Basilio Sánchez


El cuenco de la mano


MAÑANA DE DOMINGO

La luz de la mañana tira de los árboles hacia arriba sin desarraigarlos. También eleva aún más las nubes que se desplazan sobre él hacia el oeste, de manera que no hay posibilidad alguna de que árboles y nubes alcancen a tocarse, como creía hace un momento.

Todo está demasiado alto para alguien que, con apenas siete años, y como ha hecho otras veces los domingos al mediodía hasta la hora de comer, ha salido a dar un paseo con su padre convencido de que sólo de puntillas podría llegarle al codo.

Ya no le da la mano. Tampoco es tan pequeño.

La mano de su padre se balancea con los movimientos de su cuerpo a una distancia de la suya que a los ojos de los extraños la hace independiente, soberana, pero que a él lo reconforta y le da seguridad. Su palma tiene el brillo ligero de los recipientes desgastados, acostumbrados a llenarse y vaciarse sin interrupción durante años; también posee la dureza engañosa de la madera y la flexibilidad de las pieles envejecidas que almacena en la trastienda de la zapatería en la que trabaja. Su mano, aún líquida, conserva la tibieza de la suya, y con todo su cortejo de avecillas medrosas podría ser capaz de derramarse en ella por entero, imperceptiblemente.

Las manos de su madre, sin embargo, no tienen más remedio que ser blandas, porque la música siempre ha formado parte de su respiración y a ella le gusta acunar un poco las notas de las canciones que salen de su garganta antes de dejarlas en el aire para que él las recoja. Todavía no le ha dicho que quiere esa música para sus poemas. Cuando los escriba.

Han ido dejando atrás los últimos edificios y llevan recorrido algo más de un kilómetro de la carretera que sale hacia Plasencia, pero con esos pasos cortos de sus desconcertadas geografías infantiles, la distancia le parece ya el doble. Así y todo se siente satisfecho, contento, porque se descubre a sí mismo con la resistencia de los adultos, con su misma entereza, su propia obstinación.

Secándose al sol en la terraza de casa, su padre ha dejado un gran lienzo que está pintando al óleo. Se trata de un paisaje luminoso de encinas y sembrados como los que están viendo en este momento a uno y otro lado de la carretera. La verdad es que él sólo distingue un cercado de piedras desmoronándose bajo un cielo dorado y un puñado de troncos oscuros, casi negros, en medio de dos pequeñas lomas atravesadas por una serie de franjas de tonalidades diferentes: amarillos y ocres matizados que ha visto transformarse, recorrer una a una todas las posibilidades del color, a lo largo de las últimas semanas.

Alguna vez le ha oído decir que no quiere ser un pintor figurativo, que la mirada del artista no está en sus ojos.

Por la noche, con mucho cuidado, coge el lienzo y lo lleva hasta su dormitorio, donde lo deja apoyado en el respaldo de una silla colocada a los pies de la cama, frente a él. Quiere que todo eso que está pintando sea lo último que deje de ver antes de dormirse y lo primero que reconozca cuando se despierte por la mañana. A veces, un momento antes de irse a trabajar, corrige con minuciosidad una pincelada defectuosa como el que sustituye un adjetivo o una coma en un verso reticente.

Más adelante llegará a saber que los primeros dibujos al óleo que vio John Berger en su vida fueron también los de su padre. Quizás por eso se escapó del colegio a los dieciséis años para estudiar Bellas Artes, aunque luego dejara la pintura por la escritura, que es otra forma de pintar, otra manera de hacer presente lo visible. Le hubiera gustado que él interpretara ahora el cuadro de los sembrados de su padre, que lo desentrañara, que le diera las claves con que ordena las nubes, las paredes de piedra, las franjas de color.

Cuando llegan a los antiguos jardines de El Vivero, se humedecen las manos y la cara en el estanque de agua verde y se sientan en un banco de madera a la sombra de un eucalipto gigante. Le dice entonces que le duele un poco la pierna, la derecha. Siempre la misma pierna, siempre la débil queja susurrada cuando ya ha andado mucho y quiere hacerle admitir que está cansado, que deberían volverse a casa. No sabe si será cansancio o no, pero a su mano le dan ganas de acercarse a la suya sorteando alguno de los diques que su creciente orgullo está aprendiendo a levantar con más rapidez de la prevista.

Tendrán que transcurrir casi cuarenta años para que, ya a solas, con la única compañía de un lápiz y una guía de viajes, se atreva a aventurarse por una de las geografías más hermosas del norte de su provincia: la comarca de Gata. Desde lo alto del monte Jálama, la montaña sagrada de los pueblos primitivos de la meseta, hasta las estribaciones de la sierra de Los Ángeles, muy cerca de Las Hurdes, caminará llevando en el hueco de su mano una pequeña figura de piedra negra prerromana que alguien encontró por casualidad y que quiere preservar restituyéndola a su lugar originario.

Ocultándosela a todos, volviéndola invisible incluso para él, quizá consiga recuperar algo de su enigma, algo de su indudable pertenencia al entramado secreto de los sueños. Porque lo protegido por las sombras, lo que intuye que es inaccesible o que pudiera convocarle al misterio, es lo que deseará que germine en su escritura en la misma medida en que lo hagan la claridad y la transparencia.

Entonces se acordará del dolor de la pierna y de las veces, hace ya muchos años, en que conseguía asomarse a escondidas a la boca del pozo de la casa de su abuela, la madre de su padre, en la calle Pintores. Un antiguo pozo interior con brocal de mampostería que posiblemente fuera utilizado para abastecer de agua a los primeros propietarios del edificio. Protegido en cualquier circunstancia por una pesada tapa de madera, a los niños les estaba vedado categóricamente. Niños a los que, concediéndoles el privilegio de una información transmitida de generación en generación, se les aseguraba confidencialmente que contenía un fabuloso tesoro, una olla de barro con monedas de oro que aguardaba, con todos sus reflejos, a quien, habiendo ya crecido lo bastante, poseyera el arrojo y la resolución suficientes para bajar a recogerla sumergiéndose en una oscuridad incomprensible, una noche remota.


El alma tiene la pureza del primer pozo, escribe el poeta egipcio Edmon Jabès desde algún lugar próximo al desierto. Pero será más adelante cuando pueda entender el verdadero sentido de estas palabras.

Le dice a su padre que el tío Casimiro tiene otro tesoro, un gran elefante blanco que esconde en el patio de su casa y que, con su larga trompa, bebe de su mano como lo hacen los gorriones en el Paseo de Cánovas de la mano de los ancianos que se sientan solitarios bajo las hojas de los magnolios.

Su padre le responde que mañana irán a verlo, y que le llevarán comida.

Ninguno de los dos sabe en este momento que, en un viejo relato de la tradición budista, otro elefante blanco muy parecido a ése, pero que no vive en un patio de luces, sino en un valle excavado entre dos montañas, es capaz de arrojarse al vacío para servir de alimento con su cuerpo a un grupo de caminantes extraviados, desfallecidos por el hambre y la sed. Mañana le llevarán bastante comida al elefante blanco de la familia para que pueda comer también el elefante bueno de las montañas.

Sin pedírselo, su padre se ha sacado un pañuelo del bolsillo y se lo ofrece para que se seque el sudor que ha empezado a correrle por la cara. Se da cuenta de que sobre la claridad inmaculada del tejido se destacan, bordadas en azul, sus iniciales. Las mismas que las suyas.

Tendrá que llegar también el día en que, de nuevo a solas, y ya habiéndose iniciado casi sin pretenderlo en los atolladeros de la escritura, se descubra recorriendo las calles empedradas de alguno de esos pueblos del sur en el que las mujeres, acompasándose al ritmo cíclico de las cosechas, en los primeros días de la primavera juegan con la luz como a veces lo hacen los poetas con las palabras. Recintos familiares cerrados que de pronto se abren para él con el blanco sutil de sus altares y la llama doméstica de sus hornacinas resplandecientes; que humildes, recelosos, le ocultarán, no obstante, el luto de las manos y el insomnio de las noches de invierno afanadas en el laboreo sigiloso con los tejidos. Quizás se diga entonces que los poemas debieran escribirse de la misma manera.

Que se abra al mediodía el ojo de las nubes para que entre un poco de luz, una llama alta, es lo que le pide el poeta Zagajewski en la ciudad de Lviv a un Dios desconocido. Y también unos labios pacientes y un poco de orgullo antes de que se acabe nuestro siglo. Veo ahora cómo la mano de su padre se adelanta para cortar una rama baja de morera con hojas tiernas para los gusanos, y me doy cuenta de que a él sólo le hace falta la luz.

Con su padre habla con naturalidad, sin temores. Mañana, a primera hora, entrará en el colegio cuando oiga la campana del patio y no notará aún la diferencia, pero dentro de unos años, cuando tenga que leer en la clase de lengua y literatura algún texto en voz alta, todo será distinto. Desconcertado y tembloroso, tendrá que repetir ese párrafo dos y tres veces porque en ninguna de ellas se habrá entendido nada de lo que ha dicho. Uno se acostumbra a las risas de los compañeros, pero cuánto echará de menos la compañía consoladora de Erri de Luca, al que, con su edad, tampoco se le entendía cuando hablaba por la rapidez con que pretendía hacerlo. Este escritor napolitano, un antiguo obrero de la construcción que únicamente lee libros usados porque sus hojas no son arrogantes y se dejan volver sin oponer resistencia, quizás podría contarle esa leyenda remota en la que se habla de un ángel que con su mano toca la boca de los niños en el instante de su nacimiento; ese mismo ángel que, por un descuido desafortunado, a ellos dos les debió de golpear sin sutileza, sin miramiento alguno.

Hablar es recorrer un hilo; escribir, en cambio, es poseerlo, devanarlo, es lo que llegará a confesarle en alguno de sus libros cuando lleve ya unos años obstinado en su discreto ovillo de palabras.

Se queja una vez más de la molestia de la pierna y, dándose la vuelta, inician el regreso a casa. Definitivamente llegará a convencerse de que no tiene facilidad para las letras y de que, en su momento, terminará inclinándose por algo relacionado con la biología o la medicina. Su padre todavía no lo sabe, pero una tarde le llamará al botiquín de la base aérea de Talavera la Real, en la que estará destinado como soldado médico de reemplazo, y no se atreverá a decirle que está leyendo a Rilke, a Aleixandre y a Claudio Rodríguez porque está intentando conjurar la tristeza de su alejamiento involuntario y porque ya ha empezado a intuir que la poesía es todo aquello que no puede llegar a tener en la vida.

Tampoco le mencionará que la noche anterior escribió un largo poema en el que un hombre recorre, solitario y nocturno, las calles de las afueras de su ciudad de la misma manera que lo está haciendo ahora, en una mañana soleada, junto a él.

Ya en las proximidades del Paseo de las Acacias, con las mejillas enrojecidas por el cansancio y el calor sofocante, le comenta que el día anterior vio en la sesión de tarde del cine Coliseum una película de aventuras formidable. Le pregunta que cómo saben los elefantes cuándo tienen que morir; que quién les dice a ellos adónde tienen que dirigirse para dejarse caer finalmente, y para siempre, fuera de la vista de todos; que si los elefantes blancos comparten el mismo cementerio de osamentas con los elefantes negros.

Él no le dice nada y siguen caminando.

Cuando llegan a la altura del edificio del Gran Teatro, a unos metros apenas del comienzo de la calle Parras, en donde viven, su padre le ofrece su mano sin mirarle. Él, entonces, haciéndose también el distraído y pensando para sí que ya habrá tiempo más adelante para continuar con el aprendizaje escrupuloso de su orgullo, se la coge.

Los cuencos de sus manos configuran, a la sombra de los edificios familiares del último tramo de su paseo, una esfera imperfecta. Como el mundo.


LOS PATIOS

Los patios. El lugar de las voces, de los sonidos.

El tintineo cercano de una campana lleva al aire los primeros murmullos, el crujido ligero de los bollos acariciados por las manos, liberados apresuradamente de su envoltura humilde de papel de periódico.

Los pasos, al principio indecisos, vacilantes, como lastrados todavía por la arena reciente del latín o la aritmética, se van multiplicando y encendiendo hasta alcanzar de pronto, sin que nos demos cuenta, la sonoridad rotunda de las tormentas y de los vientos desatados. Pasos que se entrelazan con los botes de los balones en el suelo, con los chasquidos de los largueros y las maderas carcomidas de las ventanas, con el vibrar de un aro que se prolonga en un eco solemne bajo la bóveda metálica del pabellón. Pasos ya confundidos con los ecos más altos de las campanas de las iglesias en la ciudad antigua, que se diluyen finalmente en el crotorar largo de las cigüeñas que lo vigilan todo.

Y mucho más abajo, el zumbido de las peonzas y el crepitar de barro de los bolindres, los latidos de goma de los fajos de cromos desvaídos de animales y plantas, o el martilleo leve, sobre las escaleras, de la taba prehistórica.

Y el agua, luego el ruido del agua. El agua casi prohibida de las cisternas y el agua voluntariosa que se derrama sobre los rostros enrojecidos, sobre los cuellos sin botones y los calzones cortos, sobre los zapatos que tendrían que durar toda la vida, como estos mismos patios que creíamos eternos.

Y por encima de todos los sonidos y todos los murmullos, el coro alegre, sin duda, de las voces: las voces exultantes y las voces pausadas; las voces excesivas de los furibundos y las apenas susurradas de los conjurados; las voces imprecatorias de los fuertes y las lamentables de los débiles; las voces desbordantes de los que triunfan en los juegos y las risas ahogadas, medio en ruinas, de los que no lo logran; las voces llegadas de los pueblos y las de las ciudades; las de los listos que mercadean con sus cosas y las de los torpes que las compran; las voces que planifican el pecado para el fin de semana y aquellas que desgranan la oración expiatoria; las voces poderosas de la opulencia y las famélicas de la necesidad; las voces de los adeptos que lo poseen todo y las de los perseguidos que heredarán el Reino de los Cielos.

Palabras inaugurales y palabras pronunciadas por penúltima vez; palabras familiares y palabras de desarraigo; palabras que se unen a las otras o palabras perdidas, solitarias, colgadas como pájaros en un clavo oxidado de la pared del fondo.

Voces intransigentes con las demoliciones que siguen con nosotros, que continúan en el aire después de que una última campanada las haya conducido hasta dentro y las haya sentado, bajo un cielo imposible, en antiguos pupitres de madera para hacerlas callar; consumirse definitivamente en beneficio de los godos y de unas nubes altas que, al parecer, se llaman nimbos, o estratos. O algo así.


EL NACIMIENTO DE LA ESCRITURA

Apoyada en los árboles, la tarde se desplaza dificultosamente hacia un crepúsculo definitivo. Detrás de la ventana, con veinticuatro años, ha empezado a conocer el trasiego de los libros en las estanterías desvencijadas del cuarto donde estudia, en el extremo septentrional de su memoria.

Con la mirada fija en el cuenco de su mano, obligado al silencio hasta el amanecer, escoge las palabras asumiendo sus posibilidades infinitas, la quimera de su ductilidad.

Ya ha intuido que tiene que esperar, que ha de aguardar inmóvil a que se abra un claro en el cielo de nubes de la página para que el poema se vislumbre.

También ha comenzado a percibir que la primera palabra de la primera línea de un poema, como el grito de los recién nacidos, como el plato de nieve en la alacena de las germinaciones, sólo puede ser blanca.

Pero con veinticuatro años no conoce todavía el orden secreto de las palabras. Con veinticuatro años, todas las tentativas le parecen hallazgos.


EL EQUILIBRISTA

A esta hora, los perfiles del día pierden su nitidez, se decoloran como si un agua negra se vertiera de pronto sobre la superficie de un dibujo reciente con fachadas de piedra y solitarias plazuelas medievales.

Es verdad que hace frío en estas calles de la ciudad antigua, pero menos del que podría esperarse en un atardecer algo nublado de mediados de enero de 1983.

Todavía le dura la sorpresa. Y es que no es para menos, porque a pesar de los pocos meses que lleva escribiendo, hace un par de semanas lo llamaron para invitarle a realizar una lectura pública de sus poemas dentro de las actividades del aula literaria organizada por la Institución Cultural “El Brocense” para escritores jóvenes, poetas nacidos en la región que no han tenido aún la oportunidad de publicar su primer libro.

Quizás por lo infrecuente de la convocatoria, o por la abundancia de familiares y amigos que desean acompañar en este trance a los poetas que se estrenan, a la hora prevista el auditorio está rebosante de invitados que aguardan impacientes el comienzo del acto.

Convencido de que se adentra en un territorio que no es el suyo, plenamente consciente de su penuria literaria y de la carencia de recursos intelectuales que le permitan defender con destreza sus planteamientos poéticos, atraviesa el pasillo central de la sala atenazado y sin levantar los ojos, pero adoptando una serenidad impostada y una entereza engañosa que lo revisten de heroísmo. Se diría que su lentitud es fruto de su sabiduría; que la torpeza de sus movimientos, una consecuencia de su abandono a la introspección y a la lectura meticulosa y atenta de los libros del espíritu. A uno le parece estar asistiendo a una conferencia del mismo E. A. Westphalen, según la ajustada semblanza que de él hiciera el crítico J. Rodríguez Padrón: El poeta adelanta su delgadez de eremita curtido en el ayuno y el esfuerzo, ajeno a cuantos lo rodean; casi no se mueve al andar, discurre hacia dentro. En su vertical transparencia, avanza concentrado en un punto invisible que está afuera, pero que es también interior. Otros hablan; él mira perdido, parece mirar perdido en su soledad inmutable. En ella habita desde siempre.

En la mano lleva los folios con los poemas que ha elegido para la lectura y que ha pasado a máquina, con pulcritud, unos días antes. Al llegar al escenario, salva con precaución el escalón del entarimado y se sienta a la mesa preparada para los participantes: el director del Aula, un poeta reconocido en un certamen literario de proyección internacional, y otros dos escritores de indiscutible bisoñez que también van a leer sus creaciones esta noche.

Como no confía en su capacidad de improvisación, trae aprendida de memoria una breve nota que ha redactado con la finalidad de introducir sus poemas, de situarlos en un contexto de lecturas afines y motivaciones personales que faciliten su comprensión y que, de paso, lo justifiquen como poeta. Ha insistido mucho, durante las interminables repeticiones en voz alta que ha hecho de ese texto en las últimas semanas, en la serenidad de su exposición, en la necesidad de verbalizar cuidadosamente cada una de las palabras, separándolas unas de otras para hacerlas inteligibles; en lo insoslayable de dotarlas de matices y musicalidad, así como de conseguir un tono que, sin ser ni excesivo ni menesteroso, le permita expresar las escasas convicciones poéticas que ha podido acumular hasta ahora, con la suficiente contundencia y la necesaria verosimilitud.

Va a ser el último de los tres en participar, así que mientras espera a que le llegue el momento, continúa repasando mentalmente el texto con que abrirá su lectura. Sabe que no está en la clase de lengua del colegio y que esta vez no será necesario repetirlo, porque ya ha aprendido a controlar la velocidad de su lenguaje, a dosificar la salivación para que las sílabas de su pensamiento se remansen un instante en su boca antes de pronunciarse.

Cuando llega su turno, el presentador lo despacha con un ramillete de elogios indulgentes y algunos comentarios bienintencionados sobre los pocos poemas del autor que ha podido leer. A continuación, restablecido el silencio, se ajusta el micrófono a la altura adecuada y, dirigiéndose a un público que no logra discernir por el deslumbramiento de los focos, le da las buenas noches y le agradece su presencia en el acto.

Luego ese silencio se prolonga.

No consigue continuar porque la primera palabra del discurso que traía memorizado se ha perdido en alguna de las circunvalaciones de su cerebro, en cualquiera de las vías muertas a las que se dirigen los pensamientos desechados, las imágenes que han quedado excluidas. Su voz no existe, y él, aunque parece seguir allí, tampoco existe.

Es la amarga constatación de que el silencio se afianza y adensa; pero también de que esa palabra vive, que está escrita y de que, en este momento, se estremece solitaria en algún lugar próximo al vacío al que no puede acceder. Allí donde el azul se vuelve negro: la palabra de las profundidades, la palabra nocturna de los pozos con brocales de albañilería a los que continúa asomándose en sus sueños inquietos. Ahora mismo, cambiaría todas las monedas de oro que yacen sumergidas en su interior por el brillo sofocado de una única palabra que necesita.

Pero el vacío se ahonda, y el agua sobre la que se inclina apenas consigue devolverle, desleída, la tensión dolorosa de su rostro, súbitamente envejecido. Un rostro con la rigidez de las facciones de los exiliados, con la mirada perdida en otra parte de los extranjeros.

Su voz no existe. Él tampoco existe. ¿Y el Dios misericordioso que, en las orillas del lago de Galilea, hace oír a los sordos y hablar a los mudos de corazón con el simple movimiento de su mano? ¿Por dónde anda esta tarde la paloma de Pentecostés, que desata las lenguas amedrentadas de los pescadores en las habitaciones de las grutas? ¿A qué mar inconmensurable arrojaron la piedra de la boca de Demóstenes, el marro milagroso de la elocuencia?

La palabra extraviada, y esa angustia creciente de un mutismo demasiado dilatado que comienza a resolverse en murmullos, carraspeos, sonidos de butacas, expresiones furtivas. Al fondo, sus antiguos compañeros de clase le hacen muecas amparándose en que, desde hace un rato, el padre Camilo sólo tiene ojos para él, que le mira los labios vacilantes con la mezcla de conmiseración y desagrado con que contemplaría la chepa de un tullido.

Hablar es recorrer un hilo; escribir, en cambio, es poseerlo, devanarlo.

Ahora es un sudor invisible el que le corre por debajo de la piel y que no puede enjugar ningún pañuelo, el agua remansada de ningún estanque. Piensa que lo mejor sería desandar el pasillo por el que ha llegado hasta allí y salir otra vez a la calle. Bajar de dos en dos las escaleras de la Plaza de San Jorge y perderse, junto con la palabra que no ha sabido decir, por alguna de las calles empedradas que ha recorrido tantas veces y que el aire del invierno mantiene limpias y vacías. Desvanecerse, como ese viejo poeta peruano que caminaba concentrado como él, en la misma soledad inmutable en la que ha vivido siempre.

En el último instante, cuando incapaz de mantener por más tiempo la respiración está ya a punto de levantarse e irse, algo viene en su ayuda en la forma de una ingenua confidencia espontánea. Intuitivamente, con el único tono apagado e inexpresivo que consigue reunir, comienza a musitar una disculpa afectando una seguridad que sabe que no tiene:

Perdónenme ustedes, pero es la primera vez que hablo en público y estoy un poco nervioso.

Es entonces el momento en que, abandonando las incertidumbres de la memoria y refugiándose en la complicidad consoladora de la escritura, sin saber de dónde le vienen las fuerzas, empieza a leer los primeros versos de uno de los poemas que traía preparados:

Nadador de lo hondo
desde la piel regreso,
temprano, lentamente.

Continúa leyendo, y se va dando cuenta de que lo hace cada vez con mayor tranquilidad; sintiéndose dueño no sólo de sus textos, sino también de su voz, que adquiere en cada una de las estrofas la tonalidad y el volumen que precisa para transmitir sus poemas de manera fidedigna, con ese timbre íntimo y personal con el que fueron concebidos. Ahora, de repente, mientras pasa las páginas, comienza a tener la sensación de desplazarse con soltura por el interior de una alberca de aguas familiares poco profundas. Y sonríe para sí al darse cuenta de la paradoja del primer verso que acaba de leer, y que lo ha sacado del apuro.

Pero está equivocado. Él no es el bañista inexperto que acaba de recibir, no sabe de dónde, sus primeros auxilios. En realidad es un funámbulo, alguien que continúa caminando en difícil equilibrio sobre un hilo invisible colocado a varios palmos del suelo. Igual que antes, cuando era niño y sólo alcanzaba a expresarse con dificultad. Pero ahora con una diferencia, y es que está logrando que esos poemas que escribe, vayan transmutándose en sus manos durante el proceso solitario de la creación; consigan extenderse poco a poco entre sus dedos, a derecha e izquierda, hasta alcanzar la longitud y flexibilidad que necesitan para configurar esa barra que ahora le sirve de contrapeso, le estabiliza cada uno de los pasos y le da confianza.

Oyéndolo leer esta noche, uno no deja de pensar en que el organizador del acto quizás debiera haberlo presentado de otra manera. Quizás con menos ganga literaria y algo más de espectáculo.

A unos veinticinco metros del suelo, el equilibrista se desplazará sobre la maroma desde una azotea hasta la torre del Palacio de los Golfines, justo al lado de un alto campanario. Debe intentar repartir el peso apoyando exclusivamente una pequeña parte del pie; un pie delante del otro en línea recta. Momentos de máxima incertidumbre y de gran nerviosismo. La organización, durante el ejercicio, y debido a su peligrosidad, ruega encarecidamente a los espectadores que no disparen fotos con flash.


DIECIOCHO DE JUNIO

Siempre necesitaba que le insistiesen un poco.

Sucedía cada vez que nos reuníamos la familia al completo para festejar un cumpleaños o para compartir una comida o una cena en cualquiera de las celebraciones de los días de Navidad. Acabados los postres, y cuando los mayores empezaban a manifestar esa alegría excesiva y desordenada que los volvía tan semejantes a nosotros, alguien le proponía de pronto que nos cantase algo.

Era en ese momento cuando comenzaba a desplegar de forma invariable su repertorio de justificaciones, su colección de negativas, su muestrario completo de ademanes. Simulaba protegerse la cara con las manos para ocultar una timidez que yo sabía que era auténtica, y nos repetía a todos, una y otra vez, que había perdido casi sin darse cuenta, pero definitivamente, la voz bien modulada de su juventud, que ya no estaba para canciones.

Al final, sin embargo, convencida de la inutilidad de resistirse, acababa transigiendo con otro gesto suyo de resignada aprobación, de inocente abandono.

Se hacía entonces el silencio a su alrededor y, entornando los ojos para que el sentimiento discurriese con fluidez, se iba hundiendo en la música que brotaba de sus labios como cuando alguien, desde la orilla, va adentrándose poco a poco en el mar y nos parece que se sale del mundo.

Los niños la mirábamos embelesados, con orgullo, pero al mismo tiempo con un punto de vergüenza, porque estábamos en esa edad en la que todo lo que hacían nuestros padres ante los demás parecía que nos desprestigiaba, nos restaba madurez, y a nosotros nos hubiera gustado transparentarnos y permanecer invisibles.

Aquella vez, en cambio, nadie tuvo que pedírselo. Nadie tuvo que insistirle para que cantase y para que lo hiciese, además, como no lo había hecho jamás hasta ese instante.

Estábamos los dos solos en una habitación de la que apenas recuerdo algunos detalles: la delicadeza de una luz que se encendía y apagaba sin motivo aparente, unos pasos amortiguados al otro lado de la puerta, el aire apacible de la ventana agitando con suavidad unos visillos a la altura de nuestras cabezas.

Cantaba con una voz muy baja, casi susurrada, como si quisiera retenerla en aquel espacio reducido que compartíamos, pero aun así ofrecía todos los matices e inflexiones de la que era capaz, todo el virtuosismo que su garganta privilegiada le había permitido conseguir. Yo la oía, desde mi cercanía complaciente, con una percepción exacerbada que no he vuelto a tener nunca, como si me amparase la conciencia de estar asistiendo al milagro fecundo de una melodía creada por los sentidos para los sentidos que se abrirían en mí. Una armonía privada que en aquel mismo momento, y sin que nada pudiera hacerlo sospechar, se estaba convirtiendo en una parte constitutiva de mi ser, en el hilo que hilvanaría en el futuro las diminutas cuentas de mi lenguaje, mi manera de relacionarme con las cosas.

Dejó de cantar sólo cuando estuvo convencida de que me había quedado dormido profundamente.

Era el atardecer de un día caluroso de junio de 1958. Todavía estábamos los dos en la Clínica de San José y, con apenas unas horas de vida, yo era su primer hijo.