Basilio Sánchez


Esperando las noticias del agua

NOTA DEL AUTOR

Esperando las noticias del agua es un poema único compuesto por cuarenta y ocho fragmentos que, de una forma alegórica y utilizando como hilo narrativo el amor entre dos jóvenes, reflexiona sobre la entereza y la perseverancia como únicas maneras de sobrevivir al extravío ético de nuestras sociedades actuales.
Sin apenas anclajes geográficos o temporales, el poema construye el escenario mítico de un paisaje rural en extinción para indagar en las actitudes que, a modo de resistencia activa de carácter moral, nos pueden ayudar a superar las inclemencias de una época que en muchos de sus aspectos esenciales adolece de inanición y de sequía.


I

Fue el año de la sed.

No se veía a nadie
ni en las bifurcaciones de la noche
ni en el alumbramiento del relámpago.
Un territorio estéril
había convertido la distancia en un espacio insalvable.

En todas las iglesias
se escuchaban los cantos, las plegarias,
los antiguos lamentos de los hombres.

Muchos se embadurnaron
cubiertos de arpillera
con la pez del destierro y con los lodos
oscuros del desánimo.
Otros, aleccionados por los suyos,
previendo los asaltos, protegieron sus puertas
y ventanas
y ocultaron de noche sus ajuares
bajo las losas de los patios.

Pero fui yo el que estuvo
sentado junto al pozo
esperando las noticias del agua.


II

Él vigila el ganado,
ella excava pocillos en la arena
para los pájaros de los desiertos.

Él le dice:
podría haber sido otro,
podría haberte mirado de distinta manera,
hablado de otra forma,
caminado a tu lado con otra lentitud
o con otra premura;
haberte dicho no
cuando nos encontramos
en vez de, sonriéndote, responderte que sí.


III

Hay en lo más callado de nosotros,
dice ella,
un temblor de corderos
y una mancha de sangre.

Convertimos en templos las guaridas
que dejaron los lobos,
rezamos en las grutas de los bárbaros,
nos reunimos de noche
con linternas
en las alcantarillas
por las que se derrumban las ciudades.

Arrastramos
el miedo de la especie,
el temor de sentirnos,
sin una sola luz hospitalaria,
completamente solos frente a un mundo
que no puede confiar en nosotros
y que nos amenaza con sus túmulos
y sus animales imaginarios.


IV

Desde los arrabales de la sangre,
dice él,
con una lentitud conmovedora
de rebaños arcaicos,
van llegando en silencio hasta las casas
los desaparecidos de la tierra,
los dueños del secreto.

Nuestro reino es un campo
de hogueras apagadas
donde aún brillan las armas de los hombres
y donde los remotos
forjadores de arados,
con sus sacos a cuestas, nos rehúyen.

Una ciudad se abre hacia la noche
para todos nosotros,
los deportados de los ángeles,
los antiguos cuidadores del fuego.

Debajo de la nieve todo está por hacer.


V

Silenciosa y discreta,
la he visto caminar a media noche
por entre los rastrojos
con su alcuza encendida.

La desfavorecida en el reparto
de las cosas del mundo,
la arropada con piedras,
la princesa heredera de los nísperos
y los acantilados,
la que perdió en sí misma la punta del ovillo
y ahora busca sin gloria,
bajo la quemadura de la luna,
envuelta en la neblina de los dimisionarios,
el lenguaje secreto
que la haga inteligible en otra vida
que ignora.


VI

En su sueño,
la lluvia de la noche ha baldeado la tierra
como las campesinas
la entrada de sus casas.

La claridad del cielo expone al mundo
a las conspiraciones de los pájaros.

Los frutales revisten las laderas,
descienden en terrazas
hasta el curso de un río
cuyas aguas se pierden
en las profundidades del paisaje.

Aún no había amanecido
cuando todas
las ramas del cerezo
se prendieron de pronto como fósforos.


VII

La noche
se consume en una brasa invisible
del fuego primigenio
en el que ardió
el universo.

Detrás de la ventana,
asistimos a oscuras al juicio de las cosas
y a las reprobaciones de la vida.

Todo el fervor de entonces
es ahora ceniza,
reposo de la luz.

Desde los laberintos
sellados de la tierra
suben por las raíces de las grutas
el diálogo de las abejas con el ámbar,
el de la lentitud con el abismo,
el de los muertos
con su devaluada eternidad.


VIII

Lo aprendimos muy pronto:
nadie elige
su parentesco con los muertos.

Ni el que sale a la calle con su fuego
y le dice a la nieve:
dame la claridad que purifica,
dame el orden
transparente del frío,
dame tu lentitud y tu belleza.

Ni el que, en las catedrales,
hace vibrar su cántico
en las bodas de plata de los árboles.

Ni el que, humilde
en las postrimerías de su época,
reconoce su herida en el tendón del espíritu
y rendido a la alegría de lo poco
se recuesta a la sombra
con su perro.