Basilio Sánchez


La creación del sentido


UNAS PALABRAS PREVIAS

Lo que la prosa piensa del poema no es lo que se imagina el poema de la prosa. Envidio a los narradores, su capacidad para utilizar áreas del cerebro que yo no uso, para ordenar su pensamiento atendiendo a los códigos de un gen del que carezco. Cuando alguno de los poetas que frecuento se aventura en la novela, me siento traicionado en mi naturaleza, ofuscado en mi tribu.

Pero quizás haya aprendido más de los narradores que de los poetas —ya se sabe que lo poético no es patrimonio exclusivo de la poesía—, y los leo con fruición porque me gusta que me cuenten historias, porque puedo admirarlos sin que mi orgullo se resienta y porque después de la tensión de un verso que se resiste, me apetece tumbarme sobre el lecho mullido de un texto bien escrito, ilimitado en sus matices, poderoso en su capacidad para ensanchar mi imaginario y enriquecer mi espíritu.

En el año 2007 publiqué, con el título de El cuenco de la mano, en la desaparecida editorial Littera Libros (Villanueva de la Serena, Badajoz), doce de los textos incluidos en este volumen en edición limitada. Su escritura, auspiciada en gran parte por los mismos editores, encarnaba mi primera incursión en la escritura narrativa y su carácter autobiográfico me proporcionaba la posibilidad de indagar en las motivaciones de mi escritura y en las circunstancias que la habrían impulsado.

Como la mejor manera de acceder al conocimiento de una cosa es escribir sobre ella, en los años siguientes han ido apareciendo nuevos textos que, con el mismo criterio de los anteriores, han intentado ahondar en los entresijos personales que me empujaron, a una edad relativamente tardía y con mis aspiraciones profesionales encauzadas, al ejercicio de la escritura poética.

Algunos de esos textos, sin embargo, nacidos muchas veces como apuntes, anotaciones, frases sueltas o reflexiones de carácter poético al amparo de la escritura de mis poemas, suponían una búsqueda del sentido profundo que la alienta, una aproximación a las razones que la fundan y le confieren el carácter; un esfuerzo, en definitiva, por acotar el territorio que me es propio y que define esa forma diferente que tiene cada poeta de relacionarse con las palabras y, a través de ellas, con el mundo.

La búsqueda inicial que propició la escritura de El cuenco de la mano se había convertido, con el paso del tiempo, en una doble indagación: por un lado, en las arqueologías particulares que me habrían conducido a transigir tardíamente con una, para mí desconocida, vocación literaria, y por otro, en aquello capaz de transferir algún significado a mi escritura y de dotarla de un tono personal —en el supuesto de haberlo conseguido— en el que poder reconocerme.

La voz, que en estos textos ha buscado amoldarse en ocasiones al tiempo narrativo, no ha eludido hacer uso de los modos poéticos cuando las circunstancias así lo requerían, porque el acercamiento a una verdad poética surgida del lenguaje sólo puede expresarse —sin verse depreciada— con el mismo lenguaje y porque la poesía es la única herramienta a nuestro alcance para acceder a aquello que permanece al margen de nuestra comprensión.

Plenamente consciente de mis limitaciones —aún más acentuadas, si cabe, en este libro—, estas prosas participan de la fragilidad y contingencia de mi poesía. Como ella, se dirigen a un mundo que nos precede y nos rebasa, que desmantela una y otra vez nuestras previsiones y proyectos dejándonos la herida de lo inconmensurable. Como ella, utilizan las palabras convencidas de la cortedad de nuestro decir, de la insuficiencia del lenguaje para dilucidar lo que somos y lo que nos rodea. Con el presentimiento de que en ambas la escritura a la que recurrimos para protegernos de la intemperie, en realidad nos deja sólo ante las puertas, en el mismo zaguán.

Y un último reparo. Como dice Westphalen, «la experiencia vital recóndita es siempre inexpresable e incomunicable. Hay sucesos en la vida de uno que han penetrado tan hondo, forman de tal manera parte de uno mismo, que no hay modo de acceder a ellos sin lesionarlos, disminuirlos y traicionarlos». Y eso es lo que, me temo, no he podido evitar con mis palabras.

Albergo la esperanza, no obstante, de que los daños que la distancia o la subjetividad hayan podido causar en la experiencia hayan sido sólo superficiales y que el verdadero sentido que la anima pueda haber regresado hasta estas páginas, desde las grandes sombras del pasado, con relativa integridad.


LA BAÑERA DE ZINC

La foto es de principios de verano del cincuenta y nueve, está tomada en el paseo de Cánovas, junto a la glorieta de la música. La imagen no recoge otros detalles, pero reconozco la madera y la forja de ese banco del que ahora me alejo para moverme a solas, sin ayuda, hasta las manos de mis padres. Tras la cámara, que todavía manejan con torpeza, los imagino atentos a la eventualidad de una caída, conjurados los dos en el empeño de hacerme sonreír mientras me acerco, con los brazos separados del cuerpo como si me ayudase de una pértiga, hasta donde están ellos. Con algo más de un año, se sienten orgullosos de mis primeros pasos. Mi madre, embarazada, dará luz a mi hermana en unos meses, y en los ojos con los que me contempla —que la foto no ha llegado a incluir en el encuadre—, se adivina el rescoldo de una luz avivada por el gozo de su maternidad, el cabrilleo sincero de la dicha. Con mi polo de rayas y mi incipiente instinto de la conservación, mi caminar medroso y oscilante debe de parecerles el de un grumete sobre la cubierta de una fragata, el de un equilibrista principiante bajo la lona alta, despejada de nubes, de una mañana clara de domingo que ha empujado a la gente a la tranquila distracción de los parques.

De ese mismo lugar hay otra foto de finales de otoño. Ya no llevo sandalias de verano, sino botas cerradas y una rebeca verde con cenefa de ochos que ha tejido mi madre. Aunque la imagen es en blanco y negro, percibo ese color. Tengo la sensación de recordarla sumida en su tarea. Con mis ojos de entonces, la veo con el ovillo y las agujas, probándome las mangas o la espalda y, al hacerlo, ponderando, satisfecha, mi aspecto, el rubor saludable con que los hijos saldan los desvelos de las mujeres primerizas. En la foto se me ve más seguro. De hecho, el banco de forja repintado que antes había atrás, ahora no aparece. Sin embargo, aún sigo requiriendo de mi madre una presencia completa, la certeza de tener esas manos, que ya no necesito para andar y desplazarme por las habitaciones de la casa, en las proximidades de las mías.

Esta otra que extraigo de la caja, sin duda, es anterior. Está tomada en la terraza del edificio de tres plantas de la calle Parras al que mis padres se trasladaron a vivir unos meses después de que naciera. Una azotea amplia y soleada desde la que se divisa una llanura pobre de tejados y antenas que ha quedado a trasmano del entusiasmo inmobiliario de esos años. Al fondo se perfilan, como un esmeradísimo decorado de época, las torres y pináculos de la ciudad antigua junto a los campanarios de las iglesias que llaman a las horas como el muecín a la plegaria de los creyentes. Se han formado unos charcos alrededor de la bañera, rebosante de espuma, en la que me han sentado. Mis manos chapotean en el agua y el asombro de las salpicaduras me hace volver la cara hacia mi madre. Mi mirada es de perfecta alegría. En ella se condensa el regocijo de los seres sencillos, el agradecimiento de los que se abandonan sin ambages a los placeres elementales de la vida y a los festejos cotidianos de la existencia. Mi madre está fuera de la imagen, a la izquierda. Mi padre, al otro lado, se empecina en recoger con la cámara esos gestos de la felicidad que le demuestran, a los ojos del mundo, que éste es para mí el mejor sitio y que ellos son ahora mi mejor compañía.

En otra de las fotos, tomada unos minutos más tarde, mi madre —que lleva una camisa y una falda con el descuido propio de la que ha interrumpido hace un instante sus faenas domésticas— me ha sacado del baño y, envuelto en la toalla, sonriendo a mi padre, me levanta en el aire como un trofeo de pesca, como si fuera la conquista que compensa su esfuerzo y su dedicación, que de alguna manera la indemniza del desbaratamiento de sus prerrogativas juveniles, de ese hondo cansancio que los niños descubren por primera vez en la mirada de su madre, y que ya nunca olvidan. Por el hueco del patio de vecinos, llegan hasta nosotros el olor de los guisos y los diálogos en sordina de las novelas radiofónicas, el flamear de velas de las sábanas que antes de que subiéramos ha dejado colgadas en nuestro tendedero.

Esta otra es una de las fotografías más comunes a principios de los sesenta. Mi padre y yo miramos a la cámara en el paseo de Cánovas —junto a la estatua de Muñoz Chaves, que luego sería sustituida por la fuente luminosa—, al lado de un jumento de fieltro que me supera en estatura y que tiene más planta de gacela que de burro de carga. Al fondo se distingue, en piedra blanca, una fachada señorial y neoclásica. Es el Banco de España, allí es precisamente donde vive y trabaja mi abuelo José, el padre de mi madre. Con apenas tres años y mi abrigo de paño abotonado hasta el cuello, mi expresión no revela la intensidad de ese momento, la alegría —y es posible que la perplejidad— con que estoy celebrando esta instantánea largo tiempo esperada. En mi casa no ha entrado todavía el universo de la televisión, y son sólo los cuentos de mi abuelo y los dibujos de algunos pocos libros infantiles los que alimentan mi imaginario. A mi padre, con chaqueta y corbata de domingo, se le asoma al bolsillo, como a un balcón volado, un pañuelo al desgaire no exento de cierta afectación. Se le ve satisfecho con su vida, sus hijos, su trabajo. El comercio heredado de su madre le da estabilidad. La constancia secreta con la que se dedica a la pintura le concede ese espacio de espiritualidad que necesita y que es posible que aspire a transmitirme cuando llegue el momento, aunque ahora no lo sepa ni yo pueda intuirlo esta mañana templada de diciembre en la que sólo tengo ojos para ese borriquillo al que sujeto por las riendas como si fuese el ganadero, el único destinatario de sus zalamerías y arrumacos.

En la última de las fotografías, aparezco sentado en el regazo de mi abuelo, un hombre corpulento con aspecto de gánster retirado o de boxeador emérito, que me hace aparecer en esa imagen como la figurilla de un pesebre. Viste aún el oscuro de su viudez reciente; con chaqueta y corbata como mi padre, pero con más reserva y gravedad, como corresponde a sus deberes de responsabilidad en el despacho del banco. No lleva ahora sus gafas, pero su pelo brilla engominado como en las otras fotos que conservo, rastrillado hacia atrás y endurecido como un campo en barbecho. En su media sonrisa hay un asomo de generosidad y de franqueza que a la edad que yo tengo no puedo percibir. La expresión concentrada de una bondad intrínseca, ontológica, de esa acendrada suma de las potencias de su alma de la que en adelante seré beneficiario y testigo afortunado.

Yo nunca he estado allí. Abriéndose al Cantábrico con su puerto pesquero, Luarca es una antigua población asturiana perteneciente al concejo de Valdés, a la que se conoce como la Villa Blanca. Hijo de Antonio González Núñez, magistrado y político, y de la cubana María Antonia Duque de Heredia y Cabello, de familia prolífica e ilustrada, allí nació mi abuelo en 1898. El mismo año en el que los intelectuales españoles se dolían de la patria y de la pérdida irremisible de las colonias, lo que de alguna forma podría haberle imbuido la pasión por los libros y cierto afán regeneracionista que lo acompañó el resto de sus días. Ya anciano, con más de ochenta años, se aferraba a mi brazo y salíamos a la calle. Su enfermedad de Parkinson le enredaba los pasos y lo obligaba a caminar inclinado hacia delante, como buscando un punto imposible de equilibrio. O podría ser la inercia de otra época —que conoció la audacia y la imprudencia, las inquinas crueles de la guerra civil y los traslados forzosos por más de media España— la que aún le impeliese en el desvalimiento que, en los últimos años, lo había reducido a la estatura de los otros ancianos con los que nos cruzábamos. Había en esos paseos algo de prevención contra su muerte, un deseo subalterno de acomodarme a ella y de asumirla, de habitar en los signos que la vaticinaban. Como si acostumbrándome al avance de su decrepitud pudiera protegerme del dolor inminente de su pérdida, del vacío insoportable que su ausencia excavaría en mi vida.

Es posible que, de haber compartido con él su juventud, hubiésemos divergido en las ideas, pero nadie acogió nunca las mías con el mismo respeto y la misma tolerancia.

Entre los libros de las estanterías que me llevé a mi casa tras su fallecimiento, había una primera edición de 1938 de Horas de oro, de Manuel Machado, poeta convertido ya entonces en uno de los principales panegiristas del régimen. Las fotografías que de ese mismo año han llegado a nosotros de su hermano Antonio, leal a la República legalmente constituida y que sufre las penalidades de los desplazamientos y las conminaciones, muestran los mismos rasgos de declive que creo ahora recordar en mi abuelo en el último tramo de su vida, cuando cogido de mi brazo y tembloroso, paseábamos por los alrededores de su casa. Pero la imagen que acompañó mi infancia y que preservo por encima de todas es la de un hombre aún fuerte, con sombrero y corbata de viudo, sentado en la terraza de alguna de las cafeterías que frecuentaba en su jubilación rodeado de sus nietos. Tiene —como el poeta de Soledades, fotografiado por Alfonso en el Café de las Salesas en 1934— las manos anudadas sobre la empuñadura del bastón y un cierto atildamiento campesino, como de burguesía provinciana, que le confieren un aire de llaneza y familiaridad. En el rostro, girado levemente a la izquierda, su mirada serena y apacible tiene algo también de inquisitiva, componiendo ese gesto de franqueza con el que los hombres sin remordimientos interrumpen el curso de sus divagaciones y el fluir silencioso de sus días.

En la foto aparezco sentado en su regazo. Dentro de algunos años, me abrigará con la bufanda para llevarme al cine con mis hermanos y mis primos. Dentro de algunos años, en las tiendas de libros, lo esperaré sentado en una esquina hojeando tebeos mientras él se demora por las estanterías con la tranquilidad de los asiduos. Dentro de algunos años, podré escribir que, entonces, con su simple presencia, me estaba confiando un territorio; ese recinto propio que los tímidos y los necesitados convertimos, cuando aquellos que una vez nos quisieron ya se han ido, cuando definitivamente estamos solos, en refugio.


EL JARDÍN

No tengo vocación de jardinero, pero tengo un jardín.

Tampoco tuve nunca vocación de poeta y me he pasado escribiendo la mitad de mi vida.

No es el bosque interior de los poemas de mis primeros libros, que yo he visto extenderse como los jeroglíficos, como un río de lava, bajo el acoso lento de las constelaciones. Ni tampoco es el parque de mi infancia, por el que corre el agua de las fuentes y en el que, al atardecer, se arremolinan los gorriones antes de abandonarse a la hospitalidad de su tibieza. Es algo más humilde: un puñado de árboles comunes, tres palmeras que nunca han dado dátiles y un seto de cipreses que superó hace años la estatura de un hombre. A diferencia de los jardines japoneses, dibujados a lápiz, el mío lo he construido con madera de pino y labor de cantería, con alambre de aprisco. Un pozo de sondeo lleva un agua profunda al arriate de las plantas y hace crecer la hierba con una lluvia fina que no viene del cielo, pero que le confiere claridad.

No tiene mucho mérito un jardín como éste en la pequeña ciudad en la que vivo, detenida en un quiebro del paisaje, invadida en silencio por la vegetación como las calles de una ciudad portuaria por el oleaje de las mareas.

Marlowe, poeta y dramaturgo de la Inglaterra isabelina, escribe que la naturaleza engrandece nuestra mente y la faculta para comprender la fascinante arquitectura del mundo. Hace más de diez años mi mujer y mis hijos volcaron las cenizas del abuelo alrededor del tronco del ciruelo que él mismo había plantado, y eso nos pareció otra forma de comprender el mundo, pero contando con los muertos.

«Por el suelo inclinado», decía entonces, «sobre una capa blanca de ceniza, rueda la fruta dulce de la tarde. Porque esta vez no hay cielo, sino tierra en lo alto y un silencio como en la habitación de la raíz, quizá sea éste el momento de ganarle al olvido lo que una vez él supo ganarle al corazón».

Un perrillo faldero que vivió con nosotros doce años, también está enterrado bajo un árbol. Su correa, con su nombre grabado en una placa metálica, la dejamos prendida de una rama como el recordatorio volandero de un camposanto pobre. Cuando eran pequeños, mis hijos se pasaban el día persiguiéndolo y lanzándole pelotas para que las cogiera con la boca. Ya viejo, le faltaba el resuello. Entonces, sin apenas moverse, los seguía con los ojos con la melancolía con que un anciano vigila desde lejos los juegos de sus nietos. Aunque el árbol ha seguido creciendo, a veces distinguimos, oculto entre las hojas, el destello apagado de su placa y pensamos en él con agradecimiento.

A finales de marzo ya hay que segar la hierba. La savia derramada llena entonces el aire de una fragancia nueva, de un fervor campesino que transforma mi modo de percibir las cosas y me expone, más allá del cansancio de mi naturaleza retraída, a los asaltos de la felicidad y a los sutiles manejos del espíritu.

Una vez mis amigos me regalaron un olivo. Esa noche cenamos todos juntos en la mesa del porche, alrededor de las estrellas. Brindamos con un vino de Nápoles mientras nos repartíamos, cantando, las pasas de Corinto y el pan ácimo, las aceitunas negras de Tunisia, el cordero sin mancha de las llanuras altas del Golán.

El jardín, el lugar donde es posible el reposo, como quería Brodsky, el lugar en el que el ojo descansa. Ese espacio de reconciliación de lo que vive en el fluido discurrir de las cosas, engranaje perfecto entre lo bello y lo útil, memoria de ese tiempo en que los hombres convivían con las bestias sin tener que sentirse amenazados —como escribió Valente—, completos en sí mismos, no escindidos aún en cuerpo y alma.

«Entre nuestras tinieblas no hay sitio para la belleza. Todo el sitio es para la belleza», nos dice René Char reivindicando ese optimismo trágico del hombre perseguido por su época, escorado a la muerte, desterrado del jardín milenario de los justos, que halla su fortaleza, por encima de las hostilidades de sus contemporáneos, en el recogimiento y en la contemplación.

Quizás no le dedique el tiempo suficiente. Las malas hierbas crecen con más convencimiento que las buenas. Cuando compramos la parcela no había nada: un enmarañamiento de zarzales, un pedregal inhóspito, un peñascal cubierto de retamas en suave declive. Allanamos la tierra, la cubrimos con camiones de lodos fertilizados en los ríos y semillas que protegimos de los mirlos. Pero las malas hierbas, a pesar de los años, continúan intrigando, se agrupan en silencio en sociedades secretas, conjuran contra mí. Sé que no pararán hasta expulsarme. Mi ideal de gobierno, no es el suyo. No es su forma de vida mi civilización.

Uno no planta un árbol si no puede cuidarlo. Uno no escribe un libro si no va a ser capaz de mantenerlo.

El jardín, el espacio de la revelación, el «ruido manso» que en su centro reúne a los hombres con el mundo. ¿Qué haría el bueno de Fray Luis con esta tierra que no deja crecer los frutales, que agosta las raíces desde su nacimiento aprisionándolas en un lecho de piedras bajo esta capa fina de mantillo que extrajimos de la profundidad de los arroyos? El jardín tiene algo de vida retirada, eso es cierto, pero uno no se retira de las cosas si no ha aprendido antes a evadirse de todo en cualquier sitio, si no ha sabido antes retirarse del mundo estando en él.

En primavera, casi al final del día, un centenar de pájaros encuentra su refugio en el olmo de bola. Cuando oigo hablar a los platónicos de la «música de las esferas» para referirse a la armonía con la que el movimiento de los cuerpos celestes gobierna el universo, pienso inmediatamente en esos pájaros y en la facilidad con que su música, que llega hasta mi cuarto, hace temblar las hojas de ese olmo de bola.

Es la hora envolvente y tranquila de la tarde en la que el cielo, cruzado por las ramas más altas de los árboles, consigue trasladarme a la pintura de Claudio de Lorena —que llevé a la portada de uno de mis libros— y a esa luz que organiza la estructura del mundo y lo vuelve perdurable, ajeno en su crepúsculo a las devastaciones de la edad y a los vaivenes del tiempo.

Me apacientan las luces de los atardeceres, el afecto sincero que hay en sus despedidas. «Sólo en lo que se ama puede uno llegar a comprender el verdadero alcance de la muerte», me voy diciendo entonces, mientras llega la noche y me recubre, como a los sepultados, con la arena secreta de las germinaciones.

No tengo vocación de jardinero, pero tengo un jardín. En invierno recojo las hojas de los árboles y podo algunas ramas. Quito también las flores del parterre que se han ido secando y remuevo la tierra con cuidado, con la misma fruición con la que a oscuras uno ahueca en silencio la almohada de su hijo dormido.

Mis amigos me dicen que convierto los excesos de un poema barroco en un haiku.


UN ESPACIO MANSO

La gata se ha subido a la mesa mientras escribo esto. Lo hace todos los días, casi a la misma hora. Con destreza sortea los papeles, el vaso de los lápices, la lámpara que ahora tengo encendida. Luego busca en mi mano la posibilidad de una caricia y se tiende a mi lado, satisfecha de haber sido admitida, de compartir conmigo este murmullo con el que verbalizo lo que escribo y que ahora escucha atenta, como si fuera a ella a la que hablo. Así, inmóvil, tranquila, sumergida en el tiempo del lenguaje, en el fraseo pausado de la caligrafía, termina adormeciéndose. Ella no me molesta, y yo a ella tampoco. Es más, me he dado cuenta de que en este momento compartimos el ritmo de las respiraciones, que ambos formamos parte de este mismo silencio, que con nuestra quietud constituimos una misma presencia, una forma callada de atención.

La lámpara, en el centro de la noche, es como esa cerilla de la que hablaba Faulkner, que me hace ser consciente —como lo hace el poema— de la oscuridad que me rodea. Es en esta penumbra donde viven, compartiendo también nuestro silencio, nuestras respiraciones, los objetos que imperceptiblemente han llenado mi vida a lo largo de estos años y que están en la mesa, entre los libros de las estanterías, colgados de los muros de este cuarto que he ido haciendo mío a fuerza de constancia.

En Tongren, en la provincia china de Guizhou, vive Hua Chi. Es un monje budista. Medita desde joven en el mismo lugar del monasterio, muchas veces al día. Al cabo de los años —ya es anciano—, las huellas de sus pies en la madera del suelo han dejado una marca que alcanza en algún punto una profundidad de tres centímetros. Yo me miro los pies bajo la mesa, sobre el entarimado, y le digo a la gata que esas huellas son las que yo quisiera para mí, en este mismo sitio, cuando pasen los años y las cosas que han vivido conmigo compartan a mi lado, con sus pequeñas huellas, si la vida nos ha sido propicia, la misma ancianidad.

Hay una figurilla en roca negra de un escriba sentado que trajimos de El Cairo, una bola del mundo —regalo de mi hijo— sujetando unos libros en checo de poesía, una dama oferente tallada en piedra viva por un pastor de cabras de Monsanto, una rosa de cuarzo del desierto, la calabaza roja para mate que compré en Buenos Aires, una pesa romana de cerámica, cuatro vasos canópicos, una reproducción en escayola de una diosa fenicia y un puñado de fruslerías más junto a una fila de fotos familiares y caracolas fósiles.

Los libros, los objetos. Ese «espacio de civilización» del que habla Vargas Llosa.

Siempre he tenido una relación cercana con las cosas. Quizás porque mi padre me incitaba a llevármelas por la noche a mi cuarto para que, protegiéndolas con el abrigo de mi mano, incubándolas bajo la almohada, me durmiese con ellas. Como lo hacía él mismo con sus cuadros al óleo, cuando enfrascado en sus detalles, en su dificultosa ejecución, los dejaba apoyados por la noche en el respaldo de una silla colocada a los pies de su cama, frente a él. No creo que hubiera en esa proximidad a los objetos que confortó mi infancia, solamente deseo de posesión, de pertenencia; al tenerlos conmigo —pienso ahora— podía interiorizarlos, agregarlos a la sustancia escurridiza de los sueños y, con ello, a la materia perdurable de la vida.

Dice Antonella Anedda que la realidad no es tenaz, que necesita de nuestra protección, que las cosas se hunden y mundos enteros desaparecen. Que si algo puede hacer el lenguaje es excavar una y otra vez un espacio en cuyo interior nada sea superfluo, un espacio manso, como un recinto donde los objetos y los seres respiren los unos al lado de los otros, tengan duración y luz.

En este espacio manso en el que estoy ahora, respirando con ellas, uno intenta ser cordial con las cosas para hallar el camino de reconciliación con lo que existe. Los objetos son fragmentos del mundo, ellos convierten nuestras habitaciones en representaciones del universo, nos sitúan en el centro de una cosmogonía en la que todo gira alrededor de todo.

En un relato de Adolfo García Ortega, un personaje, Fernando K. Balmori, que es director de cine, fotografía pequeños objetos cotidianos, como billetes de metro o entradas de espectáculos. Según su código privado, a esas imágenes las llama representaciones o apuntes visuales sin destino conocido. Sidonie, su mujer, resume su obsesiva manera de acercarse a las cosas, su peculiar manera de fijar la memoria, en una frase que anoté en su momento en un cuaderno: «recordar es amar».

La atención a las cosas es, sin duda, la forma más sencilla del amor. Al nombrarlas las llevamos más allá de sí mismas. Ellas son las que fundan la memoria, con ellas construimos todos nuestros recuerdos. Cada una de ellas es un lazo invisible, una mano tendida a los instantes, felices o infelices, con los que levantamos lo que somos. Vivimos en soledad con nuestras cosas y, por ellas, nos sabemos pendientes de ese mundo del que nunca querríamos desligarnos.

Aunque el amor por los objetos de la infancia es insustituible —como lo es también la lectura de nuestros primeros libros—, sigue habiendo inocencia en esos gestos que nos acercan hasta ellos y nos empujan a protegerlos persuadidos de su fragilidad, cada vez más convencidos de su absoluta contingencia. Pese a la vocación de perdurar y sobrevivirnos que su naturaleza les otorga, su trato con nosotros, el contacto diario con nuestras manos y con nuestra mirada, va volviéndolos frágiles y perecederos, destinados a alcanzar a vivir sólo una parte —esa en la que conviven con nosotros— de nuestras limitadas existencias. «Toda cosa bella se vuelve pasajera en las manos de los hombres», nos acierta a decir otra poeta, la italiana Alda Merini, como si hubiera en esta pérdida algo más que la impericia, el descuido en el tráfago de nuestras mudanzas o los arrinconamientos de la desidia. Objetos que nos pertenecieron que, absorbidos también como nosotros por lo profundo de la tierra, se nos van con nosotros, como escribía Al Berto, ya cercano a la muerte, en uno de sus poemas autobiográficos.

Es posible que, condenados a la insatisfacción de no alcanzar aquello que anhelamos y que tampoco podemos definir, sean las cosas las que nos proporcionen las herramientas con las que establecer una serena relación con la vida, con nuestra propia manera de vivirla.

Descansan los objetos en los huecos de nuestra biblioteca o en alguno de los cajones de nuestra mesa. Notamos su presencia con esa intensidad con la que entonces, cuando éramos niños, queríamos regalarnos con su tacto hasta en las horas decisivas del sueño, aquellas en las que conseguíamos, con el simple calor de nuestra mano, transmitirles un alma a la medida exacta de la nuestra.

Se va haciendo tarde. Ahora la gata, que parecía dormida, me ha mirado en silencio y se ha bajado de un salto de la mesa. Cruza la habitación rozando con su lomo las cortinas y los libros de las estanterías, y sale por la puerta con el mismo sigilo con el que entró hace un rato para ofrecerme compañía.

Lola es el nombre que elegimos un día para ella: elemental y simple como su manera de acercarse a nosotros, femenino como sus contoneos acechantes. Ahora buscará otra caricia en alguien de la casa quizá menos callado, pero dispuesto a complacerla; o el plato en la cocina con su poco de pienso; o una salida al aire del jardín que, para ella, criada entre macetas, en el mismo lugar en el que un día una gata común la abandonó, debe de ser el mundo.