Extremadura ha tenido y tiene grandes poetas: Félix Grande, Pureza Canelo, Ángel Campos Pámpano, Álvaro Valverde, Ada Salas, Diego Doncel y Basilio Sánchez son algunos de ellos. Este último, nacido en Cáceres en 1958 y médico de profesión, como lo fueron también Gottfried Benn, Williams Carlos Williams y Rogelio Buendía, ha sido reconocido por premios como el Loewe, el Tiflos, el Ricardo Molina, el Meléndez Valdés o el Extremadura a la Creación, entre otros. Y es justo que así haya sido porque su escritura, al margen de grupos, capillas y tendencias, se caracteriza por la personalísima percepción de su mirada y su sabia y serena contemplación de la realidad, que indaga y analiza.
Este último libro suyo viene a confirmarlo, y la prosa con que el mismo se abre es, más que una poética, una declaración de lo que le atrae e interesa: “el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas”, que, “desde su luminosa levedad”, nos sugieren o donan “esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse a cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles”.
Gil-Albert podría haber firmado y afirmado esto mismo, porque lo que Basilio Sánchez poetiza es tanto su vida como su verdad: su verdad de vida. Por eso, como un nuevo Sísifo, asume la tarea que le ha sido asignada: “Es una piedra buena/la que me han encargado/llevar sobre los hombros”. No se rebela contra ella: la acepta sin más, porque ama –dice- “la eternidad de un solo instante, /el infinito breve de una noche”. De ahí ese franciscanismo suyo que le hace captar los matices más puros de la nieve y la belleza que hay en la humildad. Por eso opone “el orden de la nieve” al desorden imperante en el mundo. Para él “todas las sombras tienen sentimientos”, y “lo indescifrable y lo secreto” es lo que nos permite ver que “todo en la vida tiene siempre /más de un significado” y que es “la sustancia visible de los días “aquello que “se derrama en la noche”.
Como María Zambrano, Basilio Sánchez establece su posición y perspectiva desde un claro del bosque y llega a la conclusión de que “Nada de lo que existe/ambiciona ser más de lo que es”. Lección existencial, poética y filosófica, la que este libro suyo nos propone. En él hay construcciones paratácticas en la sintaxis, versos largos y breves alternados en la métrica, sencillez en el léxico, pureza en la dicción, sosteniendo un universo ligero pero firme, tan sólido como profundo y límpido y equilibrado tanto en su esencia como en su perfección. San Juan de la Cruz, Chesterton, Berger, Rilke, Neruda, Hikmet son cuentas en el collar de su corona lírica, que aporta diagnósticos tan precisos como éste: “Salvo la oscuridad y la pobreza/ ya apenas queda bajo la superficie de la luz”. Basilio Sánchez levanta así un acta completa “de su ejercicio humilde de vivir”, que es también el nuestro: el de todos nosotros, que “estamos invitados a una fiesta/ de la que sólo oímos la música a lo lejos, /de la que percibimos, en medio de la noche, el resplandor”.
La poesía es para él “una apuesta/ moral ante la vida” como lo es también su visión del otoño, o su interpretación de la quietud: “una forma íntima de defensa moral”. Subrayo esto porque su poesía es tan ética como solidaria, tan singularmente religiosa (esto es: con escrúpulo de conciencia) como bien escrita, concebida y desarrollada. Poemas suyos como “La semilla del reino”, “Tardes de lectura en el jardín”, “Las Palabras” o “Escrito en una hoja” pueden servir de ejemplo de ello. Otro elemento fundamental de esta escritura es su reflexión metapoética, en la que alcanza momentos cimeros como éste: “El tiempo del poema/no es el tiempo del mundo. /El suyo es el espacio/ secreto de los signos”. Poesía, pues, de pensamiento y de emoción que tiene la virtud de ponernos frente a nosotros mismos como en un espejo que nos devuelve una neta imagen de que ni somos hombres insatisfechos ni felices sino una mixtura de momentos variables en los que somos unos y otros a la vez. Si Giotto escribiera lo haría como Basilio Sánchez.
Cuatro años después de haber publicado ‘He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes’ (Visor, 2019; Premio Loewe) y tras una pandemia vivida como médico intensivista, Basilio Sánchez (Cáceres, 1958) regresa a la editorial valenciana Pre-Textos con ‘El baile de los pájaros’, su duodécimo libro de poesía, editado en la colección «La cruz del sur». Esta nueva entrega viene a sumarse, además de al título anteriormente citado, a ‘Esperando noticias del agua’ (Pre-Textos, 2018), ‘Cristalizaciones’ (Hiperión, 2013), ‘Las estaciones lentas’ (Visor, 2008), ‘Entre una sombra y otra’ (Visor, 2006), ‘Para guardar el sueño’ (Visor, 2003), ‘El cielo de las cosas’ (2000), ‘Al final de la tarde’ (Calambur, 1998), ‘La mirada apacible’ (Pre-Textos, 1996), ‘Los bosques interiores’ (1993, 2002) -estos últimos siete recogidos en ‘Los bosques de la mirada’ (Calambur, 2010)- y ‘A este lado del alba’ (Rialp, 1983).
Todos ellos, a los que habría que sumar ‘El cuenco de la mano’ (2007) y ‘La creación del sentido’ (Pre-Textos, 2015), forman una de las trayectorias más coherentes y honestas de la actual poesía española, y hacen de su autor una de las voces imprescindibles de hoy, tanto por la enorme calidad de los volúmenes citados como por la singularidad de una apuesta que se me antoja uno de los caminos más interesantes por los que está transitando la poesía del siglo XXI. Y lo es a pesar de no estar presente en las previsibles antologías generacionales. Tal condición periférica le da aún más valor al hecho de que su obra haya logrado, a través del boca a boca, que crezca el número de lectores que esperan y celebran cada nueva publicación como un acontecimiento.
Alejado de las prisas y de las modas, de los focos mediáticos y de la hojarasca, el poeta cacereño, después de conseguir el Loewe y de que su poesía haya llegado a un público más amplio, da un nuevo giro con este título, sin romper la profunda unidad que articula toda su producción. Así, abandona el versículo y regresa a la suave musicalidad del verso blanco, aunque la cadencia siga siendo solemne y pausada, en una apuesta por la humildad léxica y por la sencillez de un discurso a media voz que, como un susurro al oído, establece una fértil confidencia con el otro. De modo paralelo, adelgaza las imágenes, en ocasiones de carácter onírico, para apostar por un símbolo despojado y sobrio. La casa, el jardín, el bosque, la noche, la nieve, el atardecer o el agua se convierten en puertas de acceso a una realidad que tan solo podemos intuir. De modo previo a su codificación, la mirada reflexiva del poeta se ha detenido con serenidad y hondura en lo mínimo, eje sobre el cual gira el universo.
Con estos mimbres, Sánchez teje las tres secciones del libro, tituladas lacónicamente con números romanos. Cada una de ellas está formada por diecisiete poemas, número que simboliza, además de la perfección espiritual, la búsqueda de la verdad y del conocimiento. No en vano, el conjunto, a pesar de la sencillez del título, es concebido como un proceso de ahondamiento en las profundidades del yo para tantear las grietas que lo definen y, a partir de ahí, explorar su relación con el otro y con el mundo. En la sinceridad de esta mirada que se pliega sobre uno mismo para abrirse hacia los demás radica el profundo humanismo de unos versos que suponen una nueva aproximación a las mismas preocupaciones de siempre: la memoria, el paisaje de la infancia, el tiempo, la reflexión sobre lo sagrado y Dios, la pérdida de la que nace todo escritor, la poesía, la naturaleza, las ausencias, la convivencia del poeta y del médico, la otredad, la celebración de la vida...
Estamos, en suma, ante un libro de honda raíz simbólica y meditativa, capaz de emocionar al lector tanto por la extraña intensidad de una dicción sosegada que brota de la incertidumbre como por el fraternal humanismo de una mirada que escudriña entre las cosas humildes. La primera se levanta sobre la precisa selección léxica, sobre la brillante codificación de las imágenes, sobre los silencios y, muy especialmente, sobre la maestría técnica convertida en sencillez; el segundo, por su parte, es resultado de quien vive a la intemperie y merodea en torno a las preguntas, al enigma que sostiene el universo y la relación con el otro, con cuyo dolor, fragilidad y desamparo se solidariza. La lectura de ‘El baile de los pájaros’ es, por tanto, una experiencia de la que no regresamos indemnes y en la cual surge el prodigio que nos reconcilia con la poesía, con la existencia y con el ser humano.
«El universo es grande, / pero es incomparable a lo que puede contener el silencio». Y desde esa quietud, antesala de la plenitud rotunda, está formada la poesía de Basilio Sánchez (Cáceres, 1958), que nos recuerda que escribir es, efectivamente, trabajar con las manos para así dar con los frutos más milagrosos y cercanos de la existencia. De ese sacrificio venimos.
«Hoy he escrito una línea con la mano de Dios», apunta así, sin complejos, y esa sensación la comparte el lector desde las primeras páginas de ‘El baile de los pájaros’ (Pre-Textos), y mecido por esa mano cósmica y carnal continúa empujado por el relámpago de su aforismo certero, dirigido hacia el punto exacto de nuestro pecho, y esa mano que ahora, leída aquí, puede resultar pedante, beata o ridícula, solo confirma auténtico misticismo, clara revelación, cielo absoluto. Y tenemos que celebrarlo. Tenemos que agradecérselo.
El agradecimiento es la única posibilidad de hacer finito lo infinito. Por eso. Seamos generosos. Seámoslo porque esto no es nada común. Este ‘baile’ nos señala lo sagrado del universo, reconcilia con lo elemental de nuestro entorno que nos conforma y confirma sin llegar a reivindicarnos, sin golpes en el pecho ni manotazos identitarios desde el privilegio; este pájaro nos dirige hacia las respuestas diáfanas de la existencia, en ese punto donde no se da la insatisfacción ni la felicidad, sino algo más enraizado, una serenidad contenta, un vuelo libre, ensalivado de futuro.
Este médico oculto en esa tierra casi siempre lejana y desconocida para muchos como es Extremadura, se ha elevado al puesto más alto de los poetas que buscan la verdad de la palabra, su máximo alcance. El poeta que cura es hoy uno de los autores más sanadores y originales de nuestra lengua. No es joven, pero es nuevo, cosa que no siempre pasa con los jóvenes: «deja un cubo de agua a la intemperie / y acabará llenándose de estrellas».
A pesar de contar con una extensa y reconocida trayectoria, no fue hasta el 2018, con el Premio Loewe a su poemario ‘He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes’, cuando la proyección de su voz se consagra. Esta nueva entrega es una continuidad de aquel trabajo, y se aceptar así, de nuevo sin complejos, sin necesidad de malabares temáticos. El poeta suele cifrar su vida en torno a un puñado de obsesiones, y las de Basilio Sánchez se concentran en la ternura y sus mañanas.
Necesitamos contar con artistas, con poetas, que desbrocen los caminos, que enseñen a ver, a mirar, que nos ofrezcan soluciones muy sencillas a lo que ahora aparece inasumible. De eso trata, quizá, la medicina. A eso obedece la literatura: «De todo lo posible, / el poeta ha elegido multiplicar los panes y los peces». Ha llegado, por fin, una abundancia distinta, la de esta forma de llegar a casa acompañado por los que silban y ascienden, los que saben de la alegría. Y la silban. Es la receta que viene a traernos de lejos. De aquel sitio por el que apenas pasa el tren. Para qué más ciencia.
Mucha ha sido la literatura, en sus diferentes géneros, que la pandemia ha propiciado, más exactamente los interminables días de confinamiento, días en los que la escritura sirvió como bálsamo con el que aliviar los efectos de la soledad forzosa, de la incomunicación. Claro es que no toda esa literatura posee la misma trascendencia. La inmediatez no es buena consejera a la hora de registrar las incidencias, más de carácter especulativo que físico, en la página. Recordemos lo que decía Wordsworth, quien dijo que la escritura es una «emoción recordada en la tranquilidad». Basilio Sánchez (Cáceres, 1958) que vivió, por mor de su profesión, directamente los momentos más críticos de este periodo, es consciente de ello y lo constata en las palabras que anteceden a los poemas de “El baile de los pájaros”: «A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas que, desde su constancia, de su luminosa levedad, en el baile secreto y silencioso de sus significados, parecían sugerirme, a su manera, esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles». No se escuda Sánchez en una persona interpuesta. Es un hombre el que se expresa tanto sus convicciones como su incertidumbre en estos poemas, sin subterfugios, como experiencias que son de su propia biografía: «Escribo para alguien al que miro a los ojos. / Escribo en la infinita dispersión de mí mismo / con el fervor profundo de unas manos que buscan otras manos», escribe en uno de los últimos poemas del libro, libro que está dividido en tres secciones. En la primera de ellas, el simbolismo de la nieve, en el triple ―«todo en la vida tiene siempre / más de un significado»― sentido de pureza, de ordenación del mundo y de silencio («Yo la miro en silencio / como se mira al suelo cuando nos encontramos / con un pájaro muerto», escribe Sánchez con una hermosa imagen que no oculta cierto estoicismo. Pese a las circunstancias en las que ha sido escrito una gran parte de este libro, prevalece un él un canto a la vida. La lucha cotidiana, el gozo que supone no ser un mero testigo accidental, sino alguien comprometido con lo que ve, con el inspirado movimiento de la naturaleza («He aprendido a sentirme responsable de lo que conozco. / He aprendido a encontrar mi lugar en cualquier sitio / donde sucede algo que me incumbe»), la contemplación del paso de los días supone confiar, pese al desastre, en uno mismo y, por tanto, un desafío a la muerte.
En la segunda sección ese baile de los pájaros del título es el símbolo de la renovación vital frente a una vida estancada entre cuatro paredes que, sin embargo, sigue su curso en el exterior, una vida en la que predomina el silencio interior: «El silencio confía / en la fidelidad de las palabras / a las cosas que nombran. // El silencio confía en que en la niebla / de las divagaciones / pueda haber un camino derecho hacia el sentido», pero el silencio también permite observar la realidad con mayor detenimiento, apreciar las cosas que nos rodean con mayor intensidad, desde lo minúsculo a lo imponente. El silencio permite ajustar a cada uno la medida del tiempo a sus propias experiencias, a su propia edad: «Lo que a mí edad me atrae / ahora de los ríos / no son los manantiales, / no son los deltas, las desembocaduras, / los estuarios lentos que se abren a los acantilados, / a la herida del mar».
La conciencia de la muerte ocupa buena parte de los poemas de la tercera sección. Su profesión le mantiene en un contacto permanente con ella: «La muerte es un país que no conozco, / pero del que domino / su lengua y sus costumbres», escribe en el poema «Todo sigue su curso», y frente a todos estos “contratiempos”, se eleva la escritura, la poesía que, para Basilio Sánchez, es un acto de resistencia: «La poesía / no solo palabras, / son palabras que tiemblan, / son palabras que están a nuestro lado, / que nos dicen aquello / que queremos decir y no sabemos», porque su poesía es más evocadora que descriptiva. La reflexión de carácter metapoético recorre todo el libro, lo que induce al lector a corroborar el ejercicio de la escritura, parte indisoluble de la vida, como una especie de salvavidas que nos invita a conocernos mejor. La poesía no cura, pero retrasa el olvido, antesala de la muerte, pese a que, según confiesa el poeta «De lo mucho o lo poco / que he vivido / me quedo con la nieve que le ha dado / la transparencia al aire. / De lo mucho o lo poco que he vivido, / con la fragilidad de las palabras /que no me han convertido en un hombre insatisfecho / ni en un hombre feliz». Como si estuviéramos en un círculo, la nieve inicial que propiciaba la contemplación ensimismada del mundo, un mundo limpio y nuevo, ilumina ahora las palabras finales del poeta, palabras que, frente a la tragedia, reivindican la esperanza.
Hay quien coloca el centro de la vida humana en el poder exterior, en la riqueza, en un bien convencional. Yo pongo el centro en el espíritu.
Estas palabras de Ángel Ganivet resumen perfectamente el ideario vital del poeta cacereño Basilio Sánchez, autor de los espléndidos poemarios Los bosques interiores, La mirada apacible, Al final de la tarde, El cielo de las cosas, Para guardar el sueño, Entre una sombra y otra, Las estaciones lentas, Cristalizaciones, Esperando las noticias del agua y He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes.
Su último libro, El baile de los pájaros, retoma el paisaje campestre de sus trabajos anteriores. Tal y como leemos en los clásicos (Virgilio, Horacio, fray Luis de León), la voz que enuncia huye del ajetreo de las ciudades en busca de otro ritmo, mucho más sosegado: “La soledad del bosque es un refugio”. Si hay una palabra que se repite a lo largo de la obra, es silencio, concepto indispensable para bucear dentro de nosotros y conocernos mejor; y desde luego, requisito primordial para la creación poética. Gracias a ese recogimiento, el sujeto lírico va soltando el lastre de las imposiciones externas, se olvida del cronómetro y de los objetivos. El sentido de su vida no se lo marcan otros, sino que lo improvisa: “Mi destino es un árbol”.
A la vez que Sánchez elogia la humildad de los seres vivos, también critica el impacto humano en la naturaleza:
Todos los animales
se sienten traicionados por nosotros.
No hay ningún animal que pueda amarnos.
“Somos los constructores de nuestra propia ruina”, añade. Frente a tanta devastación, el poeta apela al cuidado de la casa común que cobija a todas las especies: “He aprendido a sentirme responsable de lo que no conozco”. Nuestro afán aniquilador viene motivado por el deseo de satisfacer nuestras demandas. La velocidad con que anhelamos nos lleva a arrasar el mundo. De ahí que Basilio reivindique la pausa, la desaceleración, como forma apetecible de vida. La poesía, por tanto, “es una apuesta moral” por un cambio de paradigma.
Los mejores resultados se consiguen sin prisa. Carl Honoré, en su ensayo Elogio de la lentitud, señala que la serenidad logra que las relaciones se asienten y crezcan. Basilio Sánchez canta otro tipo de belleza, la del paisaje que se crea despacio:
No hay en los movimientos de la vida
ni un asomo de precipitación,
en sus prerrogativas sólo cabe la espera,
la paciencia que hace hermosos los árboles,
azules las montañas,
caudalosos los ríos.
El ritmo pausado, por otra parte, aumenta nuestro nivel de conciencia y de empatía. Nos centra en el presente (“Amo la eternidad de un solo instante”). Nos re-liga a las cosas:
Te hablo por instinto,
por un hermanamiento visionario
con todo lo que existe.
Basilio Sánchez se subleva contra la dictadura de la tecnología, contra la tiranía de las distracciones, contra el látigo del reloj que nos aleja de nosotros y de aquello que amamos. De ahí la importancia de algunos símbolos (la nieve, el pájaro), bastiones elegantes contra la hiperactividad del mundo que vivimos.
El tiempo es esencial para que los frutos maduren. Disfrútenlo antes de que se acabe.
Con los años
nos sobran las palabras,
pero nos falta tiempo.
Cultiven la paciencia.
Lo bueno de esta vida es que lo extraordinario siempre está por llegar.
La obra de Basilio Sánchez (1958) rebasa ya la decena de poemarios con la publicación de “El baile de los pájaros” (Pre-Textos. Valencia, 2023). Reconocido con galardones como el “Unicaja”, “Tiflos”, “Ricardo Molina”, “Loewe” …, su quehacer es un compendio de palabra serena y madurada, de verso sostenido y sugeridor.
Licenciado en Medicina y Cirugía, y especialista en medicina intensivista -especialidad que ejerce en el Hospital Universitario de su ciudad natal- vivió muy de cerca la pandemia y sus efectos. Tal vez, por eso, en el pórtico de esta entrega de cuenta de cómo era su regreso a casa, en donde “me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas que, desde su constancia, desde su luminosa levedad, en el baile secreto y silencioso de sus significados, parecían sugerirme, a su manera, esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles”.
Dividido en tres apartados, el volumen converge en una suerte de diario vital, de mapa íntimo si común, desde el cual reconocerse en el orden y el azar de lo humano. Desde el sigilo que otorga la contemplación, el yo lírico sustenta su origen, su linaje, y se hace semilla y fruto de su misma celebración. Soledad para sentir, para pertenecer a lo mágico y real que ofrece la costumbre de saberse cómplice de cuanto rodea su propósito y su espacio: “Escribir es trabajar con las manos. / Yo lo hago por agradecimiento, por respeto, / por un deseo profundo/ de acercarme a las cosas y cuidarlas”.
Frente a la luz que enciende su verbo, Basilio Sánchez se demora en la melodía de lo cotidiano, en la música de la existencia, y, entre sus notas, revela ese fuego secreto que arde tras del ser, las promesas, los presentimientos, los anhelos, las preguntas…, que nacen junto a lo habitado. Además, el curso del tiempo que camina imperturbable entre las deshoras de la finitud, se alza, aquí y ahora, como refugio y melancolía, como niebla e incertidumbre.
A su vez, al par de estas páginas, destaca una brillante reflexión sobre el oficio poético, sobre ese silente laboreo que enfrenta al creador con su circunstancia y su decir (“Trabajo en lo invisible/ como lo hace el agua de los ríos o la lluvia nocturna”). Desde ese vínculo, pues, que une la tinta y el crepúsculo de lo sagrado, el vate extremeño se sabe ungido por ese don que convierte la poesía en relámpago, en llama tenaz, razón de vida. De ahí, que sean muchas las ocasiones en las que se refiera a ella y la revele y defina de manera límpida y precisa: “La poesía/ no son sólo palabras, /son palabras que tiemblan,/ son palabras que están a nuestro lado,/ que nos dicen aquello/ que queremos decir y no sabemos”.
En suma, un poemario de cálidos acentos, que explora territorios almados y emotivos, y en cuyo recorrido encontrará el lector muy bellos itinerarios por donde detener su atención y su mirada: “El tiempo es un caballo temblando entre los árboles. / Los viejos somos niños/ que salimos una tarde a la calle/ y nos entretuvimos jugando con la vida/ sin que nadie nos echara de menos”.
La poesía sigue viva, afortunadamente, en la voz de algunos poetas que son ya imprescindibles en el panorama de las letras españolas. El verdadero poder de la poesía se aleja de modas y tendencias, para ocupar el lugar que le corresponde, que no es otro que el de la libertad e independencia, principios fundamentales de la creación en cualquiera de sus manifestaciones. El distanciamiento, en la mayoría de los casos, de lo superficial y anodino hace que hallemos alguna poética que se distinga por su diferencia, no sólo en el plano formal sino también en el ético, hondo y preciso, universal. Encontrar algo así no es fácil, pero creo en la sensibilidad del crítico y del lector que explora la actualidad desde un prisma también distinto, que evidencie la esencialidad del texto y huya de lo anecdótico, circunstancial o mediático. Escribía, y con razón, el poeta y ensayista Gerardo Diego: «Necedad increíble es la del crítico que juzga por criterios extraños a lo esencial poético». Y así es que, en esa búsqueda constante y continuada, aparecen libros que son destacables por su indiscutible calidad, como es el caso de ‘El baile de los pájaros’, de Basilio Sánchez (Cáceres, 1958), publicado recientemente por la editorial valenciana Pre-Textos, en su colección “La cruz del sur”. Con anterioridad, Basilio Sánchez ha publicado once poemarios, todos ellos aval suficiente de una trayectoria poética ascendente, que lo sitúa entre los más grandes poetas españoles actuales.
Su última entrega, ‘El baile de los pájaros’, viene a ser, en esa ascensión de su labor poética, un libro extraordinario, de una magnífica sencillez y plenitud desconcertante, universalista, pero sobre todo conmovedor, algo inusual en la poesía actual. Hay quien piensa aún que la poesía consiste en enlazar palabras, da igual que sean sustantivos, adjetivos, que concurran en un orden u otro, antes o después, siendo el resultado de una anarquía indigerible. Sin embargo, la poesía es mucho más que todo eso, en palabras del propio autor: «La poesía es el final del idioma. / La poesía, / al igual que la nieve que ha cubierto los setos esta noche, / comienza en el abismo», y remata el poeta: «La poesía / no sólo son palabras, / son palabras que tiemblan, / son palabras que están a nuestro lado, / que os dicen aquello / que queremos decir y no sabemos». Basilio Sánchez nos muestra en este libro su capacidad para conmover al lector, para hacerle saltar del sillón mientras se mira entre sus versos y un resplandor le ciega en ese instante único en el cual la palabra ejerce de mágico imán. Desde el preámbulo, Basilio Sánchez nos conquista con la fuerza de su palabra, con la pura belleza de su discurso poético: «A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas…». ¿Existe manera mejor para expresar poéticamente un sentimiento, la experiencia del regreso y la hondura del pensamiento de una verdad tan esencial como la vida? Es la realidad trascendida, esa mirada que se abisma en la nada y lo absoluto la que hace de Basilio Sánchez un gran poeta, un humilde e independiente poeta que se distancia de lo vacuo y acierta adentrándose en todos los silencios existentes. No hay un solo poema que no contenga el silencio, que no sea silencio en sí mismo. La necesidad humana de percibir el asombro impregna, también, su manera de entender el mundo: «Lo que más me emociona es lo que menos comprendo. / Para lo que es confuso e indeciso, / sólo pido un día claro», escribe el poeta. La naturaleza vive plena en la construcción del discurso poético de Basilio Sánchez, es la esencia de su vivir discreto, la manera de reivindicar que su continuada destrucción es también la nuestra. ‘El baile de los pájaros’ no es un libro de poemas cualquiera, es una obra de arte, que tiene en la palabra la voz del mundo, de la cotidianidad de los días y de las cosas sencillas que, por cercanas, desechamos o no atendemos como bien se merecen: «Por encima de mí, sólo los árboles / perciben con sus ojos la claridad del aire». El inmenso patrimonio natural, este inconmensurable legado tiene en la poesía de Basilio Sánchez un lugar de preeminencia, que mima con verdadera delectación: «La soledad del bosque es el refugio / natural de las cosas / que tienen sus raíces en lo mágico».
Es la poesía de Basilio Sánchez un monumento a la belleza, a la belleza interior de las cosas: «El paisaje es la fuerza / de la pasividad, / el heroísmo / de un impulso creador hacia lo hondo, / hacia los misterioso y lo pequeño, / que es capaz de convertirse en belleza». La búsqueda de la verdad es otra de las claves de su poesía: «Las cosas más hermosas, / las más conmovedoras, lo son sin pretenderlo, / sin recurrir a nada que no sea / la verdad de ellas mismas». Belleza como abismo e introspección de lo cotidiano, para trascender en la palabra como el fulgor del universo. Escribe el poeta: «Las palabras que de alguna manera / asumen lo invisible / son las únicas / que aún podemos decir con esperanza». La esperanza marca el carácter existencialista de la poesía de Basilio Sánchez, como también su humanismo, ese rasgo tan ajeno al devenir actual de la lírica española, y que en ‘El baile de los pájaros” hallamos tan frecuente y unido a los dos anteriores: «La poesía es la parte de uno mismo / que es capaz de sostener la verdad. / Cuando has vivido mucho todo espacio es humano». Esta es la verdad y su encuentro con ella pasa por crear un mundo sublime, en el cual y a través de la palabra, es capaz de alterar el latido del lector, de hacerle temblar, de conmoverlo. Y todo este universo lírico, además, colmado de silencios, de un silencio que impregna de aromas y de música toda su poesía: «El universo es grande, / pero es incomparable a lo que puede contener el silencio».
Basilio Sánchez es, hoy por hoy, y no me duelen prendas en manifestarlo, un gran poeta, diría que un poeta de obligada lectura, imprescindible.
Desde el principio de los tiempos, la palabra -la palabra creadora de la poiesis- ha tratado de explicar el sentido del mundo. No es otra cosa la literatura o la filosofía. En su Teogonía, Hesíodo construyó un relato genesíaco a partir del origen de los dioses; siglos después, en el convulso I a.C., Lucrecio versificó en hexámetros la necesidad de contar con átomos y vacío para mostrar el funcionamiento de las cosas al margen de los dioses, existentes estos, aunque distantes de las minucias humanas. Se podría decir que Basilio Sánchez, en El baile de los pájaros, está más cerca del sentido material de Lucrecio que de aquel Hesíodo de la Teogonía, pues el poeta de Cáceres se detiene en el funcionamiento menudo de la naturaleza, en el goce de lo inmediato que le rodea, en la estima del instante en el que existe.
¿Se ha desterrado a los dioses o se ha exiliado a Dios en la obra de Basilio Sánchez?, o de otro modo, ¿es un poeta materialista? No. No es el caso. En esta obra, la religión es un concepto fundamental que vertebra transversamente el libro; es su columna vertebral. Entonces, ¿es un poeta de lo sagrado? Tampoco. Es la suya una religiosidad de la naturaleza de las cosas: de la purificadora nieve, de la noche y de la luz del día, de los trascendentales claros del bosque (cómo resuenan en ese metafórico espacio el aire del pensamiento de Heidegger, de María Zambrano, de Valente…). La Naturaleza más cercana es la religión que devuelve al poeta —no creo que aquí la voz poética esté muy lejos del poeta— al mundo, que lo re-liga o lo vuelve a ligar al presente. En ella lee, como si de un gran texto en el que se escribe el destino se tratara, la esencia de la vida.
Para acercarnos a esta poética, véase cómo el poeta se deleita en «los álamos del río», tan inevitablemente machadianos, en los animales y en las nubes, en los árboles y en la tierra. Este es el escenario en el que trascurre la acción del poemario que, por otra parte, es prácticamente inexistente, pues estamos ante un libro de contemplación ascética, de quietud y de silencio -concepto este capital, del que nos ocuparemos más adelante-. Dividida la obra en tres partes enumeradas con números romanos y cada una de ellas compuesta por diecisiete poemas, la primera justifica el panteísmo -la divinidad está presente en todas las cosas- y, por tanto, el inmanentismo que late en cada verso. Digamos que Basilio Sánchez se vale del pensamiento místico, si bien lo despoja de toda trascendencia posible.
Es la figura de un caminante que atraviesa la oscuridad de la noche (otro guiño intertextual con San Juan de la Cruz es el «aunque es de noche» de “La fortaleza”) y que aspira a llegar al hallazgo de las grandes preguntas sobre la vida y sobre la muerte. Pero no encontraremos respuesta más que en el instante, único espacio de la eternidad. Todo cuanto existe es lo cotidiano presente; y el futuro, una entelequia. Queda el pasado, que en el mundo de lo irreal, en cambio, es recuperado a través de la memoria, la buena memoria que ilumina el presente. Vemos a través de lo que hemos visto, de lo que hemos vivido: «No hay visión sin memoria», dice. No está exenta esta memoria del sentido primigenio de la visión del mundo, del arrobamiento del que mira por primera vez, la mirada inocente del que contempla desde la ternura y desde la inocencia. He aquí todo un ideal humano, una utopía frente el ruido de lo superficial.
También el poeta se acerca, a través de la poesía, al misterio, a lo inefable y a lo desconocido. Por eso, la palabra poética se yergue como la herramienta más eficaz para iluminar las cosas. Y de ahí la perspectiva fenomenológica de acercarse a la cosa en sí, tras pasar su peculiar mirada por la superficie del mundo en torno. Este espacio y este tiempo de oscuridad y de noche son luminosos, del mismo modo que el silencio del mundo y del lenguaje es dador de sentido. Gracias a la poesía, poeta y lector acceden al conocimiento, hallado en la raíz profunda del silencio de la escritura: «el silencio de Dios es el silencio / de las cosas». Dios y cosas en armónico panteísmo. En última instancia, el silencio es otra forma de expresar la muerte.
Somos simplemente; somos, y eso basta. Somos muy poco y gozar de la vida es tomar conciencia de la simpleza de ser un corpúsculo que fluctúa entre el espacio y el tiempo en la tarde serena del alma, en el sosiego del silencio como forma de expresar la muerte, por la que acabará preguntándose tras tomar conciencia quevedesca de que los muros de su patria-cuerpo se están desamorando. El tiempo, infalible, hace sus estragos y nos humaniza. Sobre qué quedará tras la muerte, quizás nos lo hubiera adelantado ya al principio de la tercera parte, cuando la esperanza era expresada como un mundo mejor que está por llegar. La esperanza, desde la perfección de lo simple, desde la oda a lo cotidiano, a lo menudo y a lo natural, se despliega como un inmenso abanico que acaba regalando, página a página, el fresco aire de los sueños.
La becqueriana diferencia entre poesía y poema, entre lo que se quiere decir en la poesía y lo que se dice finalmente en el poema, contextualiza los metapoéticos versos de El baile de los pájaros:
Escribir es trabajar con las manos.
Yo lo hago por agradecimiento, por respeto,
por un deseo profundo,
de acercarme a las cosas y cuidarlas.
Se le presupone a cualquier autor una evolución en su carrera que no solo obedece a la acción de limar formas o estilos, sino también a la fórmula material de la obra. Y, como no podía ser de otra manera, esa afinación final del instrumento, esa meta —más o menos predeterminada—, suele coincidir con la transformación de la propia persona, su madurez y su experiencia de la vida que, obviamente, siempre es más y no menos. El baile de los pájaros, de Basilio Sánchez, engloba todo lo anterior: «Camino sin propósito. / Mi destino es un árbol,/ una piedra,/ un nudo solitario en el silencio/ de lo que se mantiene sin orgullo, sin razones morales». Como una declaración de intenciones, estos versos, que no son sino el libro entero, vienen a decirnos algo así como que la vida acaba por descubrir que no está hecha de grandes logros o banal pirotecnia de salón, sino de pequeños detalles que, de pronto, nos llevan a comprender quiénes somos y qué hemos conseguido. Porque es fácil distraerse con aquello que no conseguimos ni jamás podremos ser.
El baile de los pájaros es un libro que, como todos los del autor, mantiene una línea estable en su creación y en su visión del mundo y de la poesía. A través de esta podemos ver o interpretar aquel. Pero a esa línea se le pueden añadir dos notas que lo identifican y que, sin embargo, no son sino un eslabón más en la poética del autor. La primera es su claridad. En este volumen compuesto por tres partes, con diecisiete poemas en cada una de ellas, Basilio Sánchez depura el verso hasta convertirlo, probablemente, en el más diáfano de toda su trayectoria. Y ello lo hace con una proliferación de definiciones que se sirven del verbo copulativo ser, que es, a la postre, el más indubitable de todos. Y, sin embargo, lo logra sin perder un ápice de belleza o brillantez: «el otoño no es algo que suceda, / el otoño es una forma de vida»; «el poema es el baile de los pájaros frente a la comitiva de la boda». O aquella otra que obliga a pararse y pensar qué estamos haciendo: «Un bosque calcinado es una casa vacía». En este sentido, se me antoja que esa sencillez, no exenta de la elegancia habitual del autor, da un paso más a lo largo de ese permanente periplo que es ir desnudándose para ser comprendido.
El segundo de los aspectos más destacables de El baile de los pájaros es que consolida el camino marcado en libros anteriores como en He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes. Y lo hace volviendo sobre un triángulo cuyos vértices son nominados por naturaleza, esencia y poesía. El baile de los pájaros despliega una clara vocación ecológica, pero no un ecologismo de tomar el té ni un ecologismo de abordaje, sino un ecologismo interiorizado y casi espiritual, un ecologismo franco que integra al autor (y al hombre, por ende) en la naturaleza, a la que pertenece y de la que no puede ni debe escindirse: «Somos hijos de un árbol y una piedra, / de una hoguera encendida/ con los restos de otra». La esencia, el segundo pilar, inseparable del anterior, nos dice que es en las pequeñas cosas, en las más corrientes o insignificantes, donde se encuentra la verdad del hombre, donde el ser humano lo es y puede reconocerse, y donde jamás se engañará. Como el autor afirma, se «dedica a lo poco»: «Pertenezco al linaje de los tímidos, / al de los pusilánimes, / al de los constructores silenciosos». «Para todos nosotros, el silencio de Dios es el silencio/ de las cosas que, a nuestro alrededor, / con su sola presencia, / nos hablan de sí mismas». Y es la poesía la única argamasa capaz de unir todos los vértices del triángulo. La única capaz de explicar el mundo a los ojos del poeta y hacerle ver la revelación que se esconde en esa naturaleza, en lo simple, en una piedra, en un árbol o en la nieve (recurrente en el poemario). Allí, y solo allí, se resuelve el enigma de nuestra propia existencia: «La poesía/ no sólo son palabras, / son palabras que tiemblan,/ son palabras que están a nuestro lado,/ que nos dicen aquello/ que queremos decir y no sabemos». El autor, por tanto, se identifica con la naturaleza que le rodea, con lo menos llamativo o trascendental, y es la poesía la que, sin embargo, le advierte de que se encuentra ante lo nuclear de su vida. Solo a través de la palabra podrá comprender el dilema que supone eso que llamamos vivir: «En mi tenacidad, / en mi constancia, / escribo como un monje, / pero también escribo como el hombre/ más rico de la tierra».
Los libros de Basilio Sánchez, y El baile de los pájaros no es una excepción, están perfectamente medidos y ponderados, milimétricamente equilibrados, cargados, sin duda, de un simbolismo que se ancla en una voz poética que bebe de la observación más profunda y de un desprecio absoluto por lo rimbombante o lo espurio. Textos titulados con términos como jardín, bosque, zarza, nevada o semilla se alternan con otros donde los sustantivos son fortaleza, arca o fervor. Y es fácil comprender que unos y otros están entrelazados, que un bosque es también símbolo de fortaleza o un jardín es un arca. La naturaleza encierra en sí misma una metáfora de armonía que se refleja en esos otros conceptos generales. No es algo nuevo en el autor, pero sí algo que afianza su obra en una solidez que no es tan común en los autores de la poesía española actual.
El baile de los pájaros, tal vez menos metapoético que otros libros anteriores, vale al lector para cargarse de armas contra la muerte de la poesía, para incitarlo a comprender que lo sustancial subyace en lo elemental, que es mucho lo que puede encontrarse en este género y que, afortunadamente, aún quedan autores que saben explicarnos lo primordial, lo que somos y lo más trascendente de nosotros con palabras sencillas: «Hoy he escrito una línea con la mano de Dios.// De todo lo posible,/ el poeta ha elegido multiplicar los panes y los peces».
No creo exagerar si afirmo aquí que el lustro transcurrido entre los años 2018 y 2023 ha debido de resultar para Basilio Sánchez (Cáceres, 1958) una de las etapas más intensas –más radical y contradictoriamente intensas, cabría decir- no ya sólo en lo que atañe a su trayectoria como escritor y médico sino en su misma vida. La publicación, entre 2018 y 2019, de dos sobresalientes obras, Esperando las noticias del agua (Editorial Pre-Textos, Colección “La Cruz del Sur”), Premio Centrifugados – 2018, y He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (Visor Libros, Colección Visor de Poesía), merecedora del XXXI Premio Internacional “Fundación Loewe”, dio a su espléndido trabajo en la esfera de las letras un predicamento mayor aún del que ya disfrutaba; paradójicamente, justo en el proceso de sedimentación de todo aquel momento álgido, sobrevino el horror por todos conocido: una pandemia de proporciones mundiales, circunstancia que Basilio Sánchez –como especialista en medicina intensiva- hubo de enfrentar en primera línea de fuego –concretamente, en la UCI del Hospital Universitario de su ciudad natal-. Ante tamaño punto de inflexión, y en medio de semejante panorama, la actitud del poeta ha sido de una dignidad admirable, al decidir sumirse en un silencio que, consecuentemente, implicaba la renuncia a obtener cualquier tipo de provecho literario directo de una situación dantesca cuyo alcance, día tras día, iba conociendo de primera mano. Ahora, ya en 2023, pasado lo más crudo de la crisis sanitaria y de vuelta a Pre-Textos y su ámbito editorial, Basilio Sánchez, con El baile de los pájaros, rompe su silencio no sólo en el momento más oportuno: también de la mejor manera posible. Al respecto, nada más elocuente que esa suerte de poema en prosa, a modo de inscripción sobre la puerta de la vida recobrada tras el desastre colectivo, con cuyo vuelo se inicia la nueva obra del poeta: “A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas (…), esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles”.
Eso es El baile de los pájaros, efectivamente: un regreso a lo esencial imprescindible después de una experiencia crítica, de una impresión fortísima a todas luces, pero que en ningún momento se vierte tal cual sobre el papel por la sencilla razón –sencilla y muy noble razón- de que su importancia no radica en la literalidad de lo terrible sino en el temblor espiritual originado conforme se cumplían sus etapas, abocando a una inédita toma de conciencia respecto de lo vivo y su inmutable fervor. Así las cosas, puede entenderse cabalmente la solemne declaración que leemos en el poema inicial de la obra: “Es una piedra buena / la que me han encargado / llevar sobre los hombros”. Poco después, de manera muy significativa, el sujeto poético afirmará: “Amo lo indescifrable y lo secreto / porque todo en la vida tiene siempre / más de un significado / (…) Lo que más me emociona es lo que menos comprendo”. Y algo más adelante: “Pertenezco al linaje de los tímidos / (…) al de los constructores silenciosos / (…) Aún tengo muchas cosas que decirme a mí mismo”. ¿Qué otro umbral pueden cruzar tales asertos sino el de la plena conciencia del hecho poético en la vida? Ya en He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, Basilio Sánchez había escrito que la poesía “es el oficio del espíritu”, y las palabras, “mi forma de ser”; ahora, en El baile de los pájaros, la reflexión metapoética –en puridad, uno de los rasgos predominantes dentro de toda esta creación- va alcanzando sucesivas, casi consecutivas cotas que combinan lo emotivo y lo imaginativo de forma muy certera. Valdrán para probarlo estos nobles ejemplos: “El poema es el baile de los pájaros frente a la comitiva de la boda”; “La poesía / (…) esa forma infinita / de presencias y ausencias que habitamos / con los ojos cerrados, los vivos y los muertos”; “Un libro de poemas / es para mí una extraña y apartada ciudad que no conozco / pero por cuyas calles camino solitario / sin sentirme extranjero”; “La poesía, / al igual que la nieve que ha cubierto los setos esta noche, / comienza en el abismo”. A lo espigado aquí, añadamos tres versos fabulosos: “Mi silencio, la viga que sostiene / la bóveda del cielo, / la arquitectura frágil de mi vida”. En pocas ocasiones habrá podido describirse, con tanta hermosa sencillez, la fuente primordial de la que mana el misterio poético. Su mera potencialidad.
Vertebrado en tres secciones –sin títulos globales- que arrojan un total de 51 poemas, más el ya referido poema en prosa que le sirve de pórtico, El baile de los pájaros hace un guiño, gozosamente explícito, a cuanto había sido la médula constitutiva de los poemarios anteriores de Basilio Sánchez, Esperando las noticias del agua y He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes: la refundación, a través de la palabra, de un territorio mítico, metáfora de un mundo primigenio. Y así podemos leer, mediada esta nueva obra: “Desde hace mucho tiempo / cepillo por la noche los tablones del arca”. Pero El baile de los pájaros canta el ahora y el aquí. Es la pasión serena por lo cercano y lo sencillo, y que, no obstante, abunda en saltos de pensamiento y de construcción, en sorprendentes, originales elipsis, a la hora de levantar cada poema. Y es también un ramillete de imágenes que, sin lugar a dudas, se cuentan entre las más osadas de la lírica del autor (“La pupila del día es una oveja pastando en una loma / transparente del aire”; “El sol es un cachorro en la tiniebla del cielo”; “Deja un cubo de agua a la intemperie / y acabará llenándose de estrellas”). Y, sobre todo y ante todo, este magnífico libro de imprescindible lectura, El baile de los pájaros, es la demostración de que el más honorable, el más digno compromiso ético, puede alcanzar, después, una estética acorde, y a la altura, del signo de estos tiempos tan difíciles: “Siempre hay alguien que cuida. / Siempre hay alguien que se queda despierto, / el vigilante / que le dice a la noche que pase para todos, / pero no para él”.
Basilio Sánchez más que poeta es un visionario. Sólo así puede llamarse a alguien que escribe: “Añoro la ceguera que es un punto de luz”. Hacer de la nada todo es uno de los dones que tiene la poesía. Nacido en Cáceres en 1958, Basilio Sánchez ha publicado más de una docena de poemarios, y se ha hecho merecedor de algunos de los mejores premios de nuestro país, entre ellos, el accésit del Adonáis, el Gil de Biedma, el Unicaja, el Tiflos, el Ricardo Molina Ciudad de Córdoba, el Loewe, o el Premio Nacional de Poesía Meléndez Valdés.
Su último poemario titulado El baile de los pájaros, publicado en la editorial Pre-Textos, comienza con una cita en prosa que sitúa el lugar de la emoción, ese punto de luz que abre un túnel en la ceguera del mundo: “A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo”. La expresión de la certeza que conduce al libro, y que hila los poemas y la emoción que los hizo ser.
En el primer poema, el hombre es un Sísifo reconciliado con su piedra, con su vida y dice amar las contradicciones: “la eternidad de un solo instante” y “el infinito breve de una noche”. Hecho de extremos en él unificados, también el poeta expresa la conciencia de pertenencia a un universo que no sólo sirve para contenerle y alimentarle, sino que se habla de un modo de ser más profundo y auténtico de habitarlo: animales que “hablan por nosotros”, árboles que “respiran por nosotros” o nubes que “apaciguan el cielo por nosotros”.
El hombre, que en la obra de Basilio Sánchez toma la palabra en primera persona, es consciente de su lugar en el cosmos. Así, los animales, los álamos o las nubes hacen de intermediarios entre hombre y mundo, por ello, el sujeto lírico se vuelve transparente, porque “Para los que elegimos caminar entre ellas,/ todas las sombras tienen sentimientos”. El sujeto lírico, que dice amar el mundo, está de paso entre todos los parajes que le rodean, y asume su falta de certezas, experiencia que, por otro lado, es la base de la conmoción: lo que “más me emociona es lo que menos comprendo”. Por ello, en algunos poemas, intensificadoramente, se repiten formas verbales como “desconozco” (“Desconozco/ la idea de belleza/ que tienen los gorriones”, “desconozco/ cómo se ve la vida desde un árbol”).
El silencio y la soledad son, por otro lado, unas vivencias íntimas que fusionan lo personal con lo cósmico, y de ellas aprende a estar a la escucha de un mundo que le da lecciones permanentemente a los hombres que lo habitan, sin gran trascendencia ni elevados mensajes. Sólo hace falta estar a la escucha y, más aún, sólo es necesario ser y estar: “Camino sin propósito./ Mi destino es un árbol”, escribe consciente de la relevancia de percibir el momento, y extremada la conciencia del instante.
Con una capacidad sorprendente para elaborar imágenes que son mucho más que recursos embellecedores, sino que dicen algo más de lo que parece percibirse con la mera contemplación, el lector se encuentra con recursos retóricos poderosísimos. Metáforas o personificaciones que inciden en esa comunicación y participación emocional entre todos los seres. Así podemos leer que “la montaña es un perro abandonado/ en un cruce de caminos del mundo”; o “la vida/ es una grieta/ en la corteza de un árbol/ en la que se acumula la nieve de la noche”, o “yo soy para mis hijos/ el anillo más profundo del árbol”.
Igualmente, hay una conciencia del poder transformador de la escritura en muchos de los poemas en los que aparecen destellos conscientes de una poética madurada a partir de los sentidos, y también de la conciencia de ser parte de algo más grande que nosotros: “Escribir es trabajar con las manos./ Yo lo hago por agradecimiento, por respeto,/ por un deseo profundo”. También ayudan a depositar sobre la vida del hombre aquellas lecciones que no puede aprender de otra manera: “La poesía […] son palabras que están a nuestro lado,/ que nos dicen aquello/ que queremos decir y no sabemos”. O también, a través de ellas, el hombre conoce su naturaleza esencial, sencilla y humilde. Así podemos leer en su poema final: “Las palabras nos enseñan a solas/ a sentirnos pequeños en un país de árboles”, concluye el autor.
En definitiva, Basilio Sánchez nos regala en este libro una experiencia literaria enriquecedora y conmovedora, convirtiendo el poemario en imprescindible para aquellos que buscan la belleza en la simplicidad del mundo que nos rodea. El autor nos invita a encontrar la belleza en los momentos más sencillos y a apreciar la naturaleza como fuente inagotable de inspiración. El baile de los pájaros es, sin duda, una obra hermosísima que nos recuerda la importancia de estar en armonía con la naturaleza y valorar cada instante en la vida.
Los poemas que Basilio Sánchez (Cáceres, 1958) ha escrito en 40 años y una docena de libros dibujan el diagrama de flujo de una escritura capaz de presentar procesos complejos con sencillez, las variaciones, armonías y simetrías de una suma poética de creciente limpidez que, en este último libro, definen bien el temple de su voz: “Pertenezco al linaje de los tímidos, / al de los pusilánimes, / al de los constructores silenciosos. / Percibo lo completo en lo menudo, el universo / bajo la filigrana de una hoja”. Una poética sutil capaz de encontrar un lugar para la restitución, para captar las cosas y pronunciarlas en un mundo incierto y áspero consecuencia de una pandemia que aquí está, pero fuera de foco, nunca evidente pues, aunque “todo sigue su curso, todo vive su ruina inabarcable”.
Definitivamente de parte del sosegado “fervor de lo vivo”, como ya señalaba en He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (Premio Internacional Fundación Loewe 2018), es esa “humildad de los pájaros” y ese “flujo secreto de la vida / que nos invita a la modestia” lo que ahora alcanzan verdad existencial: el recogimiento, la concisión aforística, su ritmo detenido, la figuración reflexiva sobre el espacio y el tiempo de los poemas y el hecho mismo de escribirlos, dan entidad renovada a ese “pensamiento humilde de las cosas” que lima distancias, conforta y apacigua, alienta y mitiga frente a la “suma infinita / de presencias y ausencias que habitamos”.
Junto a la casa, los árboles, el bosque, a la noche y la dominante revelación de la naturaleza, toman presencia dentro del “espacio / secreto de los signos” de la escritura, la suspensión de la muerte, la blancura de la nieve (su fina randa de palabras) o el cuidado jardín (donde el médico intensivista encuentra refugio y razón de vida) como ecos que se añaden a ese otro jardín de papel que cultiva el libro.
Poemas que surgen del interior de lo cotidiano y lo pequeño, de la inmediatez de lo familiar y doméstico, que son una “apuesta /moral”, “un relámpago”, semillas robadas a los pájaros que, como este libro, el lector habrá de saber merecer.
I
Buenas tardes, las muchas caras conocidas que vuelve a convocar Basilio Sánchez hacen que este acto sea entrañablemente usual, y que no, por reiterado en estos años, en los que hemos conocido la publicación de diferentes libros de Basilio, deja de ser muy especial. Sé que comparto este sentimiento con la mayor parte de la asistencia, como siempre, numerosa.
Los bosques de la mirada, su poesía reunida (2010), que presentamos en este mismo salón en enero de 2011, Cristalizaciones (2013), La creación del sentido (2015), Esperando las noticias del agua (2018) o He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (2019) son los libros que hemos compartido públicamente en los últimos años. Y siempre he sentido que estábamos apoyando un hecho necesario y excepcional, un acto celebrativo de la mejor literatura y el mejor modo de dedicación a ella. Así va a ser esta tarde, de nuevo, desde el momento en que Basilio tome la palabra.
La lista de esos libros de nuestro amigo me hace pensar en algo que yo creo que nos ha pasado a todos sus lectores cuando hemos leído uno de sus poemarios. ¿Y después de esto qué puede venir? Sin embargo, en cada uno de ellos se ha superado y ha logrado proyectar hacia un lugar más alto aún la excelencia de lo anterior.
Por ejemplo, en He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes leímos versos como
Me conmueve la humildad de los pájaros
que trabajan día y noche para trenzar un nido
en un árbol sin nombre
(pág. 29, de He heredado un nogal…)
O
He encontrado en las cosas,
en los seres más simples;
una forma
de dejarse llevar, una manera
de abandonarse al flujo secreto de la vida
que nos invita a la modestia.
(pág. 42 de He heredado…)
y, ahora, en El baile de los pájaros, esa voz se prolonga en la declaración confesional y excelsa de
Pertenezco al linaje de los tímidos,
al de los pusilánimes,
al de los constructores silenciosos.
Percibo lo completo en lo menudo, el universo
bajo la filigrana de una hoja.
(pág. 16 de El baile de los pájaros)
Esta sería una mínima muestra de esta línea creciente y depurada de la poesía de Basilio Sánchez leída cronológicamente.
II
Como un «encuentro de singular rareza», pero también como una «encrucijada de sensibilidades», calificaba no hace mucho el profesor y ensayista venezolano Miguel Gomes, la reunión en la edición de un libro de un gran poeta, también venezolano, (Eugenio Montejo) y dos críticos, dos profesores (Luis Miguel Isava y Arturo Gutiérrez Plaza). Celebraba el encuentro del creador y de los estudiosos de su obra. Lo cito porque me interesa esto.
Me interesa cada vez más, por mi condición de lector, pero también por ser profesor de literatura, la relación que se establece entre el que crea el poema —y dice dejarlo en manos de sus lectores— y quien lo glosa, incluso con «un detenimiento que rebasa la simple curiosidad científica», como continúa diciendo ese profesor venezolano de una universidad americana. Y ojalá la lectura pública que uno pueda hacer de los versos de Basilio Sánchez sirva como una herramienta complementaria para el conocimiento por otros de esos versos, que la percepción personal que uno pueda decir logre afinar la de otros, acompañarla.
Logre afinar o coloree la percepción de otros, que es lo más difícil, pues creo que la recomendación de una poesía tan luminosa y reconfortante, tan bien hecha y sugeridora, sí que llega de manera neta a todos, y esto lo sé por la experiencia de muchos años.
Siempre me ha interesado esto. Y, sobre todo, el papel que un lector como quien os habla puede desempeñar en la presentación pública de un libro de poemas, como es el caso de hoy. Defiendo, cómo no, ese papel, y la idea de que entre el autor del poema y quien lo estudia hay más simetrías que distancias.
Esto está relacionado con otro asunto que suele ocuparme. Y es la actitud crítica —en el mejor de los sentidos— que puede tener el autor sobre su propia obra; un asunto que se sustenta siempre en el lugar común de que el poeta no tiene nada que añadir a lo ya escrito, que no tiene teorías, sino que tiene poemas, como se encargaba de recordar el viernes pasado otro amigo, el poeta y crítico Álvaro Valverde en El Cultural a propósito de Eloy Sánchez Rosillo, que acaba de publicar un libro de más de 270 páginas (El sueño cumplido) con reflexiones sobre su poesía y declaraciones sobre el género en entrevistas.
Las reflexiones del autor sobre la poesía y sobre su poesía son de extraordinario valor, sin embargo, y afinan, como decía antes, nuestra percepción. Y son frecuentes, salvo excepciones. Por eso desconfío de los autores que dicen no tener nada que decir.
Basilio Sánchez no ha sido dado a incluir en sus libros notas explicativas sobre las motivaciones de sus poemas, y tampoco referencias a personas que, a modo de dedicatorias, pudiesen estar implicados en ellos, salvo su familia. Pues, exceptuando a Maribel, presente en casi todos sus libros, y sus hijos, desde aquel «cuando crezcan» de La mirada apacible (1996), o sus padres, que ocuparon El cuenco de la mano y La creación del sentido, no hay más, excepto aquel, y no es poco, «A mis amigos de siempre, que saben quiénes son y cuánto les debo» de Las estaciones lentas (2008).
[Si no estoy equivocado, otra excepción en la presencia de este tipo de paratextos fue Para guardar el sueño (2003), que se cerró con un «Envío» con varias dedicatorias, pero también familiares. Es un recurso, sin embargo, el del envío, que el poeta no ha vuelto a utilizar.]
Últimamente, parece que Basilio ha sentido la necesidad de acopiar algún paratexto que ilumine por propia voluntad lo sugerido por sus textos poéticos. No sé si es por razón de edad y trayectoria; pero es mayor la presencia de esta necesidad de explicarse o de explicar algunas motivaciones. Y algo notaremos esta tarde, que me ahorrará insistir en algunas constantes de su escritura.
III
Voy a ser yo el que diga algo que no sé si se entenderá y que incluso a Basilio Sánchez puede incomodar. El baile de los pájaros es el libro de la pandemia de Basilio Sánchez.
A algunos podrá sorprender esto, pero creo que Basilio me entenderá, entre otras cosas, porque luego va a aludir a ello.
¿Cómo que El baile de los pájaros es un libro de la pandemia? Esto sería etiquetar una obra que supera cualquier reducción, cualquier calificativo reductor. Me niego a etiquetar de ese modo el libro; pero sí quiero señalar que para mí El baile de los pájaros será con los años uno de los libros de poemas que mejor y más sutilmente pudo dejar constancia, sin ninguna alusión directa, de un tiempo crítico que todos y todas vivimos. ¿Cómo es posible sin que contenga ninguna alusión evidente o directa a lo vivido, a las fechas, las cifras, los nombres o las circunstancias de aquellos meses terribles? Pues sí, y eso es lo que ocurre con los grandes libros, con los que perduran.
Ahí está el gran acierto de la voz poética de Basilio y del cuidado que pone siempre en la construcción y en el aliento de sus libros de poemas.
El baile de los pájaros es un libro marcado por un tiempo de incertidumbre y de pandemia, un tiempo extraordinario que vivimos de manera radical, escrito después, no durante; pero marcado por ello.
Hay, sí, una coincidencia que no todo el mundo tiene que conocer, y que no tiene mucha importancia; pero que quiero mencionarla: los primeros textos hechos públicos de lo que luego ha sido El baile de los pájaros vieron la luz en un librito —ese sí— fruto del tiempo de pandemia y del confinamiento. Conclausa fue el título, y fue promovido por una alumna —Victoria— y un alumno —Carlos— de la Facultad de Letras de Cáceres, y allí se publicaron en forma de aforismos en prosa fragmentos de lo que aquí, en El baile de los pájaros, es el principio del primer poema de la segunda parte del libro, con el mismo título, «El baile de los pájaros»:
En mi parte más sola crece un árbol
y yo escucho sus hojas.
Como ellas,
con un temblor idéntico,
respiran las palabras, y es su aliento
el que vuelve de pronto incandescente
lo que ya se ha extinguido.
El poema es el baile de los pájaros frente a la comitiva de la boda.
Pero lo que me parece más sugerente en relación con este especial contexto no visible de El baile de los pájaros, es su puerta o texto de entrada a su disposición en tres partes, de diecisiete poemas cada una, un total de 51 textos. Tiene media docena de líneas y está en prosa:
A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas que, desde su constancia, desde su luminosa levedad, en el baile secreto y silencioso de sus significados, parecían sugerirme, a su manera, esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles.
La clave está en el comienzo del texto, en algo tan simple como «A mi regreso a casa», que es todo un comienzo, como en muchos textos clásicos, in media re o en la mitad de los acontecimientos.
«A mi regreso a casa» supone que existe un lugar desde el que se regresa; y ahí está la clave de la circunstancia o hecho no desvelados de este libro. ¿«A mi regreso» de dónde?
Y todos comprendemos cuál es ese lugar que convierte la casa en un refugio de resistencia frente a la intemperie, en el que el baile de los pájaros sugiere ese puñado de verdades esenciales e imprescindibles.
Esta es la sutileza que marca este libro de poemas que nos habla de confortación y apacibilidad, y que presenta otros rasgos que lo hacen distinto precisamente por ese contexto al que aludo, pero que no quiero que condicione como etiqueta. Por ejemplo, esos poemas en los que se intuye un tiempo trágico y de muerte, como ocurre en «Todo sigue su curso», págs. 66-67, en donde el poeta nos dice que la muerte es un país que no conozco pero del que domina su lengua y sus costumbres, dándonos una pista de su filiación inexpresa como profesional sanitario. En este poema la palabra muerte se repite hasta siete veces, como nunca en la poesía del autor, en donde no es una palabra frecuente. Yo diría que llamativamente escasa; si uno tiene la curiosidad de revisar su obra.
El conjunto es una actitud ante la vida que toma el partido de la defensa de lo pequeño, de lo más humilde, de lo menos portentoso y prevalente. La apacibilidad, insisto, de El baile de los pájaros y que trasmiten sus poemas es también la apacibilidad de sus formas, de su equilibrada estructura en la que se reparten los poemas, cada uno de estos eslabones de una misma cadena por la unidad de tono del conjunto, como dijo el otro día el poeta y crítico Jordi Doce; o la certeza humilde y sobria de una manera de constatar a través de la palabra lo que existe, de acercarnos a lo esencial a través de una escritura por momentos aforística, que lleva a expresarse con versos como «La memoria es un árbol rodeado de nieve» (pág. 77), «La poesía es una alfombra para huéspedes» (pág. 24), «El sol es un cachorro en la tiniebla del cielo» (pág. 49), «El alma es la cosecha del alma» (pág. 60, «El poema es un niño que se ha quedado solo» (pág. 61), «El tiempo es un caballo temblando entre los árboles» (pág. 76), «Nuestra vida es, sin duda, el privilegio de la muerte» (pág. 80), que invitan a emularlos para aplicárselos a este espléndido libro de poemas: El baile de los pájaros es un abrigo moral que se pone a nuestro lado y nos cobija.
Muchas gracias.
«La poesía es el baile de los pájaros frente a la comitiva de la boda».
Nueva entrega de ese poeta singular que es Basilio Sánchez (Cáceres, 1958) con su universo tan particular y sus versos sentenciosos, casi solemnes, con los que celebra el universo a la manera entusiasta de Whitman, pero con la contención poética del que reflexiona. Junto a pasajes en los que los rebaños del cielo pastan en la nieve, el relámpago convoca a las festividades del crepúsculo o la nieve inaugura la fiesta del invierno, Sánchez intercala meditaciones sobre la escritura poética. Nos dice: «Escribo para alguien al que miro a los ojos». Nos dice: «Escribir es trabajar con las manos. / Yo lo hago por agradecimiento, por respeto, / por un deseo profundo / de acercarme a las cosas y cuidarlas». Nos dice también que «la poesía es una apuesta / moral ante la vida / que de alguna manera / nos limpia el corazón, pero nos deja / para siempre sin nada». La metapoesía ocupa por tanto un lugar importante, pero solo una parte de su atención. En sus poemas, Sánchez se expresa como ser humano en nombre de una humanidad que se entrelaza con la naturaleza: «los animales / hablan por nosotros, / los álamos del río respiran por nosotros, / las nubes más pequeñas / apaciguan el cielo por nosotros…». Las sombras tienen sentimientos, las cosas más hermosas lo son sin pretenderlo: «Me concierne / el silencio de los bosques, / me concierne el silencio con que un árbol / va convirtiendo el sueño de sus hojas / en retablo de iglesia, / en un lugar abierto para el culto / de lo insignificante y lo secreto». Embebido en un panteísmo sin dios, muchas veces en tono salmódico, de oración pagana, Sánchez exprime el silencio, la nieve, los árboles, los bosques, tratando de extraerles el jugo del misterio. «Lo que más me emociona es lo que menos comprendo» concluye. Y añade que no «hay visión sin memoria», que «lo inesperado es siempre la ternura». En medio de este paraíso, estamos solos: «Todos, alguna vez, / nos hemos acabado soltando de la mano / de un padre con el que paseábamos / por la linde de un bosque».
Señalar unos pocos libros de poesía en medio de los torrentes de papel impreso que inundan el parque del Retiro durante las dos semanas largas que dura la Feria del Libro puede parecer ocioso. «Debemos mantener la productividad / aun cuando no hay demanda. / Nuestras piezas atestan el mercado», constataba lacónicamente en 1995 Naomi Replansky, la poeta de Brooklyn que nos dejó el pasado mes de enero a sus 104 años (ya no le dará el testigo de centenaria a Ida Vitale), y la situación no ha hecho sino agravarse desde entonces. Es verdad que la buena poesía crea su propia demanda, esto es, inventa a sus lectores y forja con ellos un vínculo obstinado, hecho de tiempo y de vivencias compartidas, pero hay que saber ayudarla. Así que hablar con breves trazos de este o aquel libro será como sacar un puñado de piedras bien lavadas del agua, para que puedan respirar y hacerse visibles.
El baile de los pájaros (Pre-Textos), del cacereño Basilio Sánchez, insiste en el cauce abierto por sus libros anteriores: una escritura sensorial y reflexiva, de largo aliento, pegada a la tierra y a la vez capaz de respirar sobre las cosas y darles la luz que necesitan. El verso es ancho y pausado, con una respiración tranquila que convierte a los poemas en fragmentos o eslabones de una misma cadena: «Debajo de la nieve, / el golpeteo / del pico de los pájaros / en la copa de cristal de los árboles. / El ruido, en la espesura, de las hojas / que aún tienen esperanza». Los 51 poemas del conjunto, divididos en tres secciones de igual extensión (y precedidos por un breve texto en prosa), bosquejan un mundo de palabras y emociones sencillas que llaman a la puerta del silencio, de lo que apenas es decible o nos reclama, insistente, desde el otro lado de las palabras mismas: «Yo descanso en el blanco de la nieve».
Basilio Sánchez (Cáceres, 1958) es un genuino corredor de fondo de la poesía española. Autor de A este lado del alba, Los bosques interiores, La mirada apacible, Al final de la tarde, El cielo de las cosas, Para guardar el sueño, Entre una sombra y otra, Las estaciones lentas, Cristalizaciones, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (premio Loewe y de la crítica Meléndez Valdés) y Esperando las noticias del agua, así como de Los bosques de la mirada. Poesía reunida 1984-2009, El cuenco de la mano y La creación del sentido, suerte de autobiografía lírica.
A su coherente obra se añade esta entrega que se abre con un sugestivo poema en prosa que imprime el tono (del que habla en voz baja) y la dirección del libro: “A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas que, desde su constancia, desde su luminosa levedad, en el baile secreto y silencioso de sus significados, parecían sugerirme, a su manera, esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles”.
Sus lectores apreciarán cambios. Sánchez da un nuevo giro a favor de la humildad: “me dedico a lo poco”. Abandona el versículo para acentuar la concisión, por más que el ritmo siga siendo lento y majestuoso, propio de un canto inspirado. Al mismo tiempo, aminora su impronta imaginativa, surrealizante, sin perder de vista “lo indescifrable y lo secreto”, “lo que menos comprendo”, lo “invisible”. Adopta, con naturalidad, el autorretrato. Que la materia de la poesía es la personal experiencia se percibe aquí aún más porque El baile de los pájaros (nótese la sencillez del título) está escrito después de una situación extrema: la vivida por un médico intensivista durante la pandemia. La atmósfera que ha logrado crear con sus versos no es ajena a esa penosa circunstancia de “negociaciones con la muerte” (“Nadie vela a los muertos”), aunque la discreción evite cualquier nota patética: “siempre hay alguien que cuida”. De ahí, la casa –un “arca”, un refugio– y ese “fervor de lo vivo” que alienta en el jardín donde dialoga, en soledad y silencio, al atardecer, con plantas y animales (la morera, el gato), franciscanamente. “Del pensamiento humilde de las cosas”, por ejemplo.
Otro símbolo –como el de la noche o el del bosque– centra esta visión contemplativa y con memoria: la nieve. “Escribir es arrastrar palabras en la nieve”, ha dicho. Meditadas palabras que por su deje sentencioso y aforístico parecen cinceladas. Qué sólida puede ser la fragilidad: “pertenezco al linaje de los tímidos”.
La poesía es tema esencial del conjunto. Nada extraño: todo poeta genera una poética y la suya –humanística– es fecunda como pocas. “Fuera de la poesía es muy difícil, / para un simple poeta, hacerse comprender”, sostiene. Es “falla geológica”, “apuesta moral”, “suma infinita de presencias y ausencias”, “inmensa construcción del espíritu”, “un relámpago”, “no es un logro, es un merecimiento”, “el final del idioma”, “una alfombra para huéspedes” … “El tiempo del poema / no es el tiempo del mundo. / El suyo es el espacio / secreto de los signos”.
Vuelve a la reflexión sobre lo sagrado y sobre Dios (léase “Escrito en una hoja”) sin dejar de poner en el centro la preocupación por “el otro”, en el ético sentido léviniano.
“Escribo para alguien al que miro a los ojos”, leemos en este libro limpio, erguido e íntimo, nocturno y sigiloso, concebido como una unidad, donde la celebración se impone a la melancolía.
LA poesía es una inmensa
construcción del espíritu
de la que percibimos, solamente,
las ruinas del poema.
El poema es un niño que se ha quedado solo.
Un remoto saber de los sentidos.
Una existencia llena de milagros
imperfectos e inútiles.
La cajita cerrada
con la llama encendida de una vela
de la que sólo queda el recuerdo de su luz.
A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas que, desde su constancia, desde su luminosa levedad, en el baile secreto y silencioso de sus significados, parecían sugerirme, a su manera, esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles.
TODO empieza en la nieve. La nieve es el inicio: una libreta en blanco con un lápiz, un cuaderno que aún no ha sido escrito. Debajo de la nieve todo está por hacer. Debajo de la nieve, los azules, los carmines de granza, los sienas naturales. El alma refugiada en su primer entusiasmo. El interior de un pozo iluminado por la llama de un niño.
*
EN los días más difíciles de la pandemia, a veces me visitaban estos versos de la poeta argentina María Negroni incluidos en su libro Archivo Dickinson: «Lo que está quieto está danzando. Bienaventurados los que ven el lado cariñoso del dolor». Versos que, en alusión directa a la poeta norteamericana a la que le dedica el libro, se complementan con estos otros: «Y aun así, mientras el mundo apilaba emboscadas y mortíferos planes, a su pequeño modo el jardín resistía: se brotaba de mirlos, jilgueros, colibríes que iban, en plena ebullición, de una vocal a otra, leyendo, en medio del caos, la semilla honda». A mi regreso a casa, cuando se abría de pronto la cancela de hierro del jardín, a veces yo sentía, como ella, lo quieto que danzaba silencioso a mi paso, el baile de los pájaros sobre la inanidad de mis palabras, el crecimiento lento de todas las semillas preparándose, bajo mi incertidumbre y mi desvelo, para su misteriosa ebullición.
*
LA poesía como actitud, como toma de posición ante la vida es, sin duda, una forma de resistencia. Y utilizo este término en el sentido que le da Josep Maria Esquirol cuando habla de resistencia íntima en su ensayo sobre la filosofía de la proximidad: no se trata tanto de resistencia a las dificultades que el mundo pone a nuestras pretensiones como de la fortaleza que podemos tener y levantar antes los procesos de desintegración y corrosión que provienen del entorno e incluso de nosotros mismos. Se resiste al dominio y a la victoria del egoísmo, a la indiferencia, al imperio de la actualidad y a la ceguera del destino, a la retórica sin palabra, al absurdo, al mal y a la injusticia; pero se resiste, sobre todo a la dispersión y a la disgregación, porque la peor de las pruebas a las que debe someterse la condición humana es, según el filósofo catalán, la disgregación del ser, la ruptura y la pérdida de los vínculos.
En donde yo vivo, cuando en las mañanas soleadas se contempla en el cielo la irrupción inesperada de una bandada de pájaros, la gente suele decir con regocijo que «es un día de bodas». El revoloteo desordenado y bullicioso de los vencejos o de los estorninos es el anuncio de una fiesta; su baile, la expresión en el aire de una danza que brota espontáneamente para acompañar, en la tierra, la ceremonia de los esponsales humanos, el encuentro feliz de dos personas que han decidido unirse y establecer un vínculo, un proyecto común. En El baile de los pájaros —cuyo título mucho le debe a esta observación recogida de mis mayores—, escribo en un poema: «Entre el cielo y la tierra existe un vínculo al que estoy invitado». El vínculo es todo lo opuesto a la disgregación, a la dispersión, por eso la poesía es el baile de los pájaros frente a la comitiva de la boda. La poesía es la expresión, a través de ese vínculo, de la resistencia íntima que la palabra de raigambre moral es capaz de oponer a la disgregación, la manifestación de una profunda fortaleza, que no es tanto fuerza o impulso como perseverancia, constancia y tenacidad.
La resistencia íntima que frente a la dispersión de nuestro siglo ejerce la escritura poética es, además, una forma de calidez, una actitud personal que es capaz de generar para uno mismo y para los que se dejan acompañar por ella —como nos dice Esquirol— luz y calor: «La resistencia íntima se parece a la eléctrica en que, paradójicamente, al resistir el paso de la corriente, da luz y calor a los que están cerca; una luz que ilumina el propio camino y que sirve de candil para los demás, guiando sin deslumbrar. No una luz que revela los valores supremos en el cielo de la verdad, ni el sentido oculto del mundo, sino una luz de camino, que protegiéndonos de la dura noche nos alumbra, nos hace asequibles las cosas cercanas y nos conforta».
Las palabras reúnen todo lo que tenemos ante nosotros, lo que vemos y lo que no vemos. Las palabras nos vinculan con lo que existe y con lo que no existe. Congregan en nosotros, en lo que realmente somos, todo aquello que las fuerzas centrífugas del vacío y de la nada pretenden dispersar. Y esta unión, esta alianza, esta aproximación que sin desvelarnos los grandes misterios de nuestra existencia nos alumbra y protege, constituye —y por eso lo celebran los pájaros—la forma más humana, más modesta y más generosa del consuelo.
*
COMPARTO el planteamiento de Salvador, el profesor protagonista de Los besos, de Manuel Vilas, de que, aun en medio de una pandemia o de una guerra y cuando nuestro planeta se destruye por nuestro descuido e inoperancia, la afirmación incondicional de la vida y una apuesta moral definitiva por la belleza y la bondad constituyen la única manera objetiva de enfocar con inteligencia nuestro breve paso por el mundo. Por eso hay que apelar a los danzantes, a toda esa gente que baila enamorada sobre un mundo que se mantiene, a pesar de nuestro sufrimiento y desconsuelo, con toda su belleza imperturbable.
*
UNA idea, la de la naturaleza y la vida natural, alienta en toda la poesía que he venido escribiendo desde el principio, si bien de una manera más intensa y comprometida —quizás porque la edad nos hace ver con mayor claridad las señales de alarma— en mis poemas más recientes. Una naturaleza que, en esos largos días de pandemia en los que por mi profesión me vi involucrado hasta más allá de mis posibilidades, llegó a convertirse —encarnada en el jardín de mi casa— en la única cosa con sentido a la que me estaba permitido aferrarme para mantener la coherencia, el sosiego y, hasta donde era posible, la esperanza. Ese jardín que cuido como puedo desde hace muchos años. Ese poco de hierba al que dan sombra un puñado de árboles comunes, tres palmeras que nunca han dado dátiles y un seto de cipreses que superó hace tiempo la estatura de un hombre.
Una naturaleza civilizada a la que mi mujer y yo brindábamos nuestros aplausos cada día, a las ocho de la tarde, porque era ella la que en medio de tanta incertidumbre y tanta indefensión nos hacía sentirnos protegidos.
Se ha dicho que solo la muerte acoge todas las emociones, las comprende todas, las soporta todas, las concilia todas. Ahora tengo la certeza de que la sublimación de todas las emociones vividas en aquellos momentos tenía lugar, inevitablemente, en esa naturaleza humilde que se manifestaba con la generosidad de su esplendor en el reducido espacio de mi jardín. Un territorio manso y compasivo que llegué a percibir como el único lugar del mundo en el que aún no se había roto el equilibrio entre la razón y el sentimiento.
La muerte es un país que no conozco, pero del que domino su lengua y sus costumbres. Cada uno de esos días en los que la enfermedad nos imponía su realidad ineludible, después de horas interminables en el interior de un hospital en el que la desesperanza de los enfermos se mezclaba con el miedo y el agotamiento de los sanitarios, a mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas que, desde su constancia, desde su luminosa levedad, en el baile secreto y silencioso de sus significados, parecían sugerirme, a su manera, esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles.
«Entre nuestras tinieblas no hay sitio para la belleza. Todo el sitio es para la belleza», nos dice René Char —en una cita que ya incluí en La creación del sentido y que recobra ahora, con más fuerza si cabe, su vigencia— reivindicando ese optimismo trágico del hombre que en medio del desconcierto y de las pérdidas, escorado a la muerte, halla su fortaleza, más allá de las sombras y las contrariedades de su época, en el recogimiento y en la contemplación.
Tiene razón Christian Bobin cuando afirma que los jardines más hermosos son los más abandonados. Nunca ha habido tanta belleza en los jardines de nuestras ciudades y en los campos de sus alrededores como en los días en los que, confinados con nuestros familiares en las casas por el miedo al contagio, los dejamos completamente a solas con sus árboles, sus pájaros cantores y el verde luminoso de sus zarzas y sus hierbas silvestres.
*
«ESCRIBO para alguien al que miro a los ojos. Escribo en la infinita dispersión de mí mismo con el fervor profundo de unas manos que buscan otras manos. Soy paciente y tranquilo. Soy de la estirpe humana de mi perro. Ante una rama verde veo una rama verde. Ante un vaso de agua veo un vaso de agua. Cuando comparto sombra con un pájaro no percibo otra cosa que ese pájaro».
Estos versos, extraídos de El baile de los pájaros, reflejan una búsqueda, a través de la poesía, no de lo abstracto o de lo genérico, sino de lo concreto, de lo que tiene la capacidad de diferenciarse de lo que le rodea y adquirir la belleza incuestionable de lo único y de lo irrepetible. La poesía no se acerca a las cosas en conjunto como un todo indiferenciado, la poesía las abraza una a una.
Como escribe Esquirol en sus reflexiones sobre el Cántico de las criaturas de Francisco de Asís, su amor por la naturaleza es un amor que se dirige a cada una de sus criaturas en particular y no a un paisaje estático. No es amante de la naturaleza, sino de los seres y las cosas que la conforman. Es el amor a estos cipreses, estas nubes, esta mariposa, estas hormigas, estas golondrinas que asoman del nido de barro que hay bajo la cornisa de casa, este cielo que en todo momento nos acompaña, esta agua que bebemos. La poesía es lo concreto, no lo general, lo indefinido, lo vago o lo teórico.
Más que una mirada estética, lo que tenía Francisco —continúa el filósofo— era la ingenuidad de una mirada. Y la mirada ingenua es una mirada dramática, capaz de ver, como lo hacen los niños, cada cosa en cada cosa, en su concreción y en su verdad. Esa mirada dramática es la que nos permite mirar las cosas que pasan ante nuestros ojos y sentirnos en medio de este drama: una rama que se mueve de pronto, un animal que pasa, el reflejo silencioso de un árbol en un hilo de agua. «El milagro tiene lugar cuando miras cada cosa por sí misma, y a los ojos de cada persona».
La vida de la poesía se articula a partir de esos encuentros dramáticos que tenemos con los seres y las cosas que nos rodean. La vida de la poesía traza su camino desde los elementos indeterminados y abstractos a las criaturas, las personas y las cosas concretas. La vida creadora de la poesía es la que se genera a partir de estas relaciones cercanas y fraternales con lo concreto.
*
IRINA Emeliánova, hija de Olga Ivínskaya, el último amor de Borís Pasternak que inspiró el personaje de Lara de la novela El doctor Zhivago, escribió estas palabras —recogidas ahora por Monika Zgustova— recordando su traslado a uno de los campo de trabajo forzado a los que el régimen soviético castigaba a los opositores: «Toda mi vida me he echado a temblar al recordar el largo camino que tuvimos que recorrer a pie sobre la nieve para llegar al campo de Taishet, de noche, cuando la temperatura descendía aún más. Pero también recuerdo que la noche era inmóvil, plateada, con luna llena, una noche que proyectaba sobre la nieve las sombras celestes de los pinos bajos y los tonos azules oscuros de las sombras de los altísimos abetos siberianos, que parecían cultivados en un jardín. Mientras caminábamos por el bosque, aún tenía ojos para su belleza».
Así miraba yo el jardín de mi casa durante los días más difíciles de la primavera de la pandemia, cuando más que la muerte o las incertidumbres de la muerte, lo peor era la separación, el distanciamiento de aquellos con los que compartíamos nuestra vida. Durante aquellos meses, en medio del sufrimiento y del desasosiego a los que todos nos veíamos sometidos, no dejé nunca de creer que era necesario —y quizás más necesario que nunca en esos momentos— seguir prestando atención a lo que nos rodeaba; realizar, pese al agotamiento colectivo y la desesperanza, un esfuerzo más: ese esfuerzo receptivo del que nos habla Simone Weil, que no es otro que el empeño por mantener en nosotros una mirada limpia dispuesta a entusiasmarse y que, en sí misma, constituye la más poderosa arma de resistencia.
Aún hay cosas que son más que el lenguaje. Hay ocasiones en las que no escribir es el único acto verdaderamente poético que la comunidad exige de nosotros. Tras la escritura entre 2016 y 2017 de He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, me abandoné a uno de esos periodos de inactividad literaria a los que me entrego con gusto tras la publicación de un nuevo libro y que necesito para, en su momento, retomar la escritura con renovada intensidad. Tras dos años de silencio absoluto y de abundantes lecturas, la primavera de 2020 se me antojaba como el momento idóneo para volver a la poesía, algo que desde hace cuarenta años intento hacer compatible con mi trabajo diario en el hospital universitario de la ciudad en la que vivo. Pero las cosas no siempre salen como uno espera y ese año, contra todo pronóstico, acabó convirtiéndose en el año en el que el médico que hay en mí tuvo que desalojar de su casa, por la fuerza, al poeta que, por uno de esos azares de la vida, también existe en mí.
En la carta que en su momento le envié al editor Manuel Borrás para acompañar al original de El baile de los pájaros, le decía que solo cuando mejoraron las condiciones en los hospitales y cuando las posibilidades de un tratamiento eficaz empezaron a incidir en nuestro ánimo, retomé la escritura. Comencé a trabajar en unos pocos poemas que, como no podía ser de otra manera, incorporaban en cada una de sus palabras, y también en cada uno de sus silencios, ese esfuerzo de atención del que nos habla Weil, esa capacidad para entusiasmarme con las cosas que, día a día, a mi regreso del trabajo, yo mismo descubría en la naturaleza siempre renovada y siempre idéntica del jardín de mi casa y sus alrededores.
Un espacio fecundo cuyo aire limpio podía respirar como respiraba fray Luis de León el aire fresco y limpio de la huerta que tenían los agustinos cerca de Salamanca, como nos recuerda Coradino Vega, ese recinto fértil en el que podía disfrutar, aunque fuera por poco tiempo, de la vida retirada de la que hablaba Horacio, de ese vivir un presente que aspira al sosiego y la moderación y que se mantiene al margen de los ruidos de un mundo fanatizado y enfermo.
Un acto similar de intensidad y atención que convierte lo ordinario en majestuoso y lo plano en densidad emotiva, es lo que también buscaba Morandi para sí, como también nos recuerda Vega en estas palabras que recoge del pintor italiano: «Se puede viajar por el mundo y no ver nada. Para lograr entenderlo no es necesario ver muchas cosas, sino mirar intensamente lo que ves».
Como a la escritora brasileña Nélida Piñón, a mí también me falta vocación para estar triste. Tengo la risa fácil. Intento mantener despierto el placer de estar vivo. Reafirmar la convicción de que pese a los sobresaltos y sacudidas de la vida, pese a la perplejidad ante la muerte que a veces vemos próxima, hago justicia a la existencia. Como ella, necesito dejarme invadir por la alegría cotidiana de lo simple, por el baile con el que los pájaros o las hojas de lo árboles, los seres con los que convivimos, hacen, cada uno a la medida de sus posibilidades, justicia a su existencia.
Esta misma actitud, el mismo espíritu es lo que encuentro, también, en las palalabras con las que la escritora Mercedes Monmany recordaba en un suplemento cultural al poeta Adam Zagajewski unos meses después de su muerte: A lo largo de toda su vida, trató de hacer exactamente lo que dice su poema escrito tras el atentado de las Torres Gemelas: trató de alabar un mundo que, a pesar de todo, es sorpredentemente hermoso. Quiso encontrar un modo, como sucede en La Pasión según San Mateo de Bach, de transformar el dolor y el sufrimiento en belleza.
«Siempre soy positivo sobre el futuro de la humanidad —nos dice Orham Pamuk—. Siento también que es mi obligación. Cuanto más leo sobre política, sobre la pandemia o los horrores de la guerra, más quiero ver la belleza de la vida. Mi obligación es mostrarla. El entusiasmo por la vida y por disfrutar de ella esta ralacionado con el hecho de ser escritor. Habrá un amanecer tras la noche de la peste. Todas las pandemias se han superado».
En un mundo que se estaba envileciendo bajo la amenza de la enfermedad, escribía mis poemas porque necesitaba, como el protagonista de Los besos, pasar un rato a solas con los árboles; porque el mejor homenaje que podemos hacer a nuestros muertos es el de seguir bailando para afirmar lo maravilloso de nuestra existencia; porque la luz que entra en nuestra casa por las mañanas «es el mayor espectáculo de la vida cuando alcanzas la edad del envejecimiento» y porque «el ser humano tiene la obligación de seguir siendo humano cuando la adversidad suprema le pide que renuncie a su humanidad».
Jorge Riechmann, recogiendo una idea de Las ciudades invisibles de Italo Calvino, escribe en un poema: «Vivimos en el infierno, mas no todo es infierno en el infierno, e importa distinguir eso que no lo es para cuidarlo, y hacerlo durar, y darle espacio». Y cita más adelante al poeta sueco Gunnar Ekelöf con estas palabras: «Los únicos poetas que me interesan son los que llevan cuidadosamente, con manos nerviosas, un cuenco lleno de sangre en el que ha caído una gota de leche o un cuenco lleno de leche en el que ha caído una gota de sagre».
Aunque se ha venido diciendo en relación con la filosofía, yo creo que la función de la poesía es tanto ayudarnos a comprender la realidad como ayudarnos a sanar las heridas que esta nos infringe. En medio del desconcierto de nuestra época la poesía es un camino que se traza en lo oscuro, la puerta que se abre silenciosa a un jardín.
El asombro, como nos recuerda García Ortega, es la experiencia fascinada de lo maravilloso. No está en contradicción con los conflictos y problemas de la vida, los trances dolorosos, el infortunio. Tampoco es un estado de candidez o alienación, y menos aún de ingenuidad. El asombro es la llama encendida del estar en el mundo en que se vive. Asombrarse de ser parte de la naturaleza, de la vida, del tiempo, es aceptar ser parte de la llama del todo. Reconocer por completo el mundo como es, con todo lo material e inmaterial que contiene, y dar cabida a ese contenido en uno mismo.
Elif Shafak, en su novela La isla del árbol perdido, dice que hay muchas cosas a las que una frontera no puede impedirles cruzar. A las mariposas, por ejemplo, a los saltamontes y los lagartos. A los caracoles tampoco, por penosamente lentos que sean. A un globo de cumpleaños que se escapa de la mano de un niño y se aleja hacia el otro lado. Tampoco a los pájaros. A las garzas azules, los escribanos cabecinegros, los abejeros europeos, las lavanderas boyeras, los mosquiteros musicales, los alcaudones núbicos y las oropéndolas. La naturaleza no distingue entre un lado o el otro, entre la salud o la enfermedad, las cuarentenas o los campos abiertos. En la naturaleza no existen las fronteras ni las acotaciones, los recintos cerrados. Como tampoco las hay en la escritura, en la poesía, que, como en esos torii de madera que se levantan a la entrada de los templos sintoístas, es donde, después de haber bailado sin reposo durante todo el día y haber sobrepasado sin obstáculos casi todos los límites, encuentran su descanso los pájaros