Basilio Sánchez


Para guardar el sueño


LA HABITACIÓN CERRADA

No hay azar esta vez,
sólo fidelidad, sólo constancia
en un lugar que intuyo
entre lo conocido y lo desconocido.

Mientras crecen los gatos del crepúsculo
y el jardín se oscurece, me doy cuenta
de que estamos allí,
uno al lado del otro en la penumbra
de una habitación en la que todo
nos parece cercano: las paredes, los cuadros,
el silencioso círculo de la madera.

Allí, en el desamparo de las casas
habitadas del mundo,
vivos en el sigilo de los muebles
y en los cielos abiertos por la imaginación de un hombre,
compartimos
la caída en el sueño de tu mano
sobre la inmensidad de otro vacío
que de pronto se colma.

Allí, mientras la noche
se arrastra lentamente debajo de la mesa
y los muros se enfrían,
alumbrados apenas por las cosas,
por su estremecimiento, por su reflejo último,
sólo estamos nosotros.

A la hora en que un hombre y una mujer descienden
por la única calle de dos gritos,
sólo el tiempo, el murmullo
de unas cuantas palabras en las profundidades
del agua de los labios.


LAS BAYAS

Presiento tus palabras a través de los muros
de una habitación que será eterna.

Hay un país que crece
con la sustancia de los sueños
y una casa cerrada
en la que se acumulan los escombros
de una luz suficiente.

Quizá no fuera ésta la vida que esperábamos,
pero sí es el lugar.

Aquí donde se alzan
contra un cielo de piedra
una pared caída y luego otra,
serán nuestras palabras las que nos den cobijo.

Lo poco que tenemos,
lo mucho que tenemos está aquí, delante de nosotros.

Yo pongo la ventana,
tú los tallos, los zarcillos azules,
las silenciosas bayas transparentes.


PARA DECIR TU NOMBRE

La lluvia que hace oscuros
unos ojos de niña,
el universo humilde de una nube de sombra.

Una casa con la ventana abierta
y la ropa tendida en el hilo de los pájaros,
un macizo de flores con abejas
para las libaciones.

La que esparce la sal de nuestros ojos
en las habitaciones de la nieve,
la mano del dolor, la que ahora lanza
la piedra del olvido contra el cielo de la memoria.

La flor que amarillea en las heladas,
el pequeño consuelo de unos labios.

Bajo la luz del día,
los helechos que oscurecen el río
para la noche de los peces,
la sombra que aglutina todas las otras sombras
que he llevado en la vida junto a mí.

La lumbre del invierno,
la puerta que se abre sobre los cereales.

Una tarde cualquiera suspendida de pronto en el reflejo
de una pila de agua y las canciones
que se cantan al sopor de las uvas,
en la tranquilidad de los racimos.

Cuando no queda nada, ese silencio
que no es tuyo ni mío, que no sabe
qué hacer con las pisadas
insistentes de un hombre.

Una rama amarilla en un recodo
del paseo de las cruces;
la luz contemplativa de unas cuantas farolas
sobre la calle de la acacia.


CON UN LIBRO EN LAS MANOS

Germina una palabra sobre el papel de arroz.

Como el dibujo a lápiz de un arbusto
en un patio de nieve,
como si los silencios de tu casa
golpeasen los muros de la mía.

Cuando tengo delante la mesa de madera
con la pequeña luz desportillada
que ha vivido conmigo.
Cuando no tengo nada, y muy despacio
comienzo a darme cuenta de que aún queda
mucho sitio en los márgenes,
mucha vida aguardando en la penumbra,
en todos los lugares que ahora intuyo
que se han vuelto accesibles.

Porque hay alguien sumido en la nostalgia
de un país interior y porque elijo,
entre todas las puertas,
aquella que se abre a la mirada de un hombre,
la que es un árbol dentro de otro árbol.

Con un libro en las manos.
Aquí, en esta casa en la que sólo se muere de vejez.


EL PÁJARO DE ACEITE

Una mesa de mármol
con un vaso de agua para la flor del óxido,
la luz de una bombilla reflejada en el margen
como las caracolas en la playa.

La noche en las paredes, bajo los azulejos,
la noche que se queda en el hollín de los cuadros.

El agua del bautismo, la escudilla;
la palabra de cera que arde al fondo de las habitaciones
en el mismo momento en que presientes
la piedad del lenguaje, el aleteo,
como en los santuarios,
de un pájaro de aceite, de una mano nocturna.

Una palabra oída en medio de la tregua
de las germinaciones,
entre dos nacimientos y dos muertes.

La humedad del aliento que ahora cristaliza
y el agua que gotea sobre la mesa
de la mendicidad, la nieve en la ventana de un ciego.

Más allá de una noche
que se ha ido quedando sin estrellas,
el cuenco de la mano en el que cabe
la emoción del sentido y la palabra
que al calor de mis labios
brota de la nieve de lo posible.
La hoja de ceniza, la columna de humo
que alguien que no duerme ve subir a lo lejos,
en donde estoy yo ahora.


RUINAS

El cielo de los muertos es la flor de albahaca.

Primero es el paisaje,
luego el descendimiento de la nieve
sobre las cisternas de la memoria,
la puerta que se cierra, la mirada
que se vuelve del tamaño del ojo.

¿Quién podría distinguir
en este descampado nuestra casa, entre tanta maleza?

El reflejo suave de los vasos
detrás de las palabras, la porcelana tibia,
la paciencia nocturna
de los cuencos y las ensaladeras.
Aquello que de humano tenían los manteles,
los racimos de agua,
el misterioso pan que compartíamos.

Construimos la casa junto al muro
que no vimos caer, sobre la grieta
aún imperceptible.
Una casa de polvo de madera en la que estaban todos
los pensamientos de los vivos.

Como la oscuridad que se consume
en una hoguera apagada,
un día fuimos saliendo de las habitaciones
y cerrando las puertas,
cercados por las sombras buscamos otras sombras.

¿Quién llenaba el vacío? ¿Quién la grieta
que la unía a la nada?

El olor del enhebro,
la hoja solitaria
que se mece de pronto sobre él en esta hora
todavía lentísima, sin aire:
aquí, en la oscuridad de los arbustos
donde un perro agoniza, entre las ruinas
de aquellos que un día fuimos
y los restos de ahora, contemplo mi pasado
como los caminantes
la porcelana roja de una nube.

Porque tengo la edad en que uno es sólo
lo poco que recuerda,
mi voz en lo profundo de las habitaciones inclinadas
ha acabado en susurro.


LA VIGILIA

La sala está en penumbra.
Hemos ido pasándonos la luz de mano en mano,
de corazón en corazón,
como si todavía no hubiésemos hallado las palabras.

Sepultado a lo lejos por un cielo
con vocación de olvido al que le sobran
todas las estrellas,
el suelo de la noche está cubierto
por el agua de los olivos.

El hielo en las campanas,
las manchas amarillas en los muros
por la ausencia de luz, el incipiente
crecimiento del moho. Como aquellos
que han consumido todo
lo que aún les quedaba de la vida,
sólo nos conocemos por las manos, por los restos de cera.

Sobre la mesa, el agua derramada,
las bienaventuranzas,
lo que tú y yo sabemos de la sed.
Alrededor de ella, con las manos cruzadas
como cuando se espera,
el grupo de mujeres que en silencio
va llenando la casa de preguntas.

Muchachas que jugaron con la luz de los pórticos
y ahora son ancianas con los ojos de niña.

El peso en la mirada, la vigilia
que nos deja en los ojos un puñado de piedras,
el pequeño consuelo de una lágrima.

Alguien eleva al fondo
una antigua plegaria sobre la noche de los cedros.
No hay dolor en los labios de la muchacha muerta.
Nadie apaga la luz, nadie la toca.