Basilio Sánchez


Entre una sombra y otra


PASEO NOCTURNO

Al final de la calle,
la última farola traza en medio de un círculo
su representación de la piedad.

La noche, sin mirarnos,
ha ido deshojando las ramas de los árboles,
ha hecho caer las flores sobre un musgo invisible.
Más allá de los árboles, al fondo,
toda la oscuridad es una puerta
que se cierra hacia dentro, una verdad sin ruido.

En medio de la calle nos movemos
al compás de las sombras.

Va quedando a lo lejos la ciudad, también sus luces,
un paisaje cubierto de estrellas accesibles,
un firmamento acaso a la medida del hombre.

Nos duele sólo aquello
que dejamos atrás, toda la vida
que ha seguido viviendo a espaldas nuestras.
Es un dolor tranquilo, nos decimos,
una melancolía silenciosa,
una de esas tristezas que se pueden llevar en una mano.

Y el corazón lo sabe: la tristeza
pesa más que la muerte, no se oculta,
forma parte del agua de los ojos,
del agua de los labios,
de las mismas palabras, está en su lentitud, en este roce
suave de la hierba con la última sílaba.

Hemos andado mucho,
hemos ido pasando poco a poco por todas las edades
y a oscuras casi siempre, con nuestra media luz.

Cuando amanezca, dentro de unas horas,
sabremos si la vida decidió perdonarnos.


EN UN MISMO LUGAR

El rumor de los pasos
en la casa vacía, ese murmullo
de pared a pared que sobrevive al tiempo,
que es casi metafísico,
una oración constante.

Esta ciudad que mide lo que mide una calle,
este espacio infinito entre dos puertas,
el círculo de luz bajo la llama
que encendí hace un momento.

La habitación a solas,
las cuartillas, la lámpara,
todos los utensilios de los miniaturistas,
esta vida que grabo poco a poco en el fondo
paciente de una taza.

La luz que dilataba las pupilas,
la que encendía el fuego
de las habitaciones y temblaba
sobre la superficie de los muebles,
la que vivía en el sueño y en los cantos nocturnos.
O la sed refractaria: el hombre solo
en medio de un paisaje despojado de imágenes.

También el agua dulce
y el ruido de las hojas sacudidas por el silencio,
la humedad sin dolor que en las paredes
va dejando la lluvia.

Estas manos que han sido sedentarias,
hechas a la rutina de un único poema.

Dentro de algunos años
viviré en las vitrinas, viviré en el esmalte
saltado de las tazas y en sus propios reflejos,
en todos los objetos comidos por el uso.

Unos años tan sólo
y entre una hoja en blanco
y una página escrita habrá una vida
que he vivido dos veces.


PAISAJE DE INVIERNO

Donde el agua se espesa, una palabra
que se queda en los labios es un hilo de nieve.

Donde la voz se pierde está el secreto
de las manos del frío,
de todas las pequeñas hojas cristalizadas.

Una estrella oscilante se detiene
para la intimidad de la vigilia.
La calle está mojada, el paseante
va pisando la luna bajo la indiferencia de los árboles,
bajo la indiferencia de una noche
que ahora mismo se ordena
sobre las previsiones de sus lámparas.

Como un faro en lo alto,
la luz en la ventana de una mujer que duerme
ilumina los ojos
de otra mujer que, al borde de la cama,
permanece despierta mientras crece
la sombra de sus manos,
su invisible soledad de otro mundo.

La herida del invierno te ha llevado a creer.

Para entrar en lo blanco, vas a necesitar el corazón.


CALLE CON ÁRBOLES

Caminamos a tientas,
el aire de la noche
empuja las palabras que nos cuesta decir,
las conduce de tu boca a la mía.

Tal vez el mismo aire que eleva las plegarias,
los temores legítimos,
esa llama atrapada todavía
en el estrecho círculo de la conciencia.

Cae a un lado y a otro la oscuridad en copos de los árboles.

Por encima del hilo donde un pájaro calla,
sobre un cielo tan bajo que refleja
todo lo desvalido de este mundo,
va pasando el silencio de una nube,
su poco de agua dulce.

A esta hora,
cuando los hombres duermen,
el silencio de las casas habitadas
cae sobre el silencio de las casas deshabitadas.

La calle brilla entonces
como los días de lluvia,
quizá como los ojos de los muertos recientes.


ESPACIO

Escribo casi a oscuras,
en las habitaciones
pequeñas de la casa, donde difícilmente
podría caber un hombre.

Me obstino en la palabra que se dice al oído,
que empaña los cristales,
que humedece los bordes de la página.

Presiento que un poema
es un ruido que se intuye a lo lejos,
la puerta que se abre al otro lado
de una misma ciudad.

Por eso cada noche,
después de que el cansancio
consigue disuadirme, dejo sobre la mesa
una vela encendida:
la lámpara votiva de una iglesia sin culto,
desprovista de imágenes.


LOS TRABAJOS DEL DÍA

El brillo de las uvas al final de la noche
como un agua estancada.

El humo, la mañana, la ciudad que se asoma
con los ojos cerrados,
amparada en el sueño, en la inocencia
suavemente fingida de los amaneceres.

El paso de las nubes sobre un paisaje inmóvil
que se va esclareciendo.

La inquietud de la savia como el roce
de la mano de un niño, como un ruido
que sube desde dentro, que amortiguan las hojas.

La luz que se refleja en la ventana y que nos hace mirar,
su pequeño destello imperceptible
sobre la santidad de la madera.

Las ramas de la acacia,
la ceniza aún caliente del espino,
el hombre que envejece sobre la misma piedra
que tú y yo colocamos
y que hemos decidido guardar para nosotros.

Es lo mismo de siempre:
el vuelo circular de las palabras
sobre todas las cosas; el trabajo,
antes de que la noche se vuelva imprescindible,
de organizar a solas, con un poco de luz,
otra vez el paisaje.


EL PAN Y LA SAL

De una casa a otra se enviaban saludos,
las cintas de humo azul de los hogares
y, con las filtraciones de las primeras luces,
algunas nubes lentas.

Entre una casa y otra los silencios
eran ruidos de platos,
una flor esmaltada en unas tazas, el murmullo
de las copas de vidrio.

Desde hace algunos años
es un pueblo vacío,
uno de esos lugares que ya no necesita del crepúsculo.

Los muros de las casas
se han ido acostumbrando
al desfallecimiento, a los rigores
de las viejas moreras, de las parras silvestres.
En medio de las plazas,
al final de las calles, las sombras de las cosas
permanecen inmóviles,
nos hablan desde fuera del tiempo.

Ahora el cielo está quieto como un campo sin nada,
como el hombre sentado que lo mira.

Como el que en la maleza
busca aún las canciones perdidas de los niños,
algunas nubes lentas para la intimidad,
para el regreso.


UNA MANERA DE VIVIR

Es una casa antigua suspendida en el valle,
bajo la protección de los cerezos.

Aún cree que la mañana, por costumbre,
la sostienen los pájaros
y en voz baja me habla de sus manos,
de aquellos mismos árboles,
del estremecimiento
visible de sus hojas, que es como la belleza
de las cosas perdidas, hecho sólo
de pequeños reflejos.

El agua se detiene,
me dice algunas veces,
bajo el puente de piedra, se hace más oscura,
con el tiempo más íntima.

Casi toda su vida
ha transcurrido aquí, en este espacio,
y ahora siente el cansancio de una luz sin secretos.
Nada puede ofenderme, reconoce,
ni la lluvia ni sus restituciones,
nada de esta vida, nada de la otra.

Con los años
se ha ido acostumbrando a la felicidad,
esa gran veta blanca que conmueve
el corazón nocturno de las cosas.


EL UMBRAL

La claridad se agota sobre los pavimentos.

Poco a poco se nos van las palabras,
se elevan por encima de la línea de sombras
que hay sobre nosotros.

La altura de la mano que sostiene una vela
es la altura del mundo.

Aún no tenemos nada, sólo el vaso de vidrio
que hemos puesto en la mesa, y la esperanza
que hace mover el agua.

Ya todo está tranquilo:
la memoria vuelve verdes las hojas,
el frío da reflejos
azules en los ojos, hay una flor oscura,
que todavía no es nuestra, en el umbral.

Un corazón que late vertical en el suelo,
dispuesto a envejecer.

Mi deuda con la vida es este hombre
del tamaño de un puñado de tierra que ahora escribe.