Basilio Sánchez


El cielo de las cosas


LAS PALABRAS

El sendero se dirige hacia arriba. Camina muy despacio, desde lejos parece que está quieto. Con la mano extendida, pensativo, va rozando las flores, los arbustos, va acariciando el agua de las cosas que todavía no han muerto, la madera de un puente sobre un río que huye.

Sabe que lo perdido sobrevuela lo oculto, que allí donde se cruzan sus reflejos él aviva una llama, enciende una pala­bra. Una pequeña hoguera suspendida en el aire, una nube de humo que se eleva en silencio, sin testigos, so­bre las otras nubes.

Aún tiene el corazón lleno de hojas, de sus vacilaciones, sus descensos. Él, que ha desentrañado los misterios de una antigua soledad susurrante, de una piedad privada.

Estoy hecho, se repite a menudo, del barro de los días, de lo que al universo le queda de raíz; busco en el espesor de una palabra una sílaba blanca.


EL ENEBRO

En medio del paisaje, un hombre ordena las cosas de su vida: pone un árbol, excava una ladera, hace brotar el agua.

Más tarde, sobre el suelo, distribuye las zarzas, los enebros, empuja algunas rocas hasta el fondo y las convierte en montañas.

Luego enciende una luz, quizás la apaga. Con su única mano escribe unas palabras que sólo él interpreta.


LA ENCRUCIJADA

Una verdad ajena discurre entre las cosas mientras se desvanecen.

El aire se desprende de las ramas más altas, le empuja hacia lo hondo, hacia la encrucijada, hacia un tren que se aleja por la cuenca excavada de ese río que los hombres han convertido en límite; hacia el árbol que busca y que no en­cuentra: el olivo secreto que heredará la tierra.

A lo lejos, detrás de las montañas, alguien que no co­noce hace un último gesto; luego se precipita, deja un rastro de sangre entre la hierba cada vez más oscuro, un último si­lencio, apenas un temblor.

Por todas las laderas va bajando la noche, por todas las pendientes de la tierra.


EL ÁNGEL

El sopor de la tarde atravesado por las aves de río. La tarde del saúco, de la flor concebible, la larga tarde roja del aliso. El murmullo del agua en las raíces, el manantial oculto. Las luces encendidas de todas las ciudades suavizadas por la memoria. Una casa en lo alto en la que nadie en­tra y de la que nadie sale, una puerta que gira alrededor de su secreto. El aliento que preserva la llama sobre la penuria de la ceniza, el vaso en la ventana en el que crece muy des­pacio la luna. La mano que ahora escribe sobre el mismo crepúsculo, la mano ensimismada, sorprendida en su in­mortalidad, lenta en las extensiones del misterio. Dos pájaros inmóviles, inmensos en la usura del cielo. Dos luces di­minutas, temblorosas aún, y el horizonte que de pronto se arquea para que pase un ángel.

Ahora que oscurece, que asume su ceguera como una inevitable fundación de la noche.


LOS ENSERES

Un niño lee en un templo, una niña recoge en una caja la ceniza de un mirlo, la luna escribe fuera en el Libro de los Salmos. 

Mientras vamos dejando que el aceite de los ojos de Dios gotee en la oscuridad, sube las escaleras, va cruzando las salas.

A veces se detiene a la entrada de las habitaciones, en su humildad doméstica, una humildad que quiere preservar y que le impide acer­carse. Con los ojos descifra las huellas de la noche en los enseres del sueño, en las habitaciones cerradas a la luz.

El edificio en ruinas, la maleza, las antiguas paredes levantadas contra las incursiones del dolor, la argamasa del miedo; unas habitaciones clausuradas, una puerta entreabierta. Al final de los ojos, la mirada es un molino de agua.