Basilio Sánchez


Las estaciones lentas


I

Yo te hablo con naturalidad,
como hablamos a un árbol o a un arroyo.

En este inevitable
declinar de las horas, junto a la enredadera
perseverante de los muros que he cuidado,
que me han visto crecer,
me protejo con el mantillo de las palabras.

No escribo como el hombre
que lee en las entrañas de los pájaros,
sino como el que a solas reconoce el dolor en el dolor;
el daño, en la inocente negación de la vida.

Digo cielo ceniza,
pero es el cielo rojo de los atardeceres de los puertos
y de los arrabales, el amarillo azul de los establos
en el momento antes de las anunciaciones.

Varado como estoy en este viejo
corazón sin medida, conozco los caminos,
los bosques encalados de la noche,
la lámpara de alcohol
en las habitaciones que ha rondado la muerte.

No sabes lo que duele una hoguera encendida
en el amanecer de los suburbios,
la nieve apelmazada de los cuartos
en el blanco de la mañana.

Vivo en una casa atravesada por los árboles
en el bosquecillo de las ideas,
atravesada por el grito de las mujeres
que cuidan del ganado
en el horizonte de las ciudades,
por la algarabía de los niños
que golpean con sus manos los cartones del cielo.

Soy el hombre que usa
para los pensamientos compartidos
las palabras de la privacidad,
alguien atemperado por la noche
que ha elegido la sombra de una nube
o la sombra de un árbol para reconciliarse con los suyos.

Una palabra es siempre
tributaria de otra y, ambas, hijas
de la necesidad, de la carencia, del anhelo.

Hasta que cada uno asuma su relámpago
y se haga visible en una noche
que se ha vuelto infinita, mi lentitud es sólo
una antigua esperanza matizada
por la melancolía de la costumbre.


VI

Aprended a cantar, que el aire es vuestro,
dijo el último pájaro.

Y a un cielo más antiguo le pedimos
que cuide de nosotros y que nos proporcione
una hora tranquila
para los pensamientos desdeñados.

Le pedimos el poso de los sueños
en el lento café de la mañana
y un corazón humilde;
un brazo poderoso que nos permita, acaso,
recuperar las cosas que siguen enterradas
y ofrecerlas de nuevo
con la raíz al aire.

El pañuelo que se agita en lo hondo
y el temblor que no vemos, la paciencia
que nuestra mano necesita
para aguardar a oscuras a un poema
que siempre se ha inquietado ante nosotros.

Y porque la escritura
a lo mejor es sólo una cuestión de alianzas,
le pedimos también la encrucijada, el nudo,
el lazo verdadero.

Y una nube ligera.

Y algo de claridad
para que, cuando nada
tengamos todavía,
podamos consolarnos con el canto del gallo.


XI

Alguien pasea en secreto por las calles
de la ciudad antigua.

Camina ensimismado,
dejándose llevar por las imágenes
que aparecen o que desaparecen
de la misma manera que se acercan o alejan,
con un golpe de alas, los vencejos
que ahora lo vigilan desde los saledizos.

Después de detenerse en una esquina
a la altura del arco
de cantería abierto en uno de los muros,
sube por los adarves y atraviesa
un portal en penumbra custodiado
por la maraña espesa de una enorme aspidistra.

Cuando empuja la puerta
y el aire enrarecido de las habitaciones
retrocede ante él, desde la calle
entran también la luz y la pequeña
porción de oscuridad que siempre va con la luz.

Como en los interiores esenciales
de los viejos grabados holandeses,
sólo lo imprescindible: una repisa
con tarros de cerámica para guardar especias,
la cocina de leña deslustrada
por el anochecer del cardenillo,
un recipiente grande con el agua lechosa del aljibe
y otro más reducido conteniendo,
en su fondo esmaltado, el oleaje
tranquilo del aceite;
el suelo de pizarra y las paredes que huelen a una mezcla
de humedad y de humo; los estantes,
el fulgor movedizo,
con la primera llama inclinada de la tarde,
de una jarra de cobre con unas flores secas.

Entre los edificios agrietados,
bajo la protección de la argamasa
que apuntala las nubes de las bóvedas
hasta el fin del invierno,
sólo lo indispensable: la tulipa
de pergamino pobre
condensando la luz sobre el aliento
de la desgarradura, el roce de la hoja
con la punta biselada del cálamo,
el murmullo de la caligrafía, el que le llega
del fondo de la casa al derramarse,
sobre la noche del poema, la otra noche del mundo.

Allí, junto al laurel de las bodegas,
frente a los desconchados azules de los muros,
aquello que lo salva: la escritura
que en su despojamiento, en su deliberada lentitud,
su mano hace girar como una llave
para que en este instante,
muchos años después, en otro extremo
de la misma ciudad,
la mesa de madera en la que escribo,
y en la que intuyo a veces un confuso
deseo de trascendencia,
pueda doblarse un poco por sus goznes,
comenzar a ceder.


XIII

He cruzado el otoño con la única hoja
que había sobrevivido.

He atravesado a solas
una ciudad que yace sumergida
con sus muelles y sus embarcaciones,
obstinada en vivir, inconsolable,
por los canales lentos de la noche.

Acuciado por el silencio de las palabras
he salido a las calles,
a las encrucijadas; he preguntado a todos
por los cuartos secretos y las habitaciones de alquiler,
por la profundidad de los desvanes
donde los refugiados,
aturdidos también por el silencio
de esas mismas palabras,
dejan pasar las horas compartiendo
sus lámparas de fósforo y el papel crepitante,
la ceniza reciente del consuelo.

Contra un cielo apagado, sin matices,
he visto cómo un hombre lanzaba un juramento
en presencia de nadie
y esparcía la semilla del sueño de sus hijos
por los terrones húmedos de la misericordia.

He asumido la culpa del pájaro del alba,
de sus innumerables delaciones,
y he salvado con mi palo de ciego
un puente derruido
y una casa sin puertas ni ventanas
en la que entran y salen los vencejos.

He surcado las aguas que se rompen contra los promontorios,
los ríos que sucumben en las islas.

Sin precipitaciones,
casi a paso de hombre,
he elegido el camino que recorre, uno a uno,
los símbolos de nuestra permanencia
y he cruzado la noche de nuestros pensamientos
con la luz disgregada
que nos hace imposible ser felices.

En la estación más lenta.

En los alrededores de una vida
que ha seguido arrastrando hasta nosotros,
como esos ríos que corren desbordándose
hacia los sumideros, sus hojas descuidadas,
sus pajarillos muertos.

XIV

Lo preguntas ahora,
que ya no escribo apenas, que me paso
los días traduciendo, simplemente,
a los gorriones de los aleros.

Un poema no es nada:
un grito imperceptible en un extremo
del aire de la noche, la desembocadura
del río de las palomas en lo alto
de la fachada de la casa.

Un poema no es nada: la flor del aguacero,
la margarita azul de los canales;
esa verdad que rondan,
sin acercarse a ella, las palabras inútiles.

Lo preguntas ahora y no se trata
de la luz esta vez, sino del territorio
menor de la penumbra, del teatro de sombras
que alguien escenifica para ti
en la profundidad de una caverna.

Sé que lo que conozco
es sólo una comarca de lo que no conozco;
que todo lo que he escrito no es, al cabo,
más que un carro de bueyes transportando
de una página a otra,
por el camino ciego del asombro, de la perplejidad,
una misma pregunta, un expectante
e idéntico silencio.

Se vive la escritura
como se vive el agua desde dentro
de sus pequeños círculos,
el río desde la perspectiva de sus guijarros.
Se vive en la escritura como se participa
de la respiración de lo sagrado
en cualquiera de las rutas del aire.

Podrá tener sentido o no tenerlo,
pero ésa es la vida del poema.

Sumido en la cuaresma de mis debilidades,
no escribo para el dios de los hombres
ni como testamento,
sino como el que un día
abandona muy temprano su casa y, calle abajo,
con las manos vacías, convencido
de que no habrá retorno, va alejándose
hasta perder de vista, definitivamente,
la vida que ha vivido,
el entramado firme de sus propias certezas.

Lo preguntas ahora.
Un poema no es nada y, sin embargo,
quizás por un momento,
alguna vez consigue redimirnos
de nuestra originaria condición de exiliados.


XVI

Aunque se corre el riesgo,
después de haber vivido en la escritura,
de perecer en ella, soy un hombre que escribe,
alguien a quien conforta
el trato día a día con las palabras.

Embebido a menudo en el murmullo
de mis divagaciones interiores,
sentado ante mi mesa como si custodiase
un objeto valioso,
algo recuperado por azar,
sigo la combustión de las palabras con la voz vacilante
de mis incertidumbres,
la columna de humo que se eleva
buscando una salida
por los respiraderos de mi cuarto.

Y, sin embargo,
dentro de la escritura está la herida
de la página en blanco, la llaga mendicante
de lo que pertenece
todavía a lo real. Por eso, algunas noches,
bajo el inmenso andamio de las deflagraciones,
la vida del poema,
como las caracolas en la mano,
se refugia en sí misma.

Primero es una puerta, luego otra,
un tumulto de puertas sucesivas
ninguna de las cuales puede abrirse,
excepto la del centro.

Como si contemplara
el paso de las cosas con la luz desvaída
de un pensamiento a medias,
corrijo las palabras sin estar aún en ellas,
sin haber encontrado, pese a todo,
la manera de entrar.

Las tablas destruidas, las tachaduras del poema.
La hoja abandonada en una esquina
con la palabra nada
como una flor de río en el ojal de la noche.

En esas ocasiones,
sin querer renunciar a todo aquello
que me pedí a mí mismo en unas líneas
que no supe escribir,
voy cerrando los libros, bajando las persianas,
apagando las luces. Es posible
que sea la obstinación lo que permite
que, a veces, un poema
se parezca a la vida.