Basilio Sánchez


Crítica a El baile de los pájaros

Álvaro Valverde: Un lugar en lo hondo. El Cultural; 12 de mayo de 2023.

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Basilio Sánchez (Cáceres, 1958) es un genuino corredor de fondo de la poesía española. Autor de A este lado del alba, Los bosques interiores, La mirada apacible, Al final de la tarde, El cielo de las cosas, Para guardar el sueño, Entre una sombra y otra, Las estaciones lentas, Cristalizaciones, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (premio Loewe y de la crítica Meléndez Valdés) y Esperando las noticias del agua, así como de Los bosques de la mirada. Poesía reunida 1984-2009, El cuenco de la mano y La creación del sentido, suerte de autobiografía lírica. 
 
A su coherente obra se añade esta entrega que se abre con un sugestivo poema en prosa que imprime el tono (del que habla en voz baja) y la dirección del libro: “A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas que, desde su constancia, desde su luminosa levedad, en el baile secreto y silencioso de sus significados, parecían sugerirme, a su manera, esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles”.

Sus lectores apreciarán cambios. Sánchez da un nuevo giro a favor de la humildad: “me dedico a lo poco”. Abandona el versículo para acentuar la concisión, por más que el ritmo siga siendo lento y majestuoso, propio de un canto inspirado. Al mismo tiempo, aminora su impronta imaginativa, surrealizante, sin perder de vista “lo indescifrable y lo secreto”, “lo que menos comprendo”, lo “invisible”. Adopta, con naturalidad, el autorretrato. Que la materia de la poesía es la personal experiencia se percibe aquí aún más porque El baile de los pájaros (nótese la sencillez del título) está escrito después de una situación extrema: la vivida por un médico intensivista durante la pandemia. La atmósfera que ha logrado crear con sus versos no es ajena a esa penosa circunstancia de “negociaciones con la muerte” (“Nadie vela a los muertos”), aunque la discreción evite cualquier nota patética: “siempre hay alguien que cuida”. De ahí, la casa –un “arca”, un refugio– y ese “fervor de lo vivo” que alienta en el jardín donde dialoga, en soledad y silencio, al atardecer, con plantas y animales (la morera, el gato), franciscanamente. “Del pensamiento humilde de las cosas”, por ejemplo. 

Otro símbolo –como el de la noche o el del bosque– centra esta visión contemplativa y con memoria: la nieve. “Escribir es arrastrar palabras en la nieve”, ha dicho. Meditadas palabras que por su deje sentencioso y aforístico parecen cinceladas. Qué sólida puede ser la fragilidad: “pertenezco al linaje de los tímidos”. 

La poesía es tema esencial del conjunto. Nada extraño: todo poeta genera una poética y la suya –humanística– es fecunda como pocas. “Fuera de la poesía es muy difícil, / para un simple poeta, hacerse comprender”, sostiene. Es “falla geológica”, “apuesta moral”, “suma infinita de presencias y ausencias”, “inmensa construcción del espíritu”, “un relámpago”, “no es un logro, es un merecimiento”, “el final del idioma”, “una alfombra para huéspedes” … “El tiempo del poema / no es el tiempo del mundo. / El suyo es el espacio / secreto de los signos”. 

Vuelve a la reflexión sobre lo sagrado y sobre Dios (léase “Escrito en una hoja”) sin dejar de poner en el centro la preocupación por “el otro”, en el ético sentido léviniano.
“Escribo para alguien al que miro a los ojos”, leemos en este libro limpio, erguido e íntimo, nocturno y sigiloso, concebido como una unidad, donde la celebración se impone a la melancolía. 


A PROPÓSITO DE EL BAILE DE LOS PÁJAROS, por Basilio Sánchez

 

 

A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas que, desde su constancia, desde su luminosa levedad, en el baile secreto y silencioso de sus significados, parecían sugerirme, a su manera, esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles.

 

 

TODO empieza en la nieve. La nieve es el inicio: una libreta en blanco con un lápiz, un cuaderno que aún no ha sido escrito. Debajo de la nieve todo está por hacer. Debajo de la nieve, los azules, los carmines de granza, los sienas naturales. El alma refugiada en su primer entusiasmo. El interior de un pozo iluminado por la llama de un niño.

 

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EN los días más difíciles de la pandemia, a veces me visitaban estos versos de la poeta argentina María Negroni incluidos en su libro Archivo Dickinson: «Lo que está quieto está danzando. Bienaventurados los que ven el lado cariñoso del dolor». Versos que, en alusión directa a la poeta norteamericana a la que le dedica el libro, se complementan con estos otros: «Y aun así, mientras el mundo apilaba emboscadas y mortíferos planes, a su pequeño modo el jardín resistía: se brotaba de mirlos, jilgueros, colibríes que iban, en plena ebullición, de una vocal a otra, leyendo, en medio del caos, la semilla honda». A mi regreso a casa, cuando se abría de pronto la cancela de hierro del jardín, a veces yo sentía, como ella, lo quieto que danzaba silencioso a mi paso, el baile de los pájaros sobre la inanidad de mis palabras, el crecimiento lento de todas las semillas preparándose, bajo mi incertidumbre y mi desvelo, para su misteriosa ebullición.

 

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LA poesía como actitud, como toma de posición ante la vida es, sin duda, una forma de resistencia. Y utilizo este término en el sentido que le da Josep Maria Esquirol cuando habla de resistencia íntima en su ensayo sobre la filosofía de la proximidad: no se trata tanto de resistencia a las dificultades que el mundo pone a nuestras pretensiones como de la fortaleza que podemos tener y levantar antes los procesos de desintegración y corrosión que provienen del entorno e incluso de nosotros mismos. Se resiste al dominio y a la victoria del egoísmo, a la indiferencia, al imperio de la actualidad y a la ceguera del destino, a la retórica sin palabra, al absurdo, al mal y a la injusticia; pero se resiste, sobre todo a la dispersión y a la disgregación, porque la peor de las pruebas a las que debe someterse la condición humana es, según el filósofo catalán, la disgregación del ser, la ruptura y la pérdida de los vínculos.

      En donde yo vivo, cuando en las mañanas soleadas se contempla en el cielo la irrupción inesperada de una bandada de pájaros, la gente suele decir con regocijo que «es un día de bodas». El revoloteo desordenado y bullicioso de los vencejos o de los estorninos es el anuncio de una fiesta; su baile, la expresión en el aire de una danza que brota espontáneamente para acompañar, en la tierra, la ceremonia de los esponsales humanos, el encuentro feliz de dos personas que han decidido unirse y establecer un vínculo, un proyecto común. En El baile de los pájaros —cuyo título mucho le debe a esta observación recogida de mis mayores—, escribo en un poema: «Entre el cielo y la tierra existe un vínculo al que estoy invitado». El vínculo es todo lo opuesto a la disgregación, a la dispersión, por eso la poesía es el baile de los pájaros frente a la comitiva de la boda. La poesía es la expresión, a través de ese vínculo, de la resistencia íntima que la palabra de raigambre moral es capaz de oponer a la disgregación, la manifestación de una profunda fortaleza, que no es tanto fuerza o impulso como perseverancia, constancia y tenacidad.

      La resistencia íntima que frente a la dispersión de nuestro siglo ejerce la escritura poética es, además, una forma de calidez, una actitud personal que es capaz de generar para uno mismo y para los que se dejan acompañar por ella —como nos dice Esquirol­— luz y calor: «La resistencia íntima se parece a la eléctrica en que, paradójicamente, al resistir el paso de la corriente, da luz y calor a los que están cerca; una luz que ilumina el propio camino y que sirve de candil para los demás, guiando sin deslumbrar. No una luz que revela los valores supremos en el cielo de la verdad, ni el sentido oculto del mundo, sino una luz de camino, que protegiéndonos de la dura noche nos alumbra, nos hace asequibles las cosas cercanas y nos conforta».

      Las palabras reúnen todo lo que tenemos ante nosotros, lo que vemos y lo que no vemos. Las palabras nos vinculan con lo que existe y con lo que no existe. Congregan en nosotros, en lo que realmente somos, todo aquello que las fuerzas centrífugas del vacío y de la nada pretenden dispersar. Y esta unión, esta alianza, esta aproximación que sin desvelarnos los grandes misterios de nuestra existencia nos alumbra y protege, constituye —y por eso lo celebran los pájaros—la forma más humana, más modesta y más generosa del consuelo.

 

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COMPARTO el planteamiento de Salvador, el profesor protagonista de Los besos, de Manuel Vilas, de que, aun en medio de una pandemia o de una guerra y cuando nuestro planeta se destruye por nuestro descuido e inoperancia, la afirmación incondicional de la vida y una apuesta moral definitiva por la belleza y la bondad constituyen la única manera objetiva de enfocar con inteligencia nuestro breve paso por el mundo. Por eso hay que apelar a los danzantes, a toda esa gente que baila enamorada sobre un mundo que se mantiene, a pesar de nuestro sufrimiento y desconsuelo, con toda su belleza imperturbable.

 

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UNA idea, la de la naturaleza y la vida natural, alienta en toda la poesía que he venido escribiendo desde el principio, si bien de una manera más intensa y comprometida —quizás porque la edad nos hace ver con mayor claridad las señales de alarma— en mis poemas más recientes. Una naturaleza que, en esos largos días de pandemia en los que por mi profesión me vi involucrado hasta más allá de mis posibilidades, llegó a convertirse —encarnada en el jardín de mi casa— en la única cosa con sentido a la que me estaba permitido aferrarme para mantener la coherencia, el sosiego y, hasta donde era posible, la esperanza. Ese jardín que cuido como puedo desde hace muchos años. Ese poco de hierba al que dan sombra un puñado de árboles comunes, tres palmeras que nunca han dado dátiles y un seto de cipreses que superó hace tiempo la estatura de un hombre.

      Una naturaleza civilizada a la que mi mujer y yo brindábamos nuestros aplausos cada día, a las ocho de la tarde, porque era ella la que en medio de tanta incertidumbre y tanta indefensión nos hacía sentirnos protegidos.

      Se ha dicho que solo la muerte acoge todas las emociones, las comprende todas, las soporta todas, las concilia todas. Ahora tengo la certeza de que la sublimación de todas las emociones vividas en aquellos momentos tenía lugar, inevitablemente, en esa naturaleza humilde que se manifestaba con la generosidad de su esplendor en el reducido espacio de mi jardín. Un territorio manso y compasivo que llegué a percibir como el único lugar del mundo en el que aún no se había roto el equilibrio entre la razón y el sentimiento.

      La muerte es un país que no conozco, pero del que domino su lengua y sus costumbres. Cada uno de esos días en los que la enfermedad nos imponía su realidad ineludible, después de horas interminables en el interior de un hospital en el que la desesperanza de los enfermos se mezclaba con el miedo y el agotamiento de los sanitarios, a mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo, la elocuencia sencilla de las cosas que, desde su constancia, desde su luminosa levedad, en el baile secreto y silencioso de sus significados, parecían sugerirme, a su manera, esas pocas verdades esenciales que, al cabo de los años, cuando todo comienza a percibirse desde cierta distancia, se nos vuelven de pronto imprescindibles.

      «Entre nuestras tinieblas no hay sitio para la belleza. Todo el sitio es para la belleza», nos dice René Char —en una cita que ya incluí en La creación del sentido y que recobra ahora, con más fuerza si cabe, su vigencia— reivindicando ese optimismo trágico del hombre que en medio del desconcierto y de las pérdidas, escorado a la muerte, halla su fortaleza, más allá de las sombras y las contrariedades de su época, en el recogimiento y en la contemplación.

      Tiene razón Christian Bobin cuando afirma que los jardines más hermosos son los más abandonados. Nunca ha habido tanta belleza en los jardines de nuestras ciudades y en los campos de sus alrededores como en los días en los que, confinados con nuestros familiares en las casas por el miedo al contagio, los dejamos completamente a solas con sus árboles, sus pájaros cantores y el verde luminoso de sus zarzas y sus hierbas silvestres.  

 

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«ESCRIBO para alguien al que miro a los ojos. Escribo en la infinita dispersión de mí mismo con el fervor profundo de unas manos que buscan otras manos. Soy paciente y tranquilo. Soy de la estirpe humana de mi perro. Ante una rama verde veo una rama verde. Ante un vaso de agua veo un vaso de agua. Cuando comparto sombra con un pájaro no percibo otra cosa que ese pájaro».

      Estos versos, extraídos de El baile de los pájaros, reflejan una búsqueda, a través de la poesía, no de lo abstracto o de lo genérico, sino de lo concreto, de lo que tiene la capacidad de diferenciarse de lo que le rodea y adquirir la belleza incuestionable de lo único y de lo irrepetible. La poesía no se acerca a las cosas en conjunto como un todo indiferenciado, la poesía las abraza una a una.

      Como escribe Esquirol en sus reflexiones sobre el Cántico de las criaturas de Francisco de Asís, su amor por la naturaleza es un amor que se dirige a cada una de sus criaturas en particular y no a un paisaje estático. No es amante de la naturaleza, sino de los seres y las cosas que la conforman. Es el amor a estos cipreses, estas nubes, esta mariposa, estas hormigas, estas golondrinas que asoman del nido de barro que hay bajo la cornisa de casa, este cielo que en todo momento nos acompaña, esta agua que bebemos. La poesía es lo concreto, no lo general, lo indefinido, lo vago o lo teórico.

      Más que una mirada estética, lo que tenía Francisco —continúa el filósofo— era la ingenuidad de una mirada. Y la mirada ingenua es una mirada dramática, capaz de ver, como lo hacen los niños, cada cosa en cada cosa, en su concreción y en su verdad. Esa mirada dramática es la que nos permite mirar las cosas que pasan ante nuestros ojos y sentirnos en medio de este drama: una rama que se mueve de pronto, un animal que pasa, el reflejo silencioso de un árbol en un hilo de agua. «El milagro tiene lugar cuando miras cada cosa por sí misma, y a los ojos de cada persona».

      La vida de la poesía se articula a partir de esos encuentros dramáticos que tenemos con los seres y las cosas que nos rodean. La vida de la poesía traza su camino desde los elementos indeterminados y abstractos a las criaturas, las personas y las cosas concretas. La vida creadora de la poesía es la que se genera a partir de estas relaciones cercanas y fraternales con lo concreto.

 

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IRINA Emeliánova, hija de Olga Ivínskaya, el último amor de Borís Pasternak que inspiró el personaje de Lara de la novela El doctor Zhivago, escribió estas palabras recogidas ahora por Monika Zgustova recordando su traslado a uno de los campo de trabajo forzado a los que el régimen soviético castigaba a los opositores: «Toda mi vida me he echado a temblar al recordar el largo camino que tuvimos que recorrer a pie sobre la nieve para llegar al campo de Taishet, de noche, cuando la temperatura descendía aún más. Pero también recuerdo que la noche era inmóvil, plateada, con luna llena, una noche que proyectaba sobre la nieve las sombras celestes de los pinos bajos y los tonos azules oscuros de las sombras de los altísimos abetos siberianos, que parecían cultivados en un jardín. Mientras caminábamos por el bosque, aún tenía ojos para su belleza».

      Así miraba yo el jardín de mi casa durante los días más difíciles de la primavera de la pandemia, cuando más que la muerte o las incertidumbres de la muerte, lo peor era la separación, el distanciamiento de aquellos con los que compartíamos nuestra vida. Durante aquellos meses, en medio del sufrimiento y del desasosiego a los que todos nos veíamos sometidos, no dejé nunca de creer que era necesario y quizás más necesario que nunca en esos momentos— seguir prestando atención a lo que nos rodeaba; realizar, pese al agotamiento colectivo y la desesperanza, un esfuerzo más: ese esfuerzo receptivo del que nos habla Simone Weil, que no es otro que el empeño por mantener en nosotros una mirada limpia dispuesta a entusiasmarse y que, en sí misma, constituye la más poderosa arma de resistencia.

      Aún hay cosas que son más que el lenguaje. Hay ocasiones en las que no escribir es el único acto verdaderamente poético que la comunidad exige de nosotros. Tras la escritura entre 2016 y 2017 de He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, me abandoné a uno de esos periodos de inactividad literaria a los que me entrego con gusto tras la publicación de un nuevo libro y que necesito para, en su momento, retomar la escritura con renovada intensidad. Tras dos años de silencio absoluto y de abundantes lecturas, la primavera de 2020 se me antojaba como el momento idóneo para volver a la poesía, algo que desde hace cuarenta años intento hacer compatible con mi trabajo diario en el hospital universitario de la ciudad en la que vivo. Pero las cosas no siempre salen como uno espera y ese año, contra todo pronóstico, acabó convirtiéndose en el año en el que el médico que hay en mí tuvo que desalojar de su casa, por la fuerza, al poeta que, por uno de esos azares de la vida, también existe en mí.

      En la carta que en su momento le envié al editor Manuel Borrás para acompañar al original de El baile de los pájaros, le decía que solo cuando mejoraron las condiciones en los hospitales y cuando las posibilidades de un tratamiento eficaz empezaron a incidir en nuestro ánimo, retomé la escritura. Comencé a trabajar en unos pocos poemas que, como no podía ser de otra manera, incorporaban en cada una de sus palabras, y también en cada uno de sus silencios, ese esfuerzo de atención del que nos habla Weil, esa capacidad para entusiasmarme con las cosas que, día a día, a mi regreso del trabajo, yo mismo descubría en la naturaleza siempre renovada y siempre idéntica del jardín de mi casa y sus alrededores.

      Un espacio fecundo cuyo aire limpio podía respirar como respiraba fray Luis de León el aire fresco y limpio de la huerta que tenían los agustinos cerca de Salamanca, como nos recuerda Coradino Vega, ese recinto fértil en el que podía disfrutar, aunque fuera por poco tiempo, de la vida retirada de la que hablaba Horacio, de ese vivir un presente que aspira al sosiego y la moderación y que se mantiene al margen de los ruidos de un mundo fanatizado y enfermo.

      Un acto similar de intensidad y atención que convierte lo ordinario en majestuoso y lo plano en densidad emotiva, es lo que también buscaba Morandi para sí, como también nos recuerda Vega en estas palabras que recoge del pintor italiano: «Se puede viajar por el mundo y no ver nada. Para lograr entenderlo no es necesario ver muchas cosas, sino mirar intensamente lo que ves».

      Como a la escritora brasileña Nélida Piñón, a mí también me falta vocación para estar triste. Tengo la risa fácil. Intento mantener despierto el placer de estar vivo. Reafirmar la convicción de que pese a los sobresaltos y sacudidas de la vida, pese a la perplejidad ante la muerte que a veces vemos próxima, hago justicia a la existencia. Como ella, necesito dejarme invadir por la alegría cotidiana de lo simple, por el baile con el que los pájaros o las hojas de lo árboles, los seres con los que convivimos, hacen, cada uno a la medida de sus posibilidades, justicia a su existencia.

      Esta misma actitud, el mismo espíritu es lo que encuentro, también, en las palalabras con las que la escritora Mercedes Monmany recordaba en un suplemento cultural al poeta Adam Zagajewski unos meses después de su muerte: A lo largo de toda su vida, trató de hacer exactamente lo que dice su poema escrito tras el atentado de las Torres Gemelas: trató de alabar un mundo que, a pesar de todo, es sorpredentemente hermoso. Quiso encontrar un modo, como sucede en La Pasión según San Mateo de Bach, de transformar el dolor y el sufrimiento en belleza.

      «Siempre soy positivo sobre el futuro de la humanidad —nos dice Orham Pamuk—. Siento también que es mi obligación. Cuanto más leo sobre política, sobre la pandemia o los horrores de la guerra, más quiero ver la belleza de la vida. Mi obligación es mostrarla. El entusiasmo por la vida y por disfrutar de ella esta ralacionado con el hecho de ser escritor. Habrá un amanecer tras la noche de la peste. Todas las pandemias se han superado».

      En un mundo que se estaba envileciendo bajo la amenza de la enfermedad, escribía mis poemas porque necesitaba, como el protagonista de Los besos, pasar un rato a solas con los árboles; porque el mejor homenaje que podemos hacer a nuestros muertos es el de seguir bailando para afirmar lo maravilloso de nuestra existencia; porque la luz que entra en nuestra casa por las mañanas «es el mayor espectáculo de la vida cuando alcanzas la edad del envejecimiento» y porque «el ser humano tiene la obligación de seguir siendo humano cuando la adversidad suprema le pide que renuncie a su humanidad».

      Jorge Riechmann, recogiendo una idea de Las ciudades invisibles de Italo Calvino, escribe en un poema: «Vivimos en el infierno, mas no todo es infierno en el infierno, e importa distinguir eso que no lo es para cuidarlo, y hacerlo durar, y darle espacio». Y cita más adelante al poeta sueco Gunnar Ekelöf con estas palabras: «Los únicos poetas que me interesan son los que llevan cuidadosamente, con manos nerviosas, un cuenco lleno de sangre en el que ha caído una gota de leche o un cuenco lleno de leche en el que ha caído una gota de sagre».   

      Aunque se ha venido diciendo en relación con la filosofía, yo creo que la función de la poesía es tanto ayudarnos a comprender la realidad como ayudarnos a sanar las heridas que esta nos infringe. En medio del desconcierto de nuestra época la poesía es un camino que se traza en lo oscuro, la puerta que se abre silenciosa a un jardín.

      El asombro, como nos recuerda García Ortega, es la experiencia fascinada de lo maravilloso. No está en contradicción con los conflictos y problemas de la vida, los trances dolorosos, el infortunio. Tampoco es un estado de candidez o alienación, y menos aún de ingenuidad. El asombro es la llama encendida del estar en el mundo en que se vive. Asombrarse de ser parte de la naturaleza, de la vida, del tiempo, es aceptar ser parte de la llama del todo. Reconocer por completo el mundo como es, con todo lo material e inmaterial que contiene, y dar cabida a ese contenido en uno mismo.

      Elif Shafak, en su novela La isla del árbol perdido, dice que hay muchas cosas a las que una frontera no puede impedirles cruzar. A las mariposas, por ejemplo, a los saltamontes y los lagartos. A los caracoles tampoco, por penosamente lentos que sean. A un globo de cumpleaños que se escapa de la mano de un niño y se aleja hacia el otro lado. Tampoco a los pájaros. A las garzas azules, los escribanos cabecinegros, los abejeros europeos, las lavanderas boyeras, los mosquiteros musicales, los alcaudones núbicos y las oropéndolas. La naturaleza no distingue entre un lado o el otro, entre la salud o la enfermedad, las cuarentenas o los campos abiertos. En la naturaleza no existen las fronteras ni las acotaciones, los recintos cerrados. Como tampoco las hay en la escritura, en la poesía, que, como en esos torii de madera que se levantan a la entrada de los templos sintoístas, es donde, después de haber bailado sin reposo durante todo el día y haber sobrepasado sin obstáculos casi todos los límites, encuentran su descanso los pájaros