el hombre / que lee en las entrañas de los pájaros…"), ni incurre en delirio alguno: todo en Las estaciones lentas es mesurado, equilibrado, racional. La naturalidad de su propuesta se advierte incluso en el cómputo silábico, las células del poema: utiliza versos escandidos —preferentemente heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos, o combinaciones de unos y otros—, pero sin que se advierta la escansión. No es mérito pequeño: el metro, si no se maneja con fluidez, puede hacer pedregoso el ritmo y volverse un entorpecimiento, o un ahogo, antes que un lubricante. Y Basilio Sánchez tiene claro que la poesía es, ante todo, "respiración de lo sagrado". Las estaciones lentas mantiene sin desmayo un tono sosegado y meditativo. La poesía de Basilio Sánchez, siempre morigerada, revela el magisterio de Antonio Machado, que, como él, reivindicaba una palabra clara que sirviera para transmitir un pensamiento claro. Su inclinación descriptiva revela querencias rurales, en las que se encela a veces, hasta el bucolismo: "Es una tierra fértil. / Nuestra casa ha crecido / igual que las manzanas, y nosotros con ella. / Ahora preservamos la parcela de cielo que descansa / sobre nuestro tejado / y el grano de la noche que germina / bajo las patas de los bueyes / en el amanecer de cada uno / de los días que nos quedan". La aldea de la infancia, de hecho, constituye un faro de la memoria: el poeta arrastrado por la melancolía, aunque consciente de la fragmentación de la mirada y el recuerdo, vuelve a menudo a un espacio incontaminado de hogueras blancas y ríos de nubes, a un "cielo doméstico de estrellas extinguidas". Basilio Sánchez, exacto sin hipérbole, metafórico sin desafuero, habla a media voz, a veces casi susurra, convencido de que el exceso en el decir perjudica la verosimilitud de lo dicho —y lamina su empaque moral— , pero no renuncia a pergeñar momentos de arrebatadora intensidad, acaso porque, a pesar de su aproximación empírica al hecho de la poesía, no desoye ni su misterio ni su ambigüedad, como sugiere la cita prologal de Rilke, el poeta órfico por antonomasia de la contemporaneidad: "Dueño ya para siempre / del corazón de brea del río de las cosas, / me abrazo al pino blanco de los estercoleros / y le grito a la vida como lo haría un hombre / en el primer minuto de su muerte", escribe el poeta en la última estrofa del poema V. En su práctica de esta poesía esponjosa y hospitalaria, Basilio Sánchez elude los errores de la poesía de la experiencia, hacia la que se muestra naturalmente inclinado: la ramplonería y la obviedad. Las estaciones lentas conjura toda superficialidad con su palabra minuciosa, despojada, pensativa, exenta de tópicos, oxigenante, en la que fulge otro convencimiento: el de que el poema es poca cosa, pero que nos redime. Cabe discutir que la oscuridad constituya, per se, un defecto de la poesía, como parece desprenderse de algunas de las manifestaciones del poeta: no lo es, como tampoco una virtud; y lo mismo puede decirse de la claridad: la inteligibilidad no determina lo poético. Por lo demás, lo oscuro es relativo: en los versos de Garcilaso, hoy paradigma de la transparencia renacentista, decía Cristóbal de Castillejo que había que adentrarse con antorchas. La poesía de Basilio Sánchez reivindica la claridad, pero sin excluir la incertidumbre: sus versos son relámpagos de penumbra, cartografía de lo desconocido; y protección frente a los embates del sufrimiento y la nada: "Allí, donde en la página / los signos se bifurcan / para hallar las palabras que puedan consolarnos, / me acompañan las sombras, la medianoche oscura / de los amaneceres imprecisos, / de los cielos diezmados".

Pero Las estaciones lentas dibuja también, como se ha dicho, un paradigma moral. Suelen hacerlo los poetas que defienden una palabra apegada a las cosas, sabedores de su modestia, pero asimismo de su capacidad transformadora, cifrada en su verdad, en su estricta e indeclinable correspondencia con el mundo. Así sucede también con otro luminoso poeta de lo próximo, Tomás Sánchez Santiago, que sitúa el meollo de la vida en la contemplación —y el canto— de lo más humilde y material. La humildad es, justamente, una constante en el poemario de Basilio Sánchez: la actitud que se desprende del sentimiento de fragilidad y templanza, del "ejercicio humilde de la supervivencia", que recorre sus días. Por eso, quizá, "un poema no es nada: la flor del aguacero, / la margarita azul de los canales; / esa verdad que rondan, / sin acercarse a ella, las palabras inútiles". Sin embargo, esas palabras, vulnerables e inútiles, reconocen —y exorcizan— la sangre, la soledad y la muerte. Ante el frío del perecer, del que es metáfora el agua estancada, como ha visto Gaston Bachelard, las palabras dan calor. La amenaza de la muerte se cumple siempre: el jardín de los vivos se sostiene sobre "la arcilla blanca de los muertos", y alguien, desde un jardín cerrado —lo que recuerda a Emilio Prados y al hortus conclusus del Cantar—, nos llama por nuestro nombre "en la antesala oscura / del día de los muertos". Sólo Dios y un amor sereno, como toda la poesía de Basilio Sánchez, acuden a consolarnos; y las palabras, por supuesto, meditación de los sentidos —como ha escrito Zanasis Jatsópulos en Verbos para la rosa— siempre prestas a desnudar nuestra conciencia, a darnos el cobijo del recuerdo y la eufonía, a persuadirnos de que lo que nos rescata del dolor es la pureza de nuestra insignificancia, la fugacidad eterna que somos.

SIMÓN VIOLA, Tiempo y poesía, Las estaciones lentas de Basilio Sánchez. Trazos, Diario HOY, 15/03/2009

[...] Las estaciones lentas reitera en su título una de esas imágenes temporales que Basilio Sánchez gusta de situar en los epígrafes de los poemarios consciente de que definen su personalidad poética, como la noche, el territorio de A este lado del alba o Al final de la tarde, o el día, presente en Entre una sombra y otra. Si en la poesía de Álvaro Valverde es el espacio el que aporta las imágenes sustantivas de la creación poética, en Basilio Sánchez es el tiempo el que trae inseminados los recursos expresivos con que comunicar sus temas preferenciales. El poeta se sabe habitante de una estaciones lentas, de andadura demorada, como las percibiría un niño, pues su mirada avanza "por el camino ciego del asombro, de la perplejidad", contemplando y contemplándose en un labor de traducir ese mundo en poesía "obligado por las mismas palabras / a elegir solo una de las bifurcaciones / en las encrucijadas posibles de las cosas, / escribo, como siempre, / sin levantar los ojos, demorándome, / con esa lentitud con que se talla un trozo de madera / ante la puerta de una casa".

En estas estaciones que adquieren la consistencia del territorio ("He cruzado el otoño con la única hoja / que había sobrevivido"), el poeta como un hombre "que parece ocupado en cosas menudas" (Rilke) describe la realidad de su entorno (las casas antiguas de la ciudad, las afueras, la propia habitación...), evoca mundos exóticos (zocos, caravanas, pueblos nómadas...), reflexiona sobre el propio quehacer poético... con el asombro de quien parece contemplar un país extraño, con una mirada apacible, sin exaltación ni lamentos, pues ha asumido que, en palabras de Guillén, "temporalidad es mortalidad", y vivir es, según Brines, el "ensayo de una despedida".

Al prescindir de la anécdota, el poema moderno tiende a sustentarse en dos columnas que le permiten seguir próximo a la realidad exterior: el espacio y el tiempo. De ellos extrae el poeta el repertorio de imágenes que permiten la expresión no primaria de la intimidad, sin la cual es imposible una verdadera poesía, o acompañan el proceso de reflexión. Fiel a esta sensibilidad moderna, la poesía de Basilio Sánchez funde contemplación y meditación para erigir un ámbito que acoge el mundo exterior y la propia intimidad, en donde la palabra es, a la vez, un riguroso vehículo de conocimiento, y, en su caso, además, un preciso modo de expresión personal, tan consciente de lo enunciado como de la enunciación.