Basilio Sánchez


La mirada apacible


PRIMERO fue el otoño cubriendo la obsidiana
de los parques vacíos.

Después, el hombre solo,
el hombre que camina
de espaldas a la luz y nada dice
porque nada confiere mayor veracidad a su silencio
que el ruido de sus pasos.

Es el hombre que escribe
en la última página del libro de las horas,
el que intuye palabras
como pulpa o diadema o roca o víspera,
pero no las pronuncia.

Es el hombre dormido sobre un banco de piedra,
junto a las flores secas de los setos
y los vasos volcados
de la celebración.

Porque aquí está el origen, la razón de este otoño
que ahora deja sus hojas amarillas
en las proximidades del olvido.


LA lentitud del agua, la apacible
certeza de las calles,
la soledad antigua de los pájaros,
la estatura de nieve con que ofrecen las horas
su lado inaccesible a las estatuas
de los héroes solares.

Nada puede esta tarde, ni siquiera estas aves,
sugerir otra cosa que la inmovilidad,
el tiempo que transcurre con las enredaderas
de la roca imantada,
con las evoluciones de la bruma.

Huyo de la desolación, de sus matices.
No pronuncio esta vez palabra alguna
que suscite tristeza. Espero sólo
que las primeras luces surgidas de esta lenta
dejación del invierno,
nos traigan la ternura de las frutas silvestres,
el gozo repentino de las hojas
proponiendo el deshielo.


SERÁ que hemos vivido llenando la memoria
de paisajes idénticos, dejando que el dolor
cubriese lentamente todo aquello que fuimos,
nuestra historia más íntima.

Y aquí estamos ahora, viviendo en esta casa
cuya noche ignoramos.

Un edificio oculto por las rocas,
un animal sedente que devora las hojas de los setos
en la antigua ladera del alerce.

¿Qué dilata este espacio, qué estructura
cobija la mandrágora, el ungüento preciso?

El camino es difícil y, a menudo,
el viajero se siente disuadido por las piedras que ruedan
de las cercas contiguas. Es esta soledad
la que buscamos,
la urdida por el musgo, por la morera blanca
que hoy cubre las paredes y las hace
sensibles a la luz, vulnerables al tacto.

Aquí bebemos sólo el agua del deshielo,
el zumo de las frutas que el invierno acumula
sobre las cimas próximas.
Ahora mis palabras
apaciguan los muros,
dejan pasar el aire que llega a los balcones,
se diluyen ilesas.

Alguien dijo, hace tiempo, que la felicidad
sólo puede alcanzarla
un ser en permanente sufrimiento.

Quizá por eso ahora
me descubro podando los manzanos silvestres.


HE escuchado las voces
de las lentas mujeres que cuidan de sus hijos.

Las hojas de laurel, para la copa
del árbol de sus vientres.

Sobre la piedra intacta del que fue concebido,
ellas beben el agua
que surge de las fuentes de la fertilidad.

Minerales azules, cerezas del augurio
para adornar sus cuellos.

Las que una vez lloraron
sobre la escarcha oscura de los días prometidos
mientras acariciaban los contornos
de las dulces imágenes que viven en la noche.

Para ellas,
el cerco imaginario de la felicidad.


SOY el que espera ahora
la ascensión de los días desde las ramas altas.

He escuchado las voces
de las lentas mujeres que cuidan de sus hijos.

Para vosotras,
la huella que en el agua deja el paso del aire,
los rostros que se cruzan sobre la profecía
de vuestros corazones.

Vosotras, que vivisteis compartiendo la noche
en el centro de la inmovilidad,
que en el dolor
buscasteis otras manos más allá de las mías.

La luz para vosotras,
los hijos que ahora hablan vuestro mismo dialecto.
Los labios que adormecen el corazón del odio.


LA mujer que camina delante de su sombra.
Aquella a quien precede la luz como las aves
a las celebraciones del solsticio.

La que nada ha guardado para sí
salvo su juventud
y la piedra engarzada de las lágrimas.

Aquella que ha extendido su pelo sobre el árbol
que florece en otoño, la que es dócil
a las insinuaciones de sus hojas.

La mujer cuyas manos son las manos de un niño.

La que es visible ahora en el silencio,
la que ofrece sus ojos
al animal oscuro que mira mansamente.

La que ha estado conmigo en el principio,
la mujer que ha trazado
la forma de las cosas con el agua que oculta.


ESTABA en el segundo movimiento.
En el ruido del aire
que entraba en nuestras casas en los atardeceres
de los primeros días
y en el rumor cercano
de las aguas que entonces se agolpaban
contra el muro de piedra y que no reconocimos.

Estaba en los lugares que recorrimos luego
durante la tormenta y en los vasos
que quedaron vacíos
en las enredaderas de nuestra juventud.

Estaba en las aceras y en los jardines públicos,
sobre la mesa oscura de las lamentaciones
y el labio de los dóciles.

Estaba en la palabra que salió de mi boca
y en la que nunca dije.

Estaba en vuestros ojos cuando os abandonasteis
a una música extraña y ofrecisteis
a todos los que amabais las estatuas
de sal de vuestras lágrimas.

Estaba entre los nombres que dejamos escritos
a merced de la lluvia, sobre el fuego
que encendimos más tarde para ahuyentar el agua.

Estaba ya en el tedio del otoño
y en la usura del frío, estaba en los cabellos,
en las dulces preguntas de las lentas mujeres
que buscan a sus hijos.

La luz, agazapada en el profundo
corazón de las cosas.


EN el descendimiento de la luz,
en el remoto
sonido de las aguas de las fuentes eternas,
en las hojas silvestres, en las frutas
dejadas al azar sobre las rocas vírgenes,
en las habitaciones
perdidas de los pájaros.

En la declinación de la memoria, en la inocencia
de los gestos ocultos en los ojos
de los que permanecen,
entre la lentitud y la certeza
de su sombra extendida.

¿Dónde vivir ahora, sino en algún lugar
consagrado a los vivos?