Ensayo en fragmentos, rosario de citas y reflexiones literarias, este libro eleva la poesía a su dimensión filosófica primigenia, aquella donde la lectura y la escritura de versos devienen cosmovisión, oasis, ejercicio espiritual.
(Pre-Textos)
SELECCIÓN DE TEXTOS
La poeta rusa Marina Tsvietáieva, para tratar de expresar el sentimiento de estar fuera al que nos abocan la persecución y el exilio en los sistemas totalitarios, escribe en un poema que «todos los poetas son judíos». Llama así la atención sobre la marginalidad real del poeta en el mundo, cuyo lugar, desde Platón, desde la huida de Egipto, se sitúa fuera de las ciudades: en los guetos y en las inmediaciones del desierto.
En su libro Herejes, el escritor cubano Leonardo Padura cuenta que, a mediados del siglo XVII, en medio de cruentos y prolongados hostigamientos, los judíos de todos los países encontraron en Ámsterdam el único lugar en el que se aceptaban sus costumbres, su fe y, con ella, la paz para vivir su vida, perdida en casi todos los otros sitios del mundo conocido. Una ciudad próspera, tolerante y socialmente avanzada a la que los judíos no sólo consideraban una Nueva Jerusalén, sino a la que también llamaban Makom, «El buen lugar». Un espacio que de algún modo nos remite al Sefarad de la España anterior al decreto de los Reyes Católicos, en la que habían podido convivir sin fricciones tres culturas distintas, y que viene a representar ese cruce imaginario de coordenadas en el que, sin apremios ni intimidaciones, la realización plena de la vida de cada uno aún puede ser posible.
«El buen lugar». Ese territorio inexistente en el que hubiese querido refugiarse nuestra Marina Tsvietáieva. «El buen lugar». A lo mejor, tan sólo, un estado esperanzado del alma que concede el consuelo a los poetas, a los abandonados en el desierto y a todos los judíos de la tierra.
UN poeta no sólo se hace con lo que escribe, sino también con la manera con la que ordena su vida alrededor de las palabras. La poesía es una actitud ante la existencia, una forma de acompasamiento con lo creado, un estado de continua disponibilidad y de atención minuciosa a lo que nos rodea que involucra todos nuestros sentidos y supera todos los géneros. Lo esencial de un poeta es que nos construya su mundo, decía Ezra Pound. Lo importante es acotar un espacio, aunque sea pequeño, y luego defenderlo. Con todas nuestras fuerzas y con todas nuestras capacidades.
LA voz de la poesía es la voz del cuidado, la de la vigilancia compasiva a lo que nos rodea. La poesía es un intento de desentrañar una realidad que se nos escapa y en la que estamos incluidos nosotros. La complejidad de este empeño es de tal calibre que el poeta, cuando algo consigue vislumbrar, tiene la obligación y el compromiso de registrarlo, para sí y para los demás, de la forma más sencilla posible, sin añadirle oscuridad. Y para ello no hay más herramientas que las de la humildad, el trabajo y la paciencia.
LA poesía es una forma de amar secretamente las cosas que prefieren mantenerse en secreto. La poesía es el instante en el que la evidencia sencilla de las cosas, la belleza profunda de su pura y despojada verdad nos conmueve y fascina.
MI único libro en prosa, La creación del sentido, que me sirvió para indagar en las motivaciones de mi escritura y en las circunstancias que la habían impulsado, está dedicado a mis padres. A mi padre, por las imágenes. A mi madre, por la música. Cuando era niño, mi padre pintaba al óleo y yo seguía de cerca la evolución de sus pinturas, los cambios de matices y de perspectivas. Mi madre, andaluza de nacimiento, siempre tuvo una voz privilegiada y nos educó a todos los hermanos en la música, en el sentido de la melodía. He crecido entre el olor a óleo de los cuadros que mi padre pintaba en la terraza y las canciones que mi madre nos cantaba a mis hermanos y a mí. Quizás por eso construyo mi poesía con imágenes y no con abstracciones. Quizás por eso en mi poesía la música de las palabras es indisociable del sentido. Decía Octavio Paz que la poesía es imagen y es ritmo, ¿podría haber recibido de mis padres una mejor herencia?
AUNQUE siempre he intentado separar ambas actividades, con el paso del tiempo he empezado a apreciar lo que la Medicina le ha aportado a mi poesía y la poesía al ejercicio de mi profesión. Dice el escritor francés Christian Bobin que la poesía es la medicina más antigua del mundo, que, en la misma época en que los hombres iluminaban las cavernas con figuras coloreadas de animales, la poesía les llegaba a ellos por la misma grieta en la piel por la que les entraba el miedo, la angustia y el dolor; que aun antes de que apareciese la escritura, ya estaba ella tranquilizando almas, sosegando inquietudes.
El mismo Bobin —que también trabajó de enfermero psiquiátrico—, en su libro La plenitud del vacío añade estas palabras: «Los verdaderos escritores son zahoríes. Sanadores. La mano magnética del que escribe se posa sobre el corazón desnudo del lector, mitiga la fiebre, transforma la sangre en agua».
Quizá mi relación diaria con el dolor y la enfermedad estén en la raíz de una poesía que para mí ha sido siempre un lugar de acogida y de resistencia. Como escribía en La creación del sentido, la materia de la poesía es la propia experiencia y, en mi caso, se ha nutrido forzosamente de mi relación directa con la curación y el sufrimiento. De manera recíproca, es posible que la poesía, a su vez, haya podido moldear, con ese espíritu de tolerancia y comprensión del que hablaba el poeta y médico portugués Miguel Torga, mi relación con los enfermos.
ESCRIBIR no es sencillo, escribir es arrastrar palabras por la nieve.
UNA poesía que asume una conciencia humanista de la existencia, que intenta situar al individuo en armonía con su entorno y que, al margen de honores y beneficios, no ambiciona otra cosa que la obra bien hecha, de algún modo cuestiona la forma de vida que tenemos y subvierte muchos de los valores de nuestras sociedades actuales. Con las redes sociales los mapas se han modificado, la geografía ha desaparecido: ya no existen escritores periféricos, sólo escritores desconectados. Leer poesía ya no es un problema ni económico ni de latitudes, y esto es bueno, pero añoro, por encima de todo, la vigencia de unas relaciones personales en las que el tacto, la mirada y el tono de la voz les confieran a las palabras el sentido que les corresponde. También, frente a la inmediatez y fugacidad de mucha de la poesía que se escribe ahora mismo, echo de menos la escritura que se hace lentamente, la que exige atención, la que demanda esfuerzo.
LA de la intensidad es la herida más grande del poeta. No hay poeta que no esconda en sus ojos el resplandor del ángel de las anunciaciones, que no escuche de noche el corazón, el viento entre los árboles de todos los paisajes primitivos del mundo. No hay poeta que de una forma u otra no busque transmitirnos su profundo entusiasmo.
«EN 1600, en Vic, un niño de siete años, mientras permanece ante el horno de panadero de su padre, ignora que va a consagrar su vida a eso: a poner al hombre frente a sí mismo con la ayuda de una llama». Así inicia Pascal Quignard su ensayo sobre el pintor Georges de La Tour, el artista olvidado durante cuatro siglos que sacrificó las aureolas que circundan la cabeza de los dioses y los santos para sustituirlas por los reflejos de una vela. El que hizo de la noche su reino, una noche interior, la de una casa humilde y cerrada en la que hay alguien iluminado por una llama a través de la cual las cosas comunes se convierten en intensamente comunes y el silencio en la pasión del silencio, el último silencio.
La poesía es esa pequeña fuente de luz que nos ilumina parcialmente en una casa cerrada y que, al hacerlo, nos sitúa, en medio del sigilo que es capaz de generar a su alrededor, frente a nosotros mismos. Lo que no sabemos —y esto es lo que se pregunta el poeta Sánchez Robayna en su ensayo Borrador de la vela y la llama— es «si esa convocación que la vela encendida nos hace es una convocación a la luz misma, es decir, a la pequeña llama, o si lo es más bien a la intimidad que parece envolverla en todo momento, y que la vela hace brotar apenas se la enciende. Su sola aparición, su solo alumbrar es ya, se diría, la manifestación de algo más que la llama. Brota allí la interioridad. Incluso en un espacio exterior, la aparición de un simple candil crea súbitamente otro espacio, un espacio que parece anular todo aquello que no gira en torno a su lumbre».
Sí, la poesía es una llama frágil en el centro de la tristeza, del desprecio, de la soledad o de la noche. Una sencilla llama que el aliento de un niño hace curvarse, que un soplo amenaza, que el viento sofoca definitivamente, como dice Quignard. La poesía, al igual la llama parpadeante de la vela, es capaz de crear, como en las pinturas de George de La Tour, ese espacio de interioridad en el que la mirada, volviéndose hacia dentro y confrontándose con las cosas, con aquellos que somos, convierte lo doméstico en extraordinario; ese territorio en el que, simplificados por el silencio, suspendidos e inmóviles entre la noche y el resplandor que nos ilumina, solos completamente en medio del bullicio de la existencia, nos quedamos callados ante nuestra propia vida, ante esa historia única y secreta que conforma nuestro estar en el mundo y que en lo hondo de cada uno nos espera.
LA escritura aprovisiona de migas los comederos de los pájaros.
EN mi libro Los bosques interiores (1993), hay una sección central titulada “En la ciudad continua”, en la que aparece ya un motivo que se repetirá en mi poesía posterior: la elección de la naturaleza en contraposición a la vida en las grandes ciudades. Una opción por la aldea que, como afirmaba el rumano Lucian Blaga —otro de los grandes poetas de todos los tiempos que sustentan su escritura sobre los elementos primordiales del mundo rural—, no está situada en una geografía puramente material y en la red de las determinantes mecánicas del espacio, como la ciudad, sino que, para su propia conciencia, la aldea está situada en el centro del mundo y se prolonga en el mito.
El asunto no es nuevo, por supuesto, pero no por eso deja de ser cierto que la idea de sociedad humanizada en la que creo sólo puede desarrollarse en plenitud en un medio en el que la belleza, el silencio y la soledad empujen al individuo hacia sí mismo, hacia lo que de verdadero hay en él, y, a partir de ahí, porque consigue encontrar la raíz esencial que nos hermana a todos, hacia los demás. La ironía y el escepticismo —tan íntimamente ligados a los modos de vida de nuestras sociedades industrializadas— invaden, con mucha más frecuencia de la deseada, nuestra poesía actual, como nos recuerda Adam Zagajewski, pero la poesía, que debe ser el menos frívolo de los géneros, lo que necesita es fervor.
«NO somos lo bastante lentos», escribió René Char, y la vida que vivimos no hace más que darle la razón. Deberíamos acordarnos de Juan Ramón Jiménez, cuando decía: «Si corres, el tiempo volará antes de ti, como una mariposilla de marzo. Si vas despacio, te seguirá el tiempo, lentamente, como un buey eterno». La mía es una forma de entender la escritura que apuesta por la indagación en uno mismo y por el diálogo respetuoso con la naturaleza. Algo que sólo puede llevarse a cabo desde el silencio, desde la soledad y, en oposición a lo que nos ofrece nuestra forma de vida en las ciudades, desde la lentitud. Es con este sentido con el que escribí Las estaciones lentas. Libro al que encabezaba una cita de Rilke, pero que igualmente podría haber llevado como epígrafe estas palabras de José Ángel Valente: «Escribir es como la segregación de las resinas; no es acto, sino lenta formación natural. Musgo, humedad, arcillas, limo, fenómenos del fondo, y no del sueño o de los sueños, sino de los barros oscuros donde las figuras de los sueños fermentan. Escribir no es hacer, sino aposentarse, estar».
LA poesía es el arte de decir de la forma más exacta posible aquello que en su naturaleza misteriosa o esquiva se resiste a ser dicho.
QUIZÁS porque ese es el tono que desde mis primeros libros han ido asumiendo mis poemas sin que yo mismo conozca las razones, me quedo con la escritura que sólo ofrece universos evocados o sugeridos, sin contornos sólidamente reales; con ese mundo de materias sencillas donde todo se hace y desintegra; de pequeños detalles intrascendentes que tienen la virtud de aliviarnos, de convertirse, por el misterio íntimo de la mutua consolación, en el aceite que necesitamos para nuestras heridas. Y me quedo también, definitivamente, con la naturalidad, con la poesía asumida como una manera radical de conocer el mundo sin tener que abandonar lo que somos. Una poesía en la que el sentimiento brota con franqueza y el pensamiento piensa y siente, a su vez, sin imposturas ni falsificaciones; con la misma naturalidad que quería para sí, para sus reflexiones solitarias, el pastor portugués Alberto Caeiro, que tanto ha supuesto en mi manera de entender la escritura. Si hay algo de lo que estoy convencido es de que la buena poesía siempre ha tenido la decencia de no parecerlo.
ESTÁ en juego la pérdida del verdadero sentido de nuestra vida. Con el crecimiento de las ciudades, lo superfluo ha ido sustituyendo a lo necesario. No reniego de las ciudades, por supuesto, pero creo que se han desvirtuado los objetivos y que lo que nos mueve en ellas, lo que nos impulsa en nuestra existencia cotidiana, a menudo no son más que sucedáneos de la felicidad.
No sé muy bien qué es la felicidad, pero el sentido armónico de la vida —que tanto se parece al concepto que yo tengo de ella—, el equilibrio con lo que nos rodea, es probable que se pueda conseguir con muchas menos cosas y más simples, algo que todavía está a nuestro alcance en otras formas de vida más sencillas que perviven en lo que para muchos es la periferia de las ciudades y que representa el mundo rural. La ironía posmoderna y el escepticismo autosuficiente sobre los que basamos nuestras relaciones humanas y con los que nos movemos diariamente por las calles de nuestras ciudades, se curan con un simple paseo solitario por el campo.
Sólo cuando descubramos que la verdadera realización personal se mantiene al margen de los ideales de bienestar que las sociedades modernas nos imponen, podremos recuperar la confianza en otras formas de vida más sencillas y naturales. Todos tenemos la obligación de desarrollar los valores más elevados de lo que somos, y esto, donde mejor podemos conseguirlo es en medio del silencio, la lentitud y la belleza que nos proporciona, todavía, nuestro medio natural. Ahí es donde Thoreau encontraba la alegría, que es, sin duda, la condición de la vida.
EN los días más difíciles de la pandemia, a veces me visitaban estos versos de la poeta argentina María Negroni incluidos en su libro Archivo Dickinson: «Lo que está quieto está danzando. Bienaventurados los que ven el lado cariñoso del dolor». Versos que, en alusión directa a la poeta norteamericana a la que le dedica el libro, se complementan con estos otros: «Y aun así, mientras el mundo apilaba emboscadas y mortíferos planes, a su pequeño modo el jardín resistía: se brotaba de mirlos, jilgueros, colibríes que iban, en plena ebullición, de una vocal a otra, leyendo, en medio del caos, la semilla honda». A mi regreso a casa, cuando se abría de pronto la cancela de hierro del jardín, a veces yo sentía, como ella, lo quieto que danzaba silencioso a mi paso, el baile de los pájaros sobre la inanidad de mis palabras, el crecimiento lento de todas las semillas preparándose, bajo mi incertidumbre y mi desvelo, para su misteriosa ebullición.
LAS palabras, igual que los objetos, realzan sus matices cuando las acaricia una luz soportable. Sólo con esa luz levantan las palabras, sobre el tejado humilde de una casa, un nido de palomas, la cruz de un campanario, el minarete azul de una mezquita.
Demasiada luz deslumbra —escribe el filósofo Josep Maria Esquirol en La penúltima bondad—, no nos conviene. La luz excesiva lo engulle todo, igual que la oscuridad. Nuestra capacidad de ver y de vivir reclama una claridad similar a la de la media tarde o, como en las pinturas de Claudio de Lorena, una penumbra como la del atardecer. Saludamos la claridad intermedia así como la tibia luz que acaricia la superficie del mundo. Pero no hablamos sólo de luz para los ojos, hay también, como afirma Esquirol, una claridad de los sonidos, y muy especialmente de las palabras, palabras que distan lo mismo del estruendo que del apagado rumor del fondo. Cuando la luz intermedia se convierte en calor, aparecen entonces esas palabras, las palabras cálidas, sentidas, reveladoras de que «la esencia del lenguaje es el amparo».
La luz de la poesía es la media luz. Nuestra condición es la de la claridad —esa luz intermedia, tenue y tibia, que dista tanto de la oscuridad como del haz de luz blanca que deslumbra—, la de la penumbra, la de los susurros; la del rumor callado de las palabras que emiten calidez, que vibran cordialmente entre nosotros para acompañarnos y consolarnos.
LA poesía es una concentración de realidad. La poesía crea volúmenes, figuras, dimensiones sensibles. Pero no hay nada sólido en la arquitectura de un poema, no hay nada consistente, compacto, impenetrable. Su construcción es firme, pero de la materia de las cosas que se dejan traspasar por el aire. La poesía crea volúmenes que guardan un secreto porque su corazón es hueco, porque es la propia creación la que genera cavidades y espacios a través de los cuales ella misma respira con el mundo. Laberintos ocultos en los que cada una de las cosas que se crean se encuentra y entrelaza profundamente con las otras.
EL escritor José Jiménez Lozano recoge en uno de los volúmenes de su Dietario, El cuaderno de la letra pequeña, un breve texto del latinista e historiador Pierre Grimal. En él se habla de una sociedad primitiva en la que las gentes están aún muy cerca de la vida cotidiana y en la que tienen la necesidad de recoger el maíz, buscar el agua o encender el fuego. Es una sociedad muy embrutecida, o eso es al menos lo que imaginamos. Una mañana temprano, varios jóvenes salen de la aldea y se adentran en el bosque. Uno de ellos, de repente, encuentra una hierba larga, la tiende entre dos cabos de madera, la tensa y se percata enseguida de que cuando la pellizca produce un sonido. Él permanece un rato ensimismado en el sonido de la cuerda que vibra. Los que están a su lado le dicen: «Vamos, deja de jugar y vente con nosotros a ayudarnos. Hay que cortar un árbol, y cortar un árbol con un hacha de sílex lleva mucho tiempo». El otro no les responde, y ellos se acercan a buscarlo. Al final, claro está, después de mucho insistir, se aleja con ellos, pero no olvida el sonido que ha oído.
Es a él —nos dice Grimal— a quien pertenece el porvenir y no a aquellos que, de un modo u otro, cortan la madera, porque su técnica de sílex será reemplazada por otra, mientras que la técnica de la cuerda que vibra hará vibrar el cuerpo y el corazón de los hombres y de las mujeres hasta nuestros días. Él ha descubierto de golpe a Mozart y, con él, también, a Piero della Francesca, a Rainer Maria Rilke. Es a él a quien pertenece el porvenir de la humanidad, a él: el poseedor de lo inútil y lo superfluo.
Tengo la sensación de que yo mismo, siendo aún muy joven, pude escuchar alguna vez un sonido parecido a ese, y que no supe entonces que era para mí. O no lo supe hasta mucho más tarde, cuando al cabo de los años, después de haberme retirado con los míos y estudiado una larga carrera de medicina que me serviría para asegurarme el porvenir, el sonido de la cuerda que vibra, aquella música insistente que había llegado a olvidar, pero que había permanecido oculta en alguna parte inaccesible de mi sensibilidad, empezó a sonar de nuevo en la cadencia de unos pocos —y absolutamente inesperados para todos, incluso para mí— poemas primerizos.
EN su libro Peregrinación a las fuentes, Lanza del Vasto recoge el viaje a la India que inició en diciembre de 1936 para encontrarse con Gandhi, del que había tenido noticias través de la obra de Romain Rolland. Con él vivió tres meses en Wardha, en cuya estación, nada más pisar el andén, ya pudo reconocer a sus fervientes seguidores por sus ropas hiladas a mano.
Al día siguiente de su llegada tiene su primer encuentro con él, a las siete de la mañana, hora de su primer paseo. Camina con paso muy alerta por el camino arenoso. Lleva en la mano un largo bambú. La cabeza rasurada y desnuda, desnudo el torso y sin cordón, desnudas las pantorrillas y la túnica recogida entre las piernas. Su delgadez no es huesuda, sino más bien pequeña y bruñida, con una delicadeza adolescente. Su piel tiene el color del marfil viejo. Sus ojos negros, un poco hundidos, se ocultan tras unos sencillos anteojos con armaduras de metal.
Siempre se muestra afable y jovial —continúa relatando el poeta siciliano—. Ni sus órdenes ni sus consejos están trabados por fórmulas. Su palabra es fácil, enérgicamente articulada, sin estallidos ni rodeos, sin discontinuidad de pensamiento; su discurso, coherente. Evita la elipsis, que es una violencia lógica en la que la vanidad se complace. Aclara cada una de sus palabras volviendo desde todos los puntos sobre la misma afirmación, de modo que sea accesible a la inteligencia más humilde y se grabe en la más viva. No hay detalle por ínfimo que sea al que no condescienda. No hay para él hombre sin valor, de la misma manera que nada existe para él que carezca de importancia.
No quiere probar ningún alimento ni ofrecer a sus huéspedes ninguna comida que no esté al alcance del campesino más humilde. Acabado el trabajo, aplacada toda inquietud, él hace una señal y entonces le aproximan su rueca, que tiene la forma de un violín. Y hasta la caída de la tarde estira una hebra fina, pero fuerte, en medio de un sonido que acuna el pensamiento.
«Aun cuando tengas otra manera distinta y más elevada de tomar parte de la tarea común —le dice al escritor mientras hila—, no dejes de trabajar un poco con las manos. Teme ser sublime sin profundidad, grande sin punto de apoyo, perfecto en el vacío».
LA poesía es una iglesia para pájaros, un templo silencioso para las voces de los niños.
«SOBRE los poemas que no funcionan: ¿quién quiere ver a un pájaro casi volar?», escribe en uno de los pequeños cuadernos que siempre lleva encima la poeta Mary Oliver mientras se disipa la niebla de la mañana a la orilla de Great Pond y las gaviotas argénteas atraviesan el cielo después de chapotear vigorosamente en el agua de la laguna para quitarse la sal.
UNO debe salir reconfortado de la poesía, reconciliado con las posibilidades de nuestra propia especie. Uno debe salir de la poesía convencido de que, en la precisión de su lenguaje, en su obstinada búsqueda de la expresión precisa y acordada, lo que subyace es un enorme respeto por las palabras y por lo que ellas significan; una delicadeza que es también expresión de una manera de relacionarse con las cosas, de apreciar lo que, de forma imperceptible, se entrelaza diariamente con nuestras propias vidas. Uno debe salir de la poesía persuadido de la honestidad y la humildad que el poeta ha sabido extraer de la experiencia de vivir. Reconociendo, por encima de las palabras, el fervor del que se siente responsable de lo que escribe y, sobre todo, y esto es lo más importante, de lo que hace.
PARA hablar de la muerte hay que escoger tan sólo las palabras pequeñas —escribe José Mateos en Un año en la otra vida—, nada de exclamaciones, nada de grandes palabras. Sólo palabras pobres como nieve, semilla, polen. Lo que pende de un hilo.
En las proximidades de la muerte sólo existen las palabras pequeñas, las palabras sin pretensiones. Y la historia del silencio que las hace posible es, precisamente, la historia de la poesía. En Sefarad, un libro que recoge muchas de las heridas que el exilio y la ignominia han infligido a los hombres a lo largo del siglo XX, Muñoz Molina nos plantea que un día, cualquiera de nosotros, puede despertarse por la mañana y descubrir con extrañeza que se ha convertido, como Samsa, en un enorme insecto. Puede entrar al café de todos los días creyendo que nada ha cambiado para él y comprobar en el periódico que ya no es quien creía que era y que no está a salvo de la persecución y de la infamia. O puede llegar a la consulta del médico creyéndose invulnerable a la muerte y salir media hora después sabiendo que hay algo que le aleja y le separa de los otros, aunque nadie todavía pueda advertirlo en su cara. Que, a diferencia de ellos, que se imaginan eternos, él lleva consigo, por la misma calle por la que transitaba con tanta despreocupación, una sombra que ellos no ven y en la que no piensan. Ha sucedido algo que va a cambiarle para siempre la vida, a expulsarle de la normalidad y del país a los que creía pertenecer, y en los que de pronto se reconoce extranjero.
Mi trabajo diario convive con la muerte, se desarrolla al lado de hombres y mujeres a los que un diagnóstico ha trastocado el curso de los acontecimientos y agotado sus últimas expectativas. Muchos, la mayoría, cuando descubren en la solapa de su chaqueta la estrella de David o el brazalete blanco que los excluye definitivamente de los vivos no logran asumirlo y se desesperan mientras intento transmitirles, con mis palabras y mis gestos, mi apoyo y comprensión. Otros, sin embargo —y me conmueven profundamente—, aprenden a aceptarlo con entereza y eso, de algún modo, los libera y confiere levedad; les enfrenta a la muerte sin la carga de lo desconocido, como si la costumbre de su trato, su nueva asiduidad, les hubiera iluminado, vaciándolos, los reductos del miedo. Quizás no hayan llegado todavía a comprender la muerte, pero sí a asumirla, a convivir con ella. Cuando uno ha anulado de sí mismo la noción de futuro, su patria es el presente y hacia ella dirige sus impulsos, la pasión que le queda. Son esos pocos hombres y mujeres que saben que la vida que han vivido, con todos sus defectos e imperfecciones, es lo único que la muerte no puede arrebatarles. Como el que se desplaza de la movilidad a la quietud y del bullicio al silencio, han adquirido una serenidad que no parece heroica ni resignada, no han hecho de su dolor materia de nostalgia o de compasión y rehúyen el sentimentalismo para hundirse, sin voluntad apenas, sin haberlo previsto de antemano, en las aguas tranquilas del sentimiento.
Nadie tiene la culpa de lo que pasa. Todos sabemos que no hay guías de viaje para la experiencia de la muerte, pero en ella, como en la vida, lo único que importa son las relaciones que uno establece con los que quiere y con las cosas con las que convive.
No hay mentiras en las proximidades de la muerte. En su cercanía, hasta los más oscuros se vuelven transparentes. Uno es definitivamente el que es y este es el gran regalo que algunos quieren hacer a los suyos en los días o meses que les quedan. No hay mentiras y, por eso, los veo emocionarse hasta las lágrimas ante la franqueza y la cercanía que, como médico, pero utilizando los silencios y las palabras de la poesía, intento depararles; ante la vecindad de un lenguaje que, compuesto tan sólo de palabras pequeñas, consigue convertirse, en las horas difíciles de los temores y las incertidumbres, en abrazo.
EN mi libro Las estaciones lentas he escrito: «Una palabra es siempre tributaria de otra y, ambas, hijas de la necesidad, de la carencia, del anhelo». También, en un poema de Esperando las noticias del agua aparecen estos versos: «Ninguna voz es dueña de sí misma, toda voz es reflejo de otra voz, toda palabra, refracción de la luz de otra palabra».
Somos hijos de un árbol y una piedra, de una hoguera encendida con los restos de otra. Nadie es absolutamente original. Yo nunca lo he pretendido para mi poesía, pero tampoco lo he esperado de estas notas fragmentarias que recogen, junto a mi pensamiento, todo aquello que, en mi necesidad y en mis carencias, he ido haciendo mío a lo largo de mis lecturas; palabras luminosas como hebras que imperceptiblemente se han trenzado en silencio con las mías en el tejido vivo de mi sensibilidad. Algunas, la mayoría, porque tuve la precaución de anotarlas, vuelven a mí tal como las leí de sus autores en los libros que me acompañaron mucho tiempo después de haberlos dejado. En otras ocasiones, sin embargo, tan sólo me llegan desvaídas, imprecisas o anónimas, palabras que leí en algún sitio que no puedo fijar, que escuché del autor de viva voz o que atrapé a vuelapluma en la conversación amigable de una cafetería. Palabras, ellas mismas —casi podría afirmarlo—, tributarias de otras a su vez, reflejos de otra voz, refracción de la luz de otras palabras.
«Sé que en mi palomar hay palomas forasteras —decía Nietzsche—, pero se estremecen cuando les pongo la mano encima». Lo importante, escribió León Felipe a modo de poética, «es este fuego que lo conmueve todo por igual —lo que viene en el viento y lo que está en mis entrañas—, este fuego que lo enciende, que lo funde, que lo organiza todo en una arquitectura luminosa, en un guiño flamígero bajo las estrellas impasibles».
Hay que tener la humildad de Porchia para poder escribir sin menospreciarse una frase como esta: «Donde hay una pequeña lámpara encendida, no enciendo la mía».
LA casa, como refugio espiritual y poético y como un elemento permanente del paisaje interior en el que se sitúa el hombre que escribe, ha sido una constancia —como reconoce Miguel Ángel Lama— a lo largo de todo el recorrido natural de mi poesía. La casa representa la delimitación de ese espacio en el que tiene lugar el diálogo en voz baja que el poeta intenta establecer consigo mismo y con los que le rodean. La casa como metáfora de la poesía, de la escritura, es sin duda un motivo principal en los textos que he venido escribiendo y puede considerarse un núcleo que atrae hacia sí los otros componentes de las redes simbólicas que han ido trenzando mis poemas Esa casa que, con toda su fuerza evocadora, es también un motivo que se repite en la poesía de todos los tiempos y de todas las culturas, no en vano se da la extraordinaria coincidencia de que en la lengua árabe coinciden en una misma palabra —bait— los significados de «casa» y «verso». Pero hay un matiz adicional que me gustaría destacar y es el de la casa como lugar de resistencia en el sentido al que ya he hecho referencia, como fortaleza no sólo frente a las dificultades que el mundo nos opone, sino también, y especialmente, ante la disgregación y el menoscabo de los vínculos a los que estamos expuestos. Ese lugar de perseverancia que representa, con una imagen espléndida, la casa que Mirella Muiá levanta en uno de los poemas de su libro La Tela: Una casa de muros de piedra construida alrededor de un tronco de olivo que la ancla a la tierra y cuyas ramas más altas suben hasta el techo posándose en las tejas como nidos. Una casa cuya voz no es otra que el crujido suave de las ramas que en los días de viento puede escuchar a solas la mujer que la habita.
UN poema acabado es un membrillo comido por los pájaros.
A través de uno de sus personajes —el enigmático doctor Braithwaite, de El loro de Flaubert— el escritor inglés Julian Barnes afirma haber leído las Mémoires intérieurs de Mauriac, escritas justo al final de su vida, en el momento en el que se escriben las autobiografías, en el que se llevan a cabo los últimos actos jactanciosos y se ponen por escrito los recuerdos que ningún otro cerebro conserva, creyendo, equivocadamente, que poseen algún valor. Y, sin embargo —continúa Braithwaite—, eso es precisamente lo que Mauriac se niega a hacer, escribe sus Mémoires, pero no son sus memorias. Nos ahorra en esas páginas sus anécdotas infantiles y juveniles, para hablarnos, en su lugar, de los libros que ha leído, de los pintores que le han gustado, de las obras de teatro que ha visto representar. Se encuentra a sí mismo mirando la obra de los demás. Leer sus “memorias” es como encontrarse en un tren a un hombre que te dice: «No me mire a mí, sería engañoso. Si quiere saber cómo soy, espere a que entremos en un túnel, y entonces estudie mi reflejo en el cristal».
Los textos que reúno en estas páginas, las palabras que a lo largo de los años he ido recogiendo de los autores que me gustan y ahora traigo hasta aquí, consiguen conformar, en cierto modo, ese túnel particular del que nos habla Barnes por boca de su personaje. Y la imagen que consigue entreverse en el reflejo nocturno del cristal, que parpadea y brinca con la tenacidad de los movimientos de ese tren que se aventura en su interior, el exacto dibujo del que soy.
EL mundo es una suma infinita de caminos imaginarios.
Mientras el cielo extiende sobre todas las cosas su manto de piedad, soy el que tiembla a solas en la felicidad del abandono, el que en silencio se sacia con el agua que nadie necesita.
El sol para los pájaros es un campo de alpiste. Sentado bajo un árbol hablo con las pepitas de las frutas. Como un contemplativo, ahora dejo que el tiempo se deposite en lo mirado, se haga parte de mí.
Al recuerdo indeleble de la música lo llamamos silencio.