Basilio Sánchez


Crítica a Los bosques de la mirada (Poesía reunida 1984-2009)

Irene Sánchez Carrón: La poesía subversiva de Basilio Sánchez. Diario HOY, 23 de enero de 2011

El martes pasado, como ya anunciaba Álvaro Valverde en su blog, no fue un día cualquiera para los lectores de poesía. Por la tarde se presentaba en la Biblioteca Pública de Cáceres la poesía reunida de Basilio Sánchez, todo un acontecimiento editorial que pone a nuestro alcance en un solo volumen de algo menos de quinientas páginas la producción del poeta cacereño entre los años 1984 y 2009. Los lectores que hemos tratado de localizar, a veces con dificultad, las ediciones de sus libros a lo largo de estos veinticinco años celebramos como una gran noticia la recopilación de una obra de una calidad incuestionable.

Tan solo lamento que el autor, por razones de estricto carácter personal, haya decidido no rescatar su primer libro, A este lado del alba, que fue merecedor de un accésit del premio Adonáis en 1983. En su decisión han pesado motivos estéticos. Explicaba el poeta en la presentación del martes que en esa primera obra todavía no había encontrado su voz personal y que por ello no se reconocía en aquellos textos. Ciertamente se trata de un poemario de juventud distinto al resto, pero lo considero de mucho interés puesto que ya contiene algunas de las claves de su producción posterior.

De las múltiples voces que habitan al ser humano y de los múltiples registros que un autor puede utilizar para dirigirse a sus lectores, Basilio Sánchez ha elegido uno de los más elegantes y a la vez más cercanos. Como explicaba Álvaro Valverde en la presentación del acto, estamos ante la voz de la confidencia, deudora de la mejor tradición española y europea, desde Manrique a Cernuda. Se trata de una voz que produce en el lector el efecto de estar compartiendo el hilo de los pensamientos del que escribe, sin imposturas, sin fuegos de artificio y sin estridencias.

Es la poesía de Basilio Sánchez un goce para la vista y para el pensamiento. El título de esta recopilación, Los bosques de la mirada, refleja con gran acierto la doble vertiente de la obra del poeta, la del entramado del pensamiento y la de la contemplación del mundo que nos rodea. Porque no busca su mirada mundos exóticos o alejados, ya que espacio y tiempo son variables que poco afectan a quien tiene la capacidad de observar atentamente y de reflexionar con inteligencia. Esta falta de referencialidad temporal y espacial ha facilitado la recepción de los textos y ha convocado a lectores de distintas generaciones y de gustos diversos en torno a unos versos construidos para ser habitados.

Quien decida adentrarse en Los bosques de la mirada pronto aceptará el código metafórico que le plantea el autor. En la introducción del libro el profesor Miguel Ángel Lama explica la utilización de una red de elementos simbólicos en el centro de la cual podríamos situar la casa como representación de la propia escritura. Se trata de una visión del quehacer poético como un lugar donde ponerse a salvo del dolor que irremediablemente trae la vida. En este sentido, la obra de Basilio Sánchez rezuma humanismo, entendido como la presentación de un ser humano formado que intenta vivir en armonía con el espacio que habita, ya sea rural o urbano, y que no persigue la exhibición de sus experiencias en el poema, como sí sucede en otras corrientes estéticas de la misma época. De esta manera, tenemos la sensación de que el hombre, la naturaleza y los objetos conviven de forma equilibrada y comparten protagonismo en cada texto.

Por todo lo dicho, considero que, para los que habitamos el primer mundo en estos inicios del siglo XXI, pocas lecturas pueden resultar tan subversivas como la poesía de Basilio Sánchez. ¿O acaso no es subversivo alguien que nos invita a pararnos a contemplar el oro de las flores, las raíces del agua o la sorpresa de la luz sobre las cosas? La voz del poeta nos lleva por las estribaciones de una tarde cualquiera y consigue que nos estremezca el roce de los párpados o el balbuceo lento de la lluvia. Sin duda, en los tiempos que vivimos, alguien que propone la lentitud o la machadiana ligereza de equipaje frente a la vorágine y el exceso de todo consigue que nos cuestionemos la realidad en la que estamos inmersos.

Si entendemos que algo es subversivo cuando cuestiona nuestro modo de vida o nuestras convicciones, la poesía de Basilio Sánchez puede calificarse como tal. Sumérjanse en cualquiera de los montones de exceso de nuestro primer mundo en crisis y escuchen el ruido ensordecedor que nos rodea; después prueben a observar detenidamente el agua, una rama, un pétalo, o acérquense a Los bosques de la mirada, que casi es lo mismo. Comprenderán el carácter rebelde de estos pequeños gestos.

Simón Viola, Los bosques de la mirada de Basilio Sánchez, Diario HOY, 11 de diciembre de 2010

Los bosques de la mirada reúne las composiciones aparecidas en siete de los ocho libros publicados hasta ahora por Basilio Sánchez (queda fuera, por tanto, A este lado del alba, que en 1984 había logrado el accésit del premio Adonáis): Los bosques interiores (1993), La mirada apacible (1996), Al final de la tarde (1998), El cielo de las cosas (2000), Para guardar el sueño (2003), Entre una sombra y otra (2006) y Las estaciones lentas (más un grupo de inéditos fechados en 2009). El libro contiene así toda una trayectoria poética avalada por las editoras en que ha publicado (Visor, Pre-Textos, Calambur…) y por prestigiosos reconocimientos (accésit del premio Gil de Biedma en dos ocasiones, XX premio internacional Fundación Unicaja, premio “Extremadura a la creación” de 2007 por Entre una sombra y otra, XXI premio Tiflos de por Las estaciones lentas), que ha reunido al amparo de dos nociones (el bosque, la mirada) que ya titulaban los dos primeros libros recogidos aquí. Junto a una obra de corte narrativo pero emparentada con ellas (El cuenco de la mano, Littera Libros, 2007), estos títulos delimitan los contornos de un territorio reconocible para cualquier lector de poesía contemporánea.

Afirma Ortega y Gasset que la realidad se ofrece en perspectivas individuales, y eso es lo que, antes de cualquier otra consideración, encontramos en este universo poético, un modo de mirar “apacible” que huye del patetismo, tanto del entusiasmo como del lamento, para merodear de modo reiterado en torno a un puñado de temas dilectos: el hombre y la naturaleza, el tiempo y el destino, los entornos cotidianos y las “cosas menudas” que yerguen con frecuencia su perfil de símbolos pues más allá del mundo visible hay otro territorio (memoria, deseos, dolor...) que también nos pertenece, ya que “en todos los paisajes siempre hay algo / que solo es interior”.

Es frecuente que el poema surja de la contemplación de lo más humilde y material, como si respondiera al propósito guilleniano enunciado en un conciso pentasílabo (“Mira. ¿Ves? Basta”), pero las pequeñas realidades contempladas (el agua corriente o estancada, el bosque en penumbra, el jardín, el árbol...) se cargan con su presencia repetida de valores metafóricos que trascienden la pura contemplación. De todas ellas, tal vez sea la casa el motivo más repetido y más rico en matices, como considera Miguel Ángel Lama en el prólogo: “La casa como metáfora de la poesía, de la escritura, por extensión, es un motivo muy principal en los textos de este autor y creo que puede considerarse núcleo que atrae hacia sí otros elementos de las redes simbólicas que ha venido trenzando Basilio Sánchez a lo largo de su trayectoria”.

Nos encontramos, pues, ante una poesía que nace de ese imposible silencio interior, de ese incesante flujo de conciencia, que se traduce por un lado en un comportamiento lingüístico y por otro en una actitud ética. Con un tono mesurado, los poemas entablan con el lector una conversación en “voz baja”, meditan sobre temas universales pasados por el tamiz de una personalidad poética que se sabe en soledad pero es consciente, por otro lado, de que pertenece al mundo y con él comparte sus emociones. La tentación de la “vida retirada” queda así contrapesada por un impulso moral, por “una vocación ética que pone la palabra en el mundo y atenúa el narcisismo poético de lo contemplativo” [prólogo], guiado por un quehacer lírico concebido como vehículo de una razón compartible.

Alejandro López Andrada, Los ángulos del río. Cuadernos del Sur (Diario de Córdoba), 9 de abril de 2011

el agua que fluye y se desliza entre las sombras de un bosque frondoso camino del silencio, llevando encima el peso de la luz, es la poesía de Basilio Sánchez. Toda su obra lírica es el viaje de un hermoso río de palabras sustanciosas hacia el centro sublime de la serenidad. La poesía de este autor tiene ángulos sublimes (serenidad, misterio, emoción, ternura…) que la reconocen y, al mismo tiempo, la distinguen de la de otros autores de su generación. No hay muchas voces poéticas tan firmes como la de este poeta cacereño dentro de un panorama nacional donde con tanta frecuencia se confunden, deliberadamente muchas veces, las verdaderas voces con los ecos. Más de una vez los poetas necesarios, como es el caso de Basilio Sánchez, no son tratados como se merecen y sus poemarios, de gran altura lírica, suelen pasar casi desapercibidos, cubiertos por la hojarasca insoportable de otros poemarios anémicos y plomizos que son valorados, no obstante, por la crítica como obras poéticas de un altísimo valor.

Nacido en Cáceres, en 1958, Basilio Sánchez comenzó a publicar muy joven, cuando obtuvo un accésit del Premio Adonáis con su libro “A este lado del alba” (1984); sin embargo, fue a raíz de la publicación de su siguiente título, “Los bosques interiores” (1993) cuando en su voz poética confluyen una serie de cualidades literarias de un gran calado misterioso y mágico, donde la seducción de la palabra se une a la atmósfera limpia del poema y a una musicalidad suave, precisa, que aletea y se adentra en el alma del lector: “Por la tarde,/ mientras la cera arde detrás de las ventanas,/ mientras mueven los labios/ sin poder comprender tanto silencio” (Pág. 55). Todas las cualidades mencionadas se van adensando y concentrando aún más en el siguiente poemario de Basilio, “La mirada apacible” (1996), libro de una armonía seductora, dividido en cinco partes, en el que destacan poemas inolvidables y fragmentos bellísimos, de una gran plasticidad: “La luz bajo los árboles, aún tibia/ como el pecho de un pájaro en el límite/ de su propia existencia” (Pág. 119) Luego de este libro de versos tan armónico, el singularísimo vate cacereño dio a la luz uno de sus poemarios más serenos, “Al final de la tarde” (1998), donde el lirismo aún se hace más sagrado, más esencial, íntimo y gozoso, donde, como bien apunta el prologuista de esta obra -Miguel Ángel Lama- se hacen más visibles los símbolos de la poesía de Basilio como son, sin duda, la casa, el árbol y el jardín. A partir de este libro, el vate cacereño consolida su voz madura, misteriosa, y publica de nuevo otro poemario imprescindible, “Al final de la tarde” (1998), en el que destacan poemas inolvidables como los titulados “La casa junto al río” y “Jardín contiguo”, donde se repiten las obsesiones líricas, simbólicas, que identifican tanto su poesía y a ésta le imprimen su tono singular.

Dos años más tarde, el poeta cacereño da a la luz uno de sus libros más enjundiosos y míticos, “El cielo de las cosas”, una especie de itinerario emocionado y espiritual donde su voz va ascendiendo, en un viaje panteísta, casi místico, hacia una cumbre simbólica, un castillo físico, la morada del alma donde el poeta: “Mira a su alrededor: aunque no hay nadie, le estaban esperando… Hace ya mucho tiempo, llegaron como él y ahora le miran. A ellos se dirige. Sabe que ya ha encontrado la manera de hablarles” (235). Hermosos y reflexivos, a la vez que emocionados, poemas en prosa componen este libro mágico y genuino de 23 estancias, esencial en la obra de Basilio Sánchez, donde el escritor roza la luz de la perfección. En él se mezclan los pájaros y las nubes, los caminos y las puertas, la lluvia y los arroyos conformando un mapa trazado por el don de la clarividencia y la esencialidad.

Finalmente, llegamos a los tres poemarios más maduros y selectos, diremos que imprescindibles, del autor cacereño; estos son, por orden: “Para guardar el sueño” (2003), “Entre una sombra y otra” (2006) y “Las estaciones lentas” (2008), tres obras cargadas de una sutil serenidad y de un resplandor poético que sana y cura la herida del vértigo del tiempo, la desgarradora estela del dolor que deja en la sangre el aura de las perdidas, la huella febril de lo que ya no volverá: “Luego, nuestras palabras/ y el arroz de las nubes sobre los escalones/ en el oscuro umbral de las iglesias,/ la nieve que un día vimos/ caer toda la tarde/ sobre las amapolas que habrían de protegernos” (Pág. 422), fragmento de un poema perteneciente a su libro “Las estaciones lentas”, publicado, como sus dos anteriores, en la prestigiosa editorial Visor. En este sentido, no acertamos a comprender como una voz tan seductora y limpia, una de las más hondas del panorama nacional, no sea mucho más conocida, y reconocida por un amplio público lector, pues estamos, sin duda, ante un poeta imprescindible, de la estirpe mágica de Antonio Gamoneda, a quien se le asemeja, curiosamente, en el tono envolvente de su discurso lírico y en la seducción de su universo irracional, cargado de símbolos espirituales e imágenes límpidas que invocan la emoción. Esperemos que ahora con esta hermosísima edición de toda su obra reunida en Calambur se valore por fin la poesía imprescindible de Basilio Sánchez, una voz serena y cálida que sobresale por su singularidad entre una maraña de ecos planos, grises, tópicos, paradójicamente tan reconocidos en algunos ambientes poéticos del país.

Javier Lostalé, La experiencia de lo íntimo. Revista Turia, nº 99, junio-octubre de 2011

La lectura de la poesía reunida de un autor nos permite mantener con él un diálogo que va mucho más allá del encuentro fortuito, o buscado, con alguno de sus libros. Para ello es necesario que en ella exista una visión del mundo coherente, donde podamos cuestionarnos nuestra propia vida a través de iluminaciones o desvelamientos y avanzar en la aventura humana de conquistar territorios sólo alcanzables mediante el pensamiento poético, que encarna cuanto toca, y esas zonas de misterio derivadas de la tensión propia del proceso creativo. Visión coherente del mundo en toda su complejidad que posee la obra de Basilio Sánchez publicada entre 1984 y 2009 y recogida en un volumen publicado por la editorial Calambur bajo el título Los bosques de la mirada, donde se incluyen siete libros y una serie de poemas inéditos. Entre esos libros se encuentran títulos memorables como Los bosques interiores, la mirada apacible, Al final de la tarde, para guardar el sueño o Las estaciones lentas.

Naturaleza, memoria y palabra creadora se entretejen en la poesía del autor extremeño hasta alumbrar un ámbito interior donde constantemente se abren esas galerías con las que el sueño mina la realidad, y donde todo está dotado de una movilidad anímica que hace necesaria la protección de un suelo firme, de "una casa como metáfora de la poesía" a la que se refiere Miguel Ángel Lama en su esclarecedor texto introductorio. Casa, refugio y a la vez atalaya desde la que acoplar la mirada a un paisaje exterior transformado, como muy bien señala Ada Salas, en visiones. Lugar también donde protegerse del frío, "signo de lo que está falto de vida o que necesita el aliento de ella", en palabras de Lama.

Lo simbólico entraña toda la obra de Basilio Sánchez, como enseguida deducimos del título bajo el que se ampara, Los bosques de la mirada, representación —pensamos— de lo laberíntico, de la intersección del sueño y de las lianas de la memoria. La Naturaleza, su vegetación, la respiración de los animales y la rotación de los días y estaciones son la transubstanciación de la intimidad del ser humano: "He escuchado mi nombre en las inmensas / cavidades del aire. / Soy el árbol / que nace de su sombra, / el que florece / con las últimas luces del año del deseo, la conciencia también de la existencia de los otros (…) Veo el hilo de humo blanco de las lavanderías / y el carbón subterráneo, / a la mujer que cruza con su hijo el río de los lodos / y a los hombres que pasan por los desfiladeros / con sus sacos de hojas 7 en el amanecer de las hogueras". por eso a medida que avanzamos en la lectura sentimos en su intemperie el paso del tiempo: "El tiempo es un recinto asolado / por las murmuraciones de las aves (…) Se presiente la lluvia. En las ventanas / el paso de los años ha dejado fisuras, / recodos inquietantes, humedades azules, medimos en su temperatura lo eterno y lo efímero, habitamos un silencio germinador y lo que todavía no hemos llegado ser, e incorporamos a los ausentes, a los muertos, a nuestra propia vida, hasta el punto de que sean ellos los que recuerden (…) Muchas veces he cerrado los ojos / para que nuestros muertos, a través de nosotros, pudieran recordar".

La memoria tiene un carácter basal en la creación de Basilio Sánchez, pues fundamenta lo que Luis García Jambrina denomina "proceso reflexivo sobre la condición humana y sobre su precariedad", imbricándolo en el sueño y prestándole así un horizonte que va mucho más allá del recuerdo de lo vivido: "¿Beber de la memoria, apaciguar con ella tanta sed persistente? (…) la ceguera del hombre / en el que la mirada de los signos, / de los ojos del sueño, / de todo lo sagrado que hay en la memoria (…) En el fondo, quizás / un hombre es siempre una casa cerrada / y esa casa cerrada es su memoria".

La lectura de Los bosques de la mirada al fundir el aliento primario de la Naturaleza con lo íntimo humano y una memoria próxima a la ensoñación, nos sitúa en un espacio simbólico y visionario revelador en toda su desnudez de la condición humana. Esto sólo es posible cuando existe un poeta con potente imaginación y gran capacidad para la creación de un universo, como es el caso de Basilio Sánchez. La publicación de su obra reunida nos enriquece a todos.

Ada Salas: La memoria soñada. Cuadernos Hispanoamericanos. Nº 736, octubre 2011

Poesía contemplativa, meditativa, la de Basilio Sánchez. Poesía serena. No. Ninguno de esos sintagmas aciertan –no son ciertos, por tanto, o tienden a la falsedad en tanto en cuanto las verdades a medias son, al cabo, mentiras– . Yerran en la medida en que no pasan de la cáscara, una cáscara un tanto coriácea por estar tramada y trabada por el poeta con un saber hacer del que resultan poemas dibujados con el detalle y la naturalidad del más elaborado trampantojo. Poemas-trampa: serenos son su música, el ritmo pausado y pautado de su discurso, la delicada selección y sucesión de las imágenes, tan poco violentas, por elegir un adjetivo del todo ajeno, aparentemente al menos, al universo poético de Basilio Sánchez. Poemas escritos, parece ser, desde el punto de vista del que contempla y da cuenta de lo que contempla, y con la voz lenta del que rumia la vida y lo vivido y medita sobre ellos. Serenidad, meditación, contemplación, ardides que el propio poema despliega para huir de sí mismo: una apariencia perfectamente equilibrada, consistente, reconocible, embridada, que acoge al lector como si quisiera engañarlo. Como si quisiera. Pero poco nos importa lo que quiera el poeta o lo que el poema parece querer, poco debe importarnos. Triste lectura haríamos de Los bosques de la mirada si no reparamos en que bajo y entre la amable calma de sus arboledas, late lo que puede amedrentar; poemas, bosques, como los árboles civilizados de Claude Lorrain que, siendo en principio meros elementos del paisaje (con toda la carga culturizante, y por lo tanto en cierto modo falseadora, que el término paisaje acarrea), son selvas de profundidad oscurísima. Un estanque, la poesía de Basilio, como el de poema “Cómo pintar un nenúfar”, de Ted Hugues: bajo la superficie apacible y luminosa, esconde un submundo inquietante y amenazador en la tiniebla del légamo. A través de la paz que respiran los poemas de Basilio puede auscultarse el temblor de una erupción contenida. Es a ese temblor al que hay que prestar una especial atención. En ese temblor están la fascinación y la fuerza de su poesía. Para poder percibirlo es necesario apartar el velo de la mansa superficie del estanque, no dejarse engatusar por la claridad de la dicción o la belleza de las imágenes. Una piel-espejismo. Una suavidad formal que aturde con sus reflejos. Si no nos dejamos cegar por ellos y vemos, y leemos, más allá, Los bosques de la mirada crece precisamente sobre una tensa y fructífera paradoja: los poemas parecen lo que no son sin dejar de ser, puesto que todo poema es su forma, lo que parecen.

Basilio Sánchez contempla, y (o pero) lo que contempla no es un paisaje real. Ve y lo que ve son visiones, por mucho que sus protagonistas sean elementos de la naturaleza: las estaciones (el otoño y el invierno, sobre todo), árboles, pájaros, ríos. Un decorado imaginario. Una naturaleza no susceptible de una contemplación pictórica, sino simbólica, onírica, arquetípica, mítica. Se diría que el yo que aparece en los poemas (un yo, por lo general, que el autor hace extraño, anónimo, arquetípico también al referirse a él como “el hombre”) es el que cruza por el templo de la Naturaleza del soneto “Correspondencias” de Baudelaire:

“El hombre que atraviesa entre bosques de símbolos
que lo observan con miradas familiares.”

el paisaje exterior lo constituye esa naturaleza simbólica, el “paisaje íntimo”, como señala Miguel Ángel Lama en su prólogo, no es menos simbólico: la ciudad, la casa, la habitación, la que se intuye como biblioteca, la mesa de trabajo. Un espacio que traza círculos concéntricos hacia el útero mismo donde se escribe el poema. Un espacio tan irreal como el exterior, con preferencia por lo cerrado, lo limitado, un “hortus conclusus” habitable y cómodo, sospechosamente acogedor, con mucho de intrincado, y torturado, laberinto interior.

En cuanto a lo meditativo de su lírica, de haber meditación se trataría de una meditación que no piensa, sino que sueña: un sueño que produce, si no “monstruos”, fantasmas, espectros que se mueven sigilosos por las habitaciones de la casa (la banda sonora del universo poético de Basilio está hecha, por lo demás, como corresponde, de sigilo, de murmullos, de susurros), por la casa del poema. Un espacio espectral porque el sueño de Basilio no es el goyesco de la razón, sino el de la memoria.

¿Y qué clase de memoria es la de Los bosques de la mirada? Aquí entraríamos en el meollo, porque lo hay, de la cuestión. Estamos ante una memoria cuya materia es la de la lluvia que aparece en este fragmento:

“De pronto se da cuenta: todo el día lloviendo, desde por la mañana, desde el amanecer, desde el instante antes de empezar a vivir (…) la lluvia, sin embargo, que ha precedido siempre a las apariciones, la lluvia imaginada, presentida, la que sólo está hecha de esta misma sustancia.”

Una memoria, como esa lluvia, imaginada, pre-sentida, construida, habilísimamente, no con la argamasa de los recuerdos, sino con la de las palabras: son éstas, las imágenes que trenzan, por resonancia y por recurrencia, la red de alegorías que tejen los símbolos, las que levantan el escenario de una memoria “en la que no se ha vivido”. La memoria como el gran “gesto simbólico” que aparece en estos versos, con el que aferrarse a lo vivo:

“Como aquel que ha esperado durante mucho tiempo
algún gesto simbólico,
el ademán preciso por el que posponer
la urgencia de la muerte,
así me veis ahora: cruzando las alcobas,
dejando atrás los largos corredores del tiempo
en los que no he vivido,
para abrir las ventanas que se orientan al este”.

El constructo que es la memoria de los poemas de Basilio produce un discurso elegíaco a la inversa; no son los vivos los que añoran a los muertos, sino los muertos los que añoran a los vivos:

“Cuando todo es pobreza, cuando hay muertos
que lloran a los vivos, la conciencia
de saberme vencido tan sólo por las cosas
que no son de este mundo.”

Una memoria que no es, entonces, una mirada hacia atrás, sino hacia dentro: dentro del sueño, de la visión: “Desde dentro los desaparecidos iluminan la tierra”, escribe en uno de sus poemas inéditos, y que no sólo proyecta el pasado sobre el presente, sino que imbrica el uno en el otro. Un pasado, por cierto, que no ha existido, sobre un presente que tampoco existe como tal porque, al estar teñido de pasado, es abordado con la mirada de la evocación, y evocar el presente es anularlo. Un mapa temporal, el de Basilio, profundamente eliotiano: con ojos para ver y oídos para escuchar no lo que tal vez fue, e incluso lo que no pudo haber sido.

Marina Tsvietáieva escribió en “Poetas con historia y poetas sin historia”: “El “yo” del poeta es el “yo” de quien sueña más el “yo” de quien crea la palabra. El “yo” poético no es otra cosa que el “yo” del soñador que ha sido despertado por un inspirado discurso y que sólo se realiza en ese discurso”. Lo que sueña Basilio es el desplegable de su extraña, particular, riquísima memoria; Los bosques de la mirada son el relato de esa memoria soñada:

“Vivo de la mirada de los signos,
de los ojos del sueño,
de todo lo sagrado que hay en la memoria.”

El carácter irreal (imaginado) de lo que se contempla y el carácter soñado de lo que se recuerda redundan, al cabo, si uno, como decía más arriba, no se engaña, en una lectura radicalmente nihilista: como detrás del Retablo de las maravillas cervantino está la nada, lo que nos queda entre las manos, el precipitado de ese mundo mítico colectivo de sus primeros libros, o de ese presente-pretérito personal que se va acercando a un yo más directo en sus dos últimas entregas publicadas, no es más que ceniza. Ceniza, humo: dos motivos recurrentes también en sus poemas, y que en ocasiones remiten a la poesía misma. El poeta crea un mundo que se niega a sí mismo y que viene a ser, por un intrincado camino a la inversa (no por destrucción, sino por construcción) una inquietante afirmación de la inconsistencia de lo real: una sabia prestidigitación que nos sitúa frente al vacío. Un tiempo inmaterial, un espacio que es ruina, una casa, en apariencia sólida, pero

“Una casa en lo alto
en la que nadie entra y de la que nadie sale”

La palabra poética sería así como un conjuro para hacer regresar, de un tiempo que no ha existido, lo que ya murió en un tiempo inexistente:

“con esa claridad que sólo alcanzan
los paisajes del alma, la vida no vivida”.

Antes hablé de la silenciosa banda sonora del universo creado por el autor: un universo de una coherencia difícil de encontrar. No quería terminar sin detenerme en la iluminación (su mundo tiene mucho de cinematográfico). No es, desde luego, un paisaje solar: niebla, bruma, luz matizada, crepuscular (en el atardecer o en amanecer) o noche iluminada siempre, sólo, por estrellas. Y más en penumbra la luz de esos paisajes interiores tan específicamente suyos: lámparas (la lámpara mallarmena sobre el blanco de la página en la soledad de la biblioteca, lámparas de aceite, lámparas de alcohol), la llama de una vela, una linterna… luces (simbólicas, sin duda) que, como en los cuadros de De la Tour, hacen más evidente la oscuridad en la que viven los personajes: una luz que favorece la ensoñación de la escritura, el sueño en el que poder soñar esa memoria, el que permite a Basilio Sánchez “cerrar los ojos” para ver el hermoso y sin embargo desolador, o viceversa, paisaje de Los bosques de la mirada:

“Muchas veces he cerrado los ojos
para que nuestros muertos, a través de nosotros
pudieran recordar.”


Eduardo Achótegui: Basilio Sánchez, Los bosques de la mirada. Alcántara, 74 (2011): pp. 55-61

La poesía de Basilio Sánchez, publicada a lo largo de 25 años en editoriales de alcance nacional, ha tenido una consistente acogida por parte de la crítica, que ha reseñado sus libros al paso de su edición. Críticos y poetas españoles prestigiosos, como Ángel Luis Prieto de Paula, Antonio Colinas, Miguel Casado o Antonio Ortega han escrito muy perspicazmente sobre la poesía de Basilio, sin contar, por supuesto, con las páginas que le han dedicado los escritores extremeños más dotados, como Álvaro Valverde, Miguel Ángel Lama, Diego Doncel o Ángel Campos. En esta reseña trataré de estructurar aquello que mejor puede caracterizar la escritura de nuestro autor, matizándolo con algunos comentarios personales surgidos de mi experiencia como lector de esta poesía.

La voz de Basilio Sánchez se muestra muy claramente definida desde su primer libro, y se hace perfectamente reconocible en todos y cada uno de los libros sucesivos: los temas que trata son básicamente los mismos, el tono de su dicción, los símbolos que maneja, la intención que le mueve, el alegato moral que subyace a sus poemas, no cambian, y podríamos, por tanto, estar tentados de decir que Basilio lleva 25 años escribiendo obstinadamente el mismo libro. Pero también podríamos decir que Basilio lleva 25 años escribiendo obstinadamente libros diferentes, pues todos los suyos tienen una fuerte estructura interna, se articulan en torno a unas claves propias y son poderosamente autónomos. Se percibe, además, en el conjunto de su obra, una clara evolución, en lo formal hacia la transparencia, y en el sentido, hacia una mayor sabiduría poética y vital. Si interpretáramos Los bosques de la mirada como la Vita di un uomo  (el título que dio Ungaretti a la compilación de su obra completa) veríamos que esos libros son las etapas sucesivas de la vida de un hombre que ordena sus cosas; un hombre que no pueda dejar de ser el que es, pero es un hombre distinto cada vez: y en este caso, un poeta mejor cada vez, y por tanto, un hombre cada vez mejor.

Podríamos caracterizar la poesía de Basilio Sánchez como una poesía meditativa, de un sereno tono elegíaco –aunque no se trate de un poeta estrictamente elegíaco-  y de honda, muy honda, raíz simbólica. Una poesía de la mirada, o más precisamente, una forma de mirar el mundo. Es una escritura que, alejándose de la poesía de la experiencia, recrea una experiencia poética de rara intensidad, que busca la serenidad y el sosiego ante la incertidumbre de la existencia, en la que la observación precisa y el conocimiento de la naturaleza y de las cosas que le rodean no son más que el trasunto del conocimiento interior del propio poeta y, por tanto, del conocimiento interior de cualquiera de sus lectores, que, en conciencia, somos el mismo. Es una poesía que renuncia implacablemente a todo lo que desborda su intimidad y se rige por la emoción contenida –que emociona más que cuando se desborda-, huyendo de la desmesura y el efectismo. En esa serenidad de su decir, los poemas se alzan como una revelación y nos acercan al conocimiento (y en esto, que es ciertísimo, Basilio colma con creces el precepto de W. Stevens para quien la poesía ha de ser algo más que una concepción de la mente, ha de ser, precisamente, una revelación de la naturaleza, pues las concepciones son artificiales pero las percepciones, esenciales). La poesía de Basilio Sánchez está atravesada además por una honda reflexión sobre la condición humana: "Alguien dijo hace tiempo que la felicidad / sólo puede alcanzarla / un ser en permanente sufrimiento"  (en Para guardar el sueño hay un hermoso poema con este título, La condición humana, que remite a la extraordinaria trilogía cinematográfica de Kobayashi, pues creo que el director japonés y el poeta cacereño pulsan la misma cuerda de la piedad, de la piedad entendida como "el trato adecuado con lo otro y con los otros" en palabras de María Zambrano). Este asedio a la condición humana cristaliza en una visión poética construida a la medida del hombre: para reconocerse en lo que este poeta dice, no hace falta nada, no hace falta tener lecturas ni viajes, ansias de ideal ni demonios existenciales, no hace falta ordenador ni huerto, basta con estar aquí, en esta habitación, en este mundo, ser hombre, ser "humano".

Este volumen con la poesía reunida de Basilio Sánchez comienza con Los bosques interiores (1984-1993) su primer libro canónico, reescrito con posterioridad a la fecha de su publicación -cosa poco frecuente en Basilio- y en el que ya se manifiestan todas las características esenciales de su voz poética, que luego se irán depurando. En el prólogo, José Luis Puerto lo define como "una aventura interior de conocimiento y de belleza para que descubramos la vertiente mítica y ritual de la vida y del mundo, aquélla en la que acaso se halle nuestro sentido más hondo". Le sigue La mirada apacible, (1996), libro fundamental y fundacional, y título que podría ser el emblema heráldico de Basilio Sánchez. Es el libro que reconcentra el núcleo más profundo de su poesía y se editó prologado por Antonio Colinas, quien identifica a Basilio como un poeta de los que "utilizan la palabra poética para metamorfosear la realidad y, al hacerlo, enriquecerla o desentrañarla". Y es que, aunque la poesía de Basilio se cimenta en la atención minuciosísima que se presta a la realidad, no pretende ser una copia al natural, es más bien la transformación de la realidad al pasar por la camera obscura de la mirada del poeta. De su tercer libro, Al final de la tarde (1998), dijo certeramente Miguel Casado que "se trata de una meditación elegíaca sobre la vida y el paso del tiempo; pero más que desarrollarse un proceso meditativo como tal, los poemas construyen la figura de quien vive en ellos, las cosas de su entorno, y la trama de este conjunto funciona como honda manera de pensar". Esto, que es perfectamente aplicable al conjunto general de su obra, me parece una clave fundamental: el carácter meditativo que atribuimos a su poesía no se corresponde con el razonar de un filósofo, es una meditación poética, que se va configurando sobre el hilo poemático con el que teje y desteje los símbolos, las metáforas, y las imágenes del mundo. El cielo de las cosas, del año 2000, es un libro de prosas poéticas atípico en la producción de nuestro autor. Tomás Sánchez Santiago lo afilia "a esa poesía de lo interior, de carácter órfico y clave meditativa, que viene de los ascetas y quietistas del siglo XVI". Este crítico señala cierta influencia hebraica sobre la que se afianza la poesía de Basilio, visible también en varios otros de sus libros, como cimiento de una cultura que encuentra algunas de sus referencias más antiguas y duraderas en el relato bíblico y en la forma versicular de su poesía. Para guardar el sueño, de 2003, es un libro de amor, o un libro en el que el amor, que nos guarda el sueño, sirve de gozne para articular una reflexión sobre la necesidad de refugio de la condición humana. Miguel Ángel Lama lo califica como el más "doméstico" de sus libros, es decir, aquel en el que el símbolo de la casa, recurrente en toda la obra de Basilio desde La mirada apacible, adquiere un mayor protagonismo. Entre una sombra y otra, (2006) se plantea con una estructura de diario o de diálogo meditativo del poeta consigo mismo –o con su otro yo complementario- acerca de la posibilidad de autoconocimiento que la poesía ofrece. Finalmente, en el hermosísimo Las estaciones lentas, de 2008, el más metapoético de sus libros, la escritura de Basilio se adelgaza hasta conseguir una asombrosa naturalidad.

En su conjunto, la poesía de Basilio Sánchez es, efectivamente, una poesía de la mirada, pero también del oído y no solo por la prosodia serenísima y la respiración natural de sus versos, cuyo virtuoso dominio técnico se transparenta hasta hacerse en sus últimos libros invisible, imperceptible, superfluo, sino porque el poeta está atento al ruido del aire, al rumor de las aguas, hasta al más leve murmullo de las hojas o del crujir de una viga, y la tensión entre el sonido y el silencio opera como un elemento poético de primer orden:

“porque nada confiere mayor veracidad a su silencio
que el ruido de sus pasos”

“Mañana estará aquí, y es el deseo
el que ahora me lleva
de manera insistente a abrir las puertas,
a escrutar los sonidos
apenas perceptibles de esta casa...”

En general, se trata de una poesía que, siendo muy meditativa, es muy sensorial, una poesía fundamentada en la atención, que como dijo Valèry, es una facultad lírica. El poeta mira con atención la realidad y aspira a ralentizar la mirada, hacerla inmóvil:

“Una mirada es lenta
cuando todo transcurre sin que nada
pueda ser percibido sino en su indivisible
y a menudo cambiante realidad;
cuando confluyen
lo continuo y la anécdota, lo oculto y lo probable,
su corazón y el nuestro.”

            Y más adelante, exclama:

“Y alcanzar, finalmente, esa mirada inmóvil,
la que nos sobrevive.”

Ya se ha comentado que Basilio se muestra fiel a unos cuantos símbolos recurrentes. Estos son la casa, el árbol, el bosque, la noche, el frío… Voy a comentar algo sobre uno de los más importantes, el ámbito en el que habita la mirada, la Luz. La luz y su correlato natural de sombra. La luz entendida como la luz solar del día, pero también la luz interior de las casas, la luz de las lámparas que bajo su círculo resplandeciente permite la lectura, la contemplación, el resguardo, la compañía. El poeta está atento y percibe con la minuciosidad de un miniaturista la condición de la luz en cada momento, de una luz aturdida, o inmóvil, o desmayada, desportillada, compartida; de una luz solitaria o sobresaltada, de una luz violeta, sucesiva, múltiple… Ve la luz en su quietud, pero también y sobre todo, en su transición, lo que le sirve para subrayar la emoción y la meditación, (que como dijimos antes es un tejerse los elementos del paisaje, los objetos y las múltiples figuras del poeta), y dar el contrapunto a la materia del poema, de modo que la luz se convierte así en un elemento estructural de esta urdimbre. En la obra de Basilio, cada advenimiento de la luz llega como si el mundo naciera en ese momento:

“La luz bajo los árboles, aún tibia
como el pecho de un pájaro en el límite
de su propia existencia”

“Así ha entrado la luz:
con la abundancia exacta, levemente,
como cruzan el aire
las hojas de los árboles durante su descenso.”

“Como sale a la calle
una mujer de ojos soñolientos
que nunca supo nada de la larga
travesía de sus hijos,
va comenzando el día,  
se va acercando un tiempo que incumbe al corazón.”

“Añoro la ceguera que es un punto de luz.”

Los sutiles cambios de la luz provocan en los objetos, en los animales y en las personas de esta trama poética, efectos misteriosos que sólo la atención retiene:

“Palidecen, bajo el arco nocturno,
los labios de los músicos. Es un fulgor extraño
que interrumpe la danza y hace rodar las flores
de los cuencos de vidrio.”

“el cansancio violeta de la tarde
sobre el borde del día y las paredes
vencidas de la casa, complacientes
en la cosmogonía de su sombra.”

La luz artificial nos conforta, nos permite habitar humanamente:

“Al final de la calle,
la última farola traza en medio de un círculo
su representación de la piedad.”

“He encendido las luces de la casa
para alumbrar la noche,
para restablecer el equilibrio entre tu mano y la mía.”

Se podrían multiplicar los ejemplos, pero bastan los citados para subrayar la importancia esencial de la luz, de la mirada que traspasa la luz, en la obra de Basilio; la luz es la casa de la mirada, pero, siendo esto así, el ojo ve menos de lo que dice la lengua, la lengua dice menos de lo que piensa la mente, no basta con ver, luego hay que escribir el poema, y un poema no se construye con miradas, ni con fotones, ni con los elementos del paisaje o los objetos de la estancia, ni siquiera con buenos sentimientos: el poema se hace con palabras. La reflexión sobre el nexo que une al autor con la palabra poética recorre toda la obra de Basilio y en el último y extraordinario libro Las estaciones lentas se convierte en el tema principal. Basilio Sánchez, que es médico, es decir, profesionalmente sin vinculaciones con la literatura (aunque ejerce una profesión en la que la atención y la mirada son también esenciales), es un autor que nunca ha transigido ni lo más mínimo con la exigencia formal de su obra, y es desde el principio un poeta perfectamente consciente de los requerimientos de su oficio -sobre el que reflexiona sabiamente mientras urde la trama de su poesía- al que no se hallará incurriendo en ingenuidades.

Si bien el carácter "apacible" de la poesía de Basilio no admite discusión, no deberíamos confundir esta apacibilidad, serenidad y mesura, con conformidad o convencionalismo, porque entre sus versos habitan el fulgor, el sobresalto, la turbación y el desasosiego. He ido leyendo los libros de Basilio a medida que se publicaban, y desde el primer momento su poesía me ha gustado mucho, pero sobre todo sus primeros libros, digamos los anteriores a El cielo de las cosas, a veces me turbaban de una manera extraña, quizá porque surgen alusiones a un temor esencial que en  medio de estos versos que aspiran a la serenidad hacen un efecto demoledor. De manera contenida, como lo es todo en esta obra, subyacen hondas preguntas de difícil respuesta: sobre todo aparece el temor; los poetas hablan a menudo del dolor, pero cuando al miedo se le llama miedo, el hombre se enfrenta a su más desnuda verdad. La mirada del poeta busca en la contemplación el refugio y la serenidad, busca vencer el miedo, pero el miedo está ahí:

“Somos parte de un pueblo amenazado,
nos acecha la muerte
desde la ceremonia de la fertilidad.”

“con el temor, acaso, del que ha vivido otras
estaciones efímeras.”

“ahora siento temor ante las cosas”

“convocados ahora por la llama transparente del miedo”

“Ahora tengo temor a no encontrarnos,
a no hallar nuestras huellas.”

 Sin embargo, creo que en los libros posteriores eso se atempera como si el hombre que los escribió, aun sin haber encontrado las respuestas, se mostrara más capaz de aceptar la incertidumbre, más seguro en la tierra que amorosamente pisa, más acompañado en la cercanía de las personas que ama, más dispuesto a la aceptación de la vida:

“Ahora que, ante tus ojos,
me voy volviendo viejo y empiezo a emocionarme
sin motivo, casi siempre por nada.”

Aparecen también en la obra de Basilio, versos extraordinarios y extraños, que modulan la filiación clásica de esta poesía. Dijo alguien que la alegría en la poesía es una característica preciosa, pero debería ser una característica de la dicción; bueno, pues en la dicción de este poeta aparecen como piedras preciosas una buena cantidad de versos enigmáticos en su enunciado y en su sentido, versos de filiación onírica o surrealista, tamizados quizá por la influencia de autores como Gamoneda, pero que fulgen como broches de oro, que son una alegría del decir:

"siete veces he cruzado la noche
bajo la luz del día."

"un animal que pace de las adormideras,
el cansancio violeta de la tarde
sobre el borde del día…"

"el ruido
que divide a la noche en sus dos gatos siameses"

"De mi vida conozco algunos setos"

"Llueve en el corazón de las manzanas"

La obra inacabable de Basilio Sánchez, felizmente reunida en este libro, Los bosques de la mirada, nos ofrece la apacibilidad y la maravilla en la trama de su hondo discurrir. Escrito a la escala precisa de nuestra humana condición, valga el fulgor de este poema:

                            PRIMERA LUZ

Ha sido esta mañana,
al doblar una esquina: en medio de la calle,
envuelto en un silencio levemente violeta,
el sentimiento de vivir.

 


Álvaro Valverde: La poesía reunida de Basilio Sánchez, Suroeste, Revista de literaturas ibéricas, nº 2, Badajoz 2012: pp. 187-191

Lo primero que un lector agradece es un libro bonito y bien impreso, de sobria y elegante factura, correctamente maquetado y sin erratas. Es el caso de Los bosques de la mirada. Poesía reunida (1984-2009), de Basilio Sánchez (Cáceres, 1958). Calambur, que va a más, ha puesto en nuestras manos un continente a la altura de su contenido. Casi quinientas páginas de versos que dan cuenta de veinticinco años de ejercicio poético. Una vez leídos --o, mejor, releídos-- uno, que no es crítico, llega a distintas conclusiones.

Aunque coincido con el prologuista, Miguel Ángel Lama, en que esos cinco lustros pueden dividirse, a efectos literarios, en dos partes: doce de un lado, doce de otro y un año en medio, o lo que es lo mismo: el extenso libro Los bosques interiores y todo lo demás, la primera conclusión sería que estamos ante una obra unitaria, ante “el mismo libro”, al decir de Trapiello, que se lee de principio a fin sin que, en lo sustancial, la voz o el tono varíen. Sí, es a partir de La mirada apacible cuando asienta definitivamente su modo de decir, ya propio e intransferible, pero, sobre todo tras la revisión de su segundo libro (el primero de su poesía reunida) en 2002, todo lo aquí agrupado puede entenderse como variaciones en torno a unos pocos temas: las escasas y eternas obsesiones de la poesía: la muerte, el amor, el paso del tiempo, la fugacidad de la vida, la memoria y el olvido… “Estas manos que han sido sedentarias, / hechas a la rutina de un único poema”, ha escrito

¿A qué voz, a qué tono aludo? Al que ha adoptado como suyo buena parte de la mejor poesía contemporánea: el de la conversación, el de la confidencia, el que toma aquel que se dirige al otro --su semejante, su hermano--, mirándole a los ojos o hablándole al oído. Un tono, en este caso, sobrio, sereno, de dicción elegante, contenido, lento, sosegado, natural… apacible. Lleno de palabras, sí, pero también de silencios, esos que marcan los espacios en blanco entre versos tan frecuentes en sus libros, donde el lector respira lo que no se dice pero se intuye o se vislumbra.

Ante una voz así, no puede uno por menos que sorprenderse cuando piensa que, como él mismo ha contado, fue una persona balbuciente.

Como buena parte de la de sus compañeros de generación, en especial los extremeños, esta poesía ha sido, y con razón, incluida en una corriente central de la poesía española del siglo XX y lo que llevamos de XXI. Me refiero a la “poesía meditativa” o “de la meditación”, así denominada por Unamuno (el mismo de “siente el pensamiento, piensa el sentimiento”), que fijó en un ensayo memorable José Ángel Valente. Allí se nombraba a Manrique y al Quevedo metafísico, a místicos como San Juan de la Cruz y sabios como fray Luis de León y, ya más cerca, al mencionado Unamuno y a Cernuda que es quien acaso más y mejor dejó atada esa tradición de tradiciones en los contemporáneo. Digo “tradición de tradiciones” porque esta poesía meditativa, que aúna como digo sentimiento y pensamiento, emoción y reflexión, es deudora de la poesía romántica tanto inglesa como alemana, de poetas tan singulares como Leopardi y de un largo y extenso etcétera que hacen de ella todo lo contrario de la típica escuela donde los poetas han de sujetarse a la tiranía de determinadas normas. Como el resto de poetas extremeños de su edad y época, Basilio Sánchez escapó al canto de sirena de la tendencia dominante, la “de la experiencia”, y, en consecuencia, su poesía, ajena a esa o cualquier otra moda, campea aún a sus anchas, con la frescura necesaria, por el panorama literario patrio.

Tras leer de nuevo los siete libros que componen esta poesía reunida, me encuentro con un puñado de paradojas que me gustaría comentar. Así, sin que esta poesía se pueda calificar de religiosa, la presencia de ese término, en su sentido etimológico (y no sólo), es consustancial a casi todo lo escrito por él. Quiero decir que lo moral y lo espiritual están presentes, si no siempre de forma explícita --y menos aún como creencia concreta u ortodoxa--, sí como sustrato poético. Quizá le convengan mejor otros términos tales como mítico o bíblico, pero lo cierto es que, a partir de las enseñanzas de maestros espirituales como Lanza del Vasto (en especial su libro Umbral de la vida interior), esta poesía respira “fervor”, por decirlo con una palabra rescatada para la poesía por un poeta que, me consta, Basilio Sánchez admira, el polaco Adam Zagajewski. Puede que todo pueda resumirse con otro conocido término, más amplio y preciso, que otro polaco, Czesław Miłosz, reivindicó para la poesía: el humanismo. En todo caso palabras como piedad, consuelo o perseverancia nos vienen sin querer a la boca cuando leemos esta poesía cargada de símbolos cristianos. También aquel verso de Lanza, casi un lema: “Mantente erguido y sonríe”. Acaso por eso esta poesía, esencialmente melancólica (“la costumbre / de darme a la tristeza”), nunca conduzca a la melancolía.

Y ya que seguimos con las paradojas, vayamos a por otra. Siendo de su tiempo --nadie puede escaparse a lo que sucede en la época que le ha tocado vivir--, esta poesía, que nos ayuda a soportar con entereza, ya digo, estos tiempos de desasosiego y tribulación, se me antoja intemporal, intempestiva incluso, como fuera de una cronología determinada, como si lo que sucediera pudiera haber ocurrido en cualquier edad y período, del más tardío al más moderno. Puede que esto enlace con esa apariencia mítica a la que hice antes alusión. Y relacionada con ésta, otra aparente contradicción: leo estos versos y me sitúo a duras penas en un espacio concreto. Es decir, a pesar de que Basilio Sánchez, como sus compañeros de promoción literaria, no ha renunciado a vivir y a nombrar a su Extremadura natal, una vez dejados atrás los viejos complejos, no logro localizar ningún sitio determinado, excepción hecha del libro El cielo de las cosas, que transcurre en Los Pedroches cordobeses, o los poemas del ciclo inédito Cerca de aquí, cacereños por los cuatro costados. Esta virtud de lo ilocalizado e ilocalizable consigue que el lector se mueva con mayor libertad y mezcle sin temor y total imaginación los lugares descritos y lo que esos paisajes del alma anuncian o sugieren. Ya sean, supongamos, de alguna playa del Sur, de la Sierra de Gata o de los aledaños de su casa, en la calle Comarca de Gata. Paisajes, cabe añadir, donde hay un perfecto equilibrio entre campo y ciudad, entre naturaleza (nunca salvaje) y urbe.

No se acaban aquí las paradojas. Dije antes, y lo mantengo, que esta poesía era personal e intransferible por cuanto su voz y su tono eran suyos y sólo suyos. Sin embargo, nada más lejos de lo confesional, de ese intimismo mal entendido del que, por suerte, buena parte de la poesía española se deshizo hace mucho. Quien habla aquí es, aproximadamente, Basilio Sánchez. Su carácter: su máscara, que, como en aquel cuento chino que inventó Ferlosio, viene a coincidir exactamente con su propio rostro. Quiero decir que el protagonista poemático no es un personaje, al modo “experiencial”. Siguiendo, pongo por caso, el ejemplo de uno de sus maestros, Antonio Gamoneda, quien habla aquí es él, sin más desdoblamiento que el imprescindible cuando de poesía se trata. “Alguien”, que es como, a debida distancia, le gusta nombrar a Basilio Sánchez a ese ser al que le sucede lo que pasa en los poemas. Un “alguien” abstracto en el sentido de que es uno y es todos. Es frecuente que se hable en estos poemas de “los hombres” y “las mujeres”, de nadie en concreto. También es común el “nosotros” como persona verbal, un “nosotros” que no pocas veces coincide con un nosotros de dos (“A Maribel, siempre”, reza una dedicatoria tan bella como temeraria). Sí, he aquí otra paradoja: sin ser esta una poesía amorosa al tópico modo, rezuma amor por todas partes.

Esto no significa que lo interior, las “palabras de la privacidad”, como ha escrito el poeta, no estén presentes. Al revés. Lama ha utilizado la feliz metáfora de la casa para referirse a esta poesía. En algunos versos, ha hecho alusión a la pintura holandesa, de interiores luminosos, con esa luz tamizada y melancólica tan característica de los maestros de Flandes. La comparación está muy bien traída. Esta es, sin duda, una poesía habitable que nos lleva hacia dentro del mismo modo que nos traslada hacia fuera. De la memoria, podríamos decir, a la mirada, que son los conceptos inseparables de su manera de comprender el mundo. De las habitaciones a la naturaleza. O, como matiza Lama, del cuarto iluminado por la lámpara, donde suele situarse quien escribe, al jardín, que se ve a través de la ventana. No es baladí la aclaración. Que nadie se llame a engaño: estamos ante una poesía para entendidos. Para lectores, quiero decir. Muy civilizada, como el jardín frente al bosque. Que oculta, con la precisa cortesía, múltiples lecturas. Que se desenvuelve con aparente naturalidad entre un vocabulario de palabras gastadas, que diría Gil de Biedma, pero que no es ni superficial ni simple ni siquiera sencilla. Las frecuentes reflexiones sobre la propia escritura dan buena cuenta de ese afán metapoético que no deja de ahondar en el sorprendente misterio de la creación. “Soy un hombre que escribe”, dice, “alguien” que “mira / por el ojo de la cerradura del poema”. Que mira el mundo desde ahí, podemos aclarar. Alguien que sabe que lo que puede salvarle es precisamente la escritura. Alguien, en fin, que venera a las palabras, que ha elegido pensar a través suyo, que “sin quererlo, se ha ido acostumbrando a las palabras, a la idea de sobrevivir”, por decirlo con otro verso suyo.

Donde, a mi modo de leer, mejor ha expresado su poética es en el poema “Apenas nada” (no por nada dedicado a Miguel Ángel Lama). Allí ha escrito:

“No es la milagrería de los sueños, / sino el recinto humilde de las incertidumbres / y las perplejidades, / de los aturdimientos y el consuelo: / el orden desvalido, amenazado / en su naturaleza por el simple / transcurso de las horas, de un paisaje moral”.

Cuentan que le preguntaron a Lezama Lima: “¿Para quién se escribe?”, y que el poeta habanero, escondido en una sonrisa, tras la columna de humo de su tabaco, respondió que en un himno atribuido a Orfeo se dice: “Sólo hablo para aquellos que están en la obligación de escucharme”. A esa necesidad se ajusta toda la poesía que de verdad aspira a serlo, consciente o inconscientemente. También ésta.

“En todos estos años/ ha habido tantos muertos, / tanta desproporción, tanta memoria / condenada al fracaso”, escribió en su poema “Ruido de fondo”. Sin discutir que estos han sido, como diría otro de sus maestros, Antonio Colinas, “años tan intensos como difíciles”, la memoria que rescatan estos cinco lustros de escritura poética es todo menos un fracaso. Esa el la primera, única y última verdad que la lectura de Los bosques de la mirada me ha deparado: el lugar central que este libro ocupan en la poesía española de su tiempo y, más aún, porque aquí somos muchos menos, en la pequeña pero significativa historia de la poesía extremeña a la que, con sus poemas, ha dignificado y enaltecido. Pocas obras, en fin, más coherentes y significativas en nuestro panorama que la de este médico poeta (o viceversa) que ha hecho de la dignidad su santo y seña. Con la discreción que le es consustancial (“Al final de la vida, la belleza / habrá estado en las cosas que supieron / pasar inadvertidas”), sin estridencias, duda a duda, paso a paso, ha sabido levantar un edificio de sonido y sentido capaz de entusiasmar a cualquier lector ávido de la humilde pero poderosa verdad que encierran las palabras.