Basilio Sánchez


Al final de la tarde


EL LUGAR DE LOS HECHOS

Todo lo que ahora abarca la mirada,
la memoria, los momentos perdidos,
todo aquello
que ignoré de la vida,
que apenas reconozco, bajo su lentitud, en este hueco
que conforman mis manos.

Ese rumor que intuyo cuando escribo esta página,
este presentimiento, esta insistencia
que después me conduce, más allá de mí mismo,
hasta un lugar cercano
al de mi nacimiento, al de mi muerte.

Nada a mi alrededor, sólo la leve
respiración pausada
de un animal que mira con la cabeza vuelta.
Bastará con mis ojos,
con esta mano antigua que aproximo a su boca,
para que se levante y huya.


LA CASA JUNTO AL RÍO

Muy cerca de nosotros,
en una casa blanca construida sin ruidos.

Aquí donde subyace la civilización de la paciencia;
en un lugar cercano, aguas abajo,
en el que el río se ensancha.

Ahora que he adquirido
lentitud suficiente y que no tengo
ni culpa ni desesperación; que he sido absuelto
de mi propia existencia, de mis vínculos
y mis afinidades, de todo lo que engendra
bajo formas felices la vigilia, la percepción del mundo.

Al abrigo de lo insignificante, entre los pájaros
de alas diminutas que se inclinan
hasta rozar el suelo y este árbol
del tamaño de un hombre.

Ahora, cuando todas
las configuraciones de los días
se suceden idénticas por esta propiedad que ante mis ojos
van teniendo las cosas de parecer constantes.

Con la condescendencia de las hojas,
de las bayas silvestres; reducido
bajo una sombra única
a una sombra improbable: el pensamiento
como una rama baja,
como el hueco en la mano que deja una moneda.

Ahora que mi vida
transcurre entre los largos
paseos junto al río y estas páginas
que escribo lentamente para que el tiempo pase.

En la disolución de la memoria y de sus dulces imágenes,
en el derramamiento de una lámpara.

Yo, que he sido instruido
por la luz del principio en la promesa
de la felicidad, que convocado
por la flor de la tarde,
he encendido una llama junto a un hombre de piedra
en una plaza pública.

Ahora que la noche se extiende desde el centro
y no desde sus círculos, que ya hace algunos años
que no soy razonable,
que esperar a la noche es, finalmente,
conocer el equívoco, sumarme al ejercicio
de las desemejanzas.

Cuando apenas mi mano sobrevive
a esta opacidad que no comparte, cuando a solas
me pregunto por qué me viene a veces
este extraño temor,
por qué he de cerciorarme de que nada
pueda aún sorprenderme: distinguir los murmullos,
los sonidos de todos los objetos,
de los libros
con restos de mí mismo que se inclinan
en mitad de la noche.

Y ahora que a menudo la luz me sobresalta,
la quietud del invierno y sus orillas
confusamente azules.

Que de pronto me despierta la lluvia;
que te escribo de nuevo sin saber si estoy vivo.


FORMAS DE LA MEMORIA

Todo el suelo está lleno
de velas encendidas: alguien llora.
Camino entre los árboles
de los libros sagrados, bajo el cielo invisible,
bajo la noche cóncava
de las litografías en las que las mujeres
se cubren la cabeza y una inmensa
multitud de exiliados se abre paso
a través de las aguas.

No he visto nunca el mar.
Sé que el dios de los mansos lo hizo a oscuras,
que lo hizo y deshizo
varias veces seguidas hasta encontrar el modo
de que fuera aceptado sin prejuicios
por las generaciones de los hombres.

Por eso sé que es verde y es azul,
que ha estado siempre
detrás de la mirada
de aquellos que han vivido
durante muchos años en su proximidad y ahora lo invocan
con un gesto entrañable, detrás de mi mirada
como una forma antigua de mi propia memoria.

Camino entre estos árboles mientras los otros duermen,
palabra por palabra, paso a paso,
deteniéndome
en cada nueva página como el que restituye,
en medio de la noche, la mitad de una vida.

Es un proverbio hebreo:
Coge un libro en las manos
y eres un peregrino ante las puertas
de una nueva ciudad.

Hay un árbol de hojas que crece en la canícula
y hay un árbol sin hojas
para los días de lluvia, cuando arden
los muebles de la casa y la memoria
se desplaza en silencio por las habitaciones de los muertos.
Hay un árbol para el desasosiego y otro al lado
de madera aromática
para las ceremonias de la felicidad.

Pero ahora, todo el suelo está lleno
de velas encendidas y recorro la tierra
que no he dejado nunca, este desierto
terrible de langostas donde pastan
los antiguos rebaños y recogen
las gentes del espíritu su alimento nocturno.

Y subo hasta la cima de la ciudad que es santa,
la de las cien palmeras, y allí arrojo
mi figura de barro como símbolo
de que en este lugar aquellos hombres
se iniciaron en la contemplación,
en el conocimiento
profundo de las cosas.

Y tomo entre mis manos unas piedras grabadas
y descifro sus signos,
las palabras escritas
en un dialecto extraño por la propia
reflexión de la luz, y me pregunto
qué hemos hecho después para que un pueblo
se haya puesto a llorar frente a este muro
que ha cubierto la zarza,
la enredadera seca del otoño.


AL FINAL DE LA TARDE

No he escogido el lugar: alguien se acerca
desde fuera del mundo y me conduce
con los ojos cerrados hasta el centro
de un paisaje en el sur donde descubro,
bajo el sol de la tarde,
colinas diminutas
del color de la pérdida y cultivos
que crecen lentamente hasta el mar y se sumergen,
después, bajo sus aguas,
bajo el débil reflejo provocado por sus oscilaciones
y el flujo de las rocas.

Una mujer al fondo recoge con sus manos
la piedad de la tierra
mientras crece en silencio, sobre el lento
corazón de las cosas, la sombra de los árboles.

Donde alcanzan los ojos, en el límite,
el muro de una casa que no ocultan las hojas
tiene un brillo dorado:
aún es de día
en las habitaciones de los hombres.


EL ESPÍRITU DE LA POESÍA

Ésta es sólo una lluvia destinada a los árboles,
un paisaje que crece
sobre el espíritu de los iconos.

Hablo de la memoria, de una mirada íntima,
o de la confluencia de dos formas distintas de materia.

Hablo de esta palabra
que ha de ser concebida tan sólo como el ruido
que divide a la noche en sus dos gatos siameses.


CANCIÓN VOTIVA

Desprovista más tarde de sus antiguos muros,
la ciudad quedó expuesta.

Sólo fuimos conscientes cuando todas
las hojas de los árboles
yacían en el suelo
como una alegoría de la devastación,
como un silencio nuevo o largamente ignorado.

La vida,
la repisa humeante con la última
floración de la vela, las palabras,
los ruidos cotidianos de las habitaciones
abiertas de la casa, todo lo que creímos
que permanecería, los recuerdos
a los que confiamos nuestra supervivencia.

Ahora el aire penetra entre las grietas
y un animal se tiende ante una puerta doblada por el aire.

Y dentro de esta casa, reducidos
ahora hasta su esencia, nuestros propios murmullos,
las confusas imágenes surgidas de las fábulas,
los ecos que denotan un pasado prudente.

Porque el bosque ha llegado hasta tu cuarto,
hasta tu ropa íntima,
y una lámpara tiembla con una luz lejana entre las piedras
de la gran chimenea,
sin esplendor apenas en su último gesto.

Sobre la mesa oscura,
la fruta endurecida y los destellos
de todas las miradas,
todo el uso que hicimos de la felicidad.

Sólo queda la noche.
En un jardín en ruinas sólo queda la noche,
la doble oscuridad que proporciona
la invasión de la zarza.
Sólo el ruido del agua, la música, el sonido
de los árboles huecos, el latido de dios.

Desleído el paisaje, un pájaro invisible
dibuja los contornos: me conducen
el río de las piedras y una luz fragmentada,
su ceniza doméstica.

En el recuerdo, siempre,
la mano que se agita, la metáfora
constante del exilio. Junto al fuego,
yo había llenado entonces los vasos de mis hijos
con un agua heredada y las mujeres
narraban a los jóvenes las antiguas leyendas.

Ahora siento temor ante las cosas:
la medida de nuestra decepción es un murmullo
débilmente continuo,
un gesto inconciliable.

Hay un espacio íntimo para el pronunciamiento,
un lugar para el odio.

No es ésta la tristeza, es una larga
canción agonizante.


LUGAR DE NACIMIENTO

Aquí, mientras el agua
va llegando a nosotros, cubriendo los espacios
a oscuras de la casa, el lecho íntimo
de un río persistente que discurre entre el débil
sonido de estas hojas
y el desvanecimiento de estas mismas palabras.

Aquí, mientras el agua
se derrama en silencio de los vasos
colmados de los muertos;
mientras fluye después sobre los bordes
de las cosas cercanas, sobre sus viejas sombras,
sobre los instrumentos
probables de la vida. Aquí, durante el tránsito
a la fertilidad, cuando decenas
de caballos visibles
se aproximan esquivando los árboles,
dejando en los umbrales de las casas vacías
la brevedad de un nombre.


EL ARTE DE SER

El paso de las horas
hará girar la sombra de la acacia
sobre su mismo centro: éste es el sitio,
este lugar visible desde los corazones de los hombres.

Inmensa, frente a mí, como una imagen
surgida lentamente de una página
oculta en algún texto
que no fue destruido,
la tierra del pasado, de la luz incesante,
de las dulces mujeres del espíritu.

Hay una soledad que se percibe, que se instala
suavemente en el aire y lo equilibra;
hay un silencio antiguo
que se otorga a la vez en cada ángulo,
en cada nueva hoja desprendida al azar, en cada una
de las imperfecciones que los cielos protegen
en sus oscuros límites.

Llegar, desposeernos,
dejar después que el tiempo nos vaya dando forma,
nos declare inocentes.

Así, reconciliadas,
ellas viven aquí: hijas del agua,
de su exacta locura.
Desde su gran silencio me observan, me interrogan,
me sonríen a veces si mis ojos
se cruzan con los suyos en su proximidad;
descubro entonces
que ocultos en sus ropas llevan ramos silvestres,
velos humedecidos y breviarios
que luego depositan
sobre un lecho de hojas en la íntima
soledad de sus celdas.


UN LUGAR TRANSITABLE

He escrito algunas páginas y he bajado a la calle.

Ya ha caído, quizás, la última hoja
y el invierno se extiende lentamente
entre las dos orillas: este año
rodará sobre el césped
y hará crujir los labios de los hombres
que ahora son vulnerables. Hace frío.
Recuerdo, sin embargo, que mis últimos versos
fueron rocas azules
sobre un paisaje íntimo,
miradas encendidas por la luz del verano.

En los alrededores,
unos muros de piedra ponen límite
a un jardín inconcluso.

Ha quedado la sombra, detrás de la ventana,
del hombre que aún no soy, entre las hojas
que hasta ahora no he escrito, en las palabras
que encontraré algún día.

El que he sido hasta hoy cruza de nuevo
sus bosques interiores,
los lugares contiguos en los que la mirada
se vuelve y se apacigua, donde rumor apenas
pone nombre a las cosas
que sólo he presentido.

Los pájaros nocturnos están cerca.
Van llegando de lejos,
con las alas plegadas,
para apagar la llama de todo lo que duerme.

Ya no hay nadie en las calles,
ya no hay nadie que arroje tampoco su moneda.

La belleza del mundo, la oscuridad del mundo.

¿Qué extraño privilegio, qué escritura indeleble
dará forma a este espacio que una puerta
divide y no divide,
quién hallará el camino, su lugar transitable?